Sangran las palabras*
En este agudo ensayo sobre la versión de La Eneida de Pierre Klossowski, Michel Foucault da su punto de vista sobre las maneras de traducir un clásico.
Michel Foucault

El lugar natural de las traducciones es la otra cara del libro abierto: la página de al lado que está cubierta por signos paralelos. El hombre que traduce, pasador nocturno, hace trashumar silenciosamente el sentido de izquierda a derecha, por encima del pliegue del volumen. Sin armas ni bagajes. Y según una logística que guarda en secreto; se sabe tan sólo que, una vez franqueada la frontera, las grandes unidades del sentido se reagrupan aproximadamente en masas análogas: la obra está a salvo.
Pero, ¿y la palabra? Me refiero a ese delgado acontecimiento que se ha producido en un punto del tiempo y en ningún otro; que se ha depositado en esa región de la hoja y en ninguna otra. A la palabra como hecho de yuxtaposición y de sucesión sobre esta estrecha cadena en la que hablamos.
Nuestras traducciones, incluso literales, no pueden tenerla en cuenta; es porque ellas hacen que las obras se deslicen en el plano uniforme de las lenguas, es porque son laterales.

Pierre Klossowski acaba de publicar una traducción vertical de La Eneida. Una traducción en la que el juego de la palabra por palabra es como la incidencia del latín cayendo a plomo sobre el francés, según una figura que no sería yuxta- sino supra-lineal: “Las armas celebro y al hombre que el primero de las troyanas orillas en Italia, por la fatalidad fugitivo, llegó al Lavinio litoral.”
Cada palabra, como Eneas, transporta consigo sus dioses natales y el sitio sagrado de su nacimiento.
Cae del verso latino sobre la línea francesa como si su significación no pudiera separarse de su lugar; como si no pudiera decir lo que tiene que decir más que en este punto preciso donde se tira la suerte y los dados del poema.
La audacia de este aparente palabra-por-palabra (como cuando se dice «gota a gota») es grande. Para traducir, Pierre Klossowski no se instala en la semejanza del francés y el latín; se aloja en el hueco de su mayor diferencia.
En francés, la sintaxis prescribe el orden, y la sucesión de las palabras revela la exacta arquitectura del régimen. La frase latina puede obedecer simultáneamente a dos ordenamientos: el de la sintaxis que las declinaciones muestran; y otro, puramente plástico, que desvela un orden de las palabras siempre libre pero nunca gratuito.
Quintiliano habla de la bella pared lisa del discurso que cada cual puede construir, a su gusto, con la piedra suelta de las palabras. En las traducciones, por lo general (pero no es otra cosa sino una elección), se calca con toda la exactitud posible la ordenación de la sintaxis. Pero se deja desaparecer el orden del espacio, como si no hubiera sido, para los Latinos, más que un juego precario.

Klossowski se arriesga en el sentido contrario; o más bien quiere hacer lo que nunca se ha hecho: mantener visible la ordenación poética del emplazamiento, conservando, con una ligera suspensión, pero sin que acaben nunca de romperse, las redes necesarias de la sintaxis.
Aparece entonces toda una poética del «sitio verbal»: las palabras abandonan una a una su bajo relieve virgiliano para, en el texto francés, venir a proseguir el mismo combate, con las mismas armas, las mismas posturas, los mismos gestos. Y es que, en el desarrollo lineal de la epopeya, las palabras no se contentan con decir lo que cuentan; lo imitan, formando, con su choque, su dispersión y su encuentro, el «doble» de la aventura.
La siguen como una sombra proyectada; la preceden también como las luces de la vanguardia. No relatan a su aire un destino; lo obedecen, al igual que las olas, los dioses, los atletas, el incendio y los hombres. Ellos también pertenecen al fatum, a esa palabra más vieja que todas las demás, que vincula el poema y el tiempo. Klossowski lo dice en el prefacio: «Sangran las palabras, no las heridas».
Se dirá que la empresa era quimérica; que el orden latino «Ibant obscuri sola sub nocte» ciertamente no tenía el valor de la serie francesa «Iban oscuros bajo la desolada noche»; que una inversión, un desplazamiento, una disyunción de dos palabras naturalmente ligadas, e! choque de otras dos que la costumbre separa no dicen lo mismo en latín y en francés.
Hay que admitir que existen dos clases de traducciones; que no tienen la misma función ni la misma naturaleza. Las unas hacen pasar a la otra lengua una cosa que debe permanecer idéntica (el sentido, el valor de belleza); son buenas cuando son «exactamente iguales» [elles vont du pareil au même].

Y luego están las que arrojan un lenguaje contra el otro, asisten al choque, constatan la incidencia y miden el ángulo. Éstas toman como proyectil el texto original y tratan la lengua de llegada como un blanco. Su tarea no es restablecer un sentido nacido en otra parte; sino desencaminar, mediante la lengua que se traduce, aquella a la que se traduce.
Es posible entrecortar la continuidad de la prosa francesa mediante la dispersión poética de Hölderlin. Como puede también hacerse estallar la ordenación del francés imponiéndole la procesión y la ceremonia del verso virgiliano.
Una traducción de este tipo vale como el negativo de la obra: es su huella en hueco sobre la lengua que la recibe. Lo que libera no es ni su transcripción ni su equivalente, sino la marca vacía, y por vez primera indudable, de su presencia real.
En esta vasta bahía que ha recortado las orillas de nuestra lengua, La Eneida misma resplandece. Entre las palabras que dispersa y reúne, es la diosa fugitiva y cazadora, la Diana en el baño que Klossowski ha contado en otro lugar, la Artemis desnuda, sorprendida, nadadora y obstinada que hace despedazar por sus perros al imprudente cuya mirada no ha sabido permanecer silenciosa. Desgarra amorosamente la prosa que la persigue y a la vez se le ofrece con «un deseo tan funesto».
La divina Eneida juega un poco, en el texto de Klossowski, el mismo papel mortal del azar en Mallarmé: somete la lengua a una fatalidad exterior en la que, paradójicamente, se descubren extraños y maravillosos poderes. Y sin embargo, esa fatalidad, por más lejana que sea, no nos es del todo extraña.

El retorno de nuestras palabras a los «sitios» virgilianos libera a la lengua francesa, con un movimiento de retorno, de todas las configuraciones que fueron las suyas. Leyendo la traducción de Klossowski, se atraviesan disposiciones de frases, emplazamientos de palabras que fueron los de Montaigne, de Ronsard, del Roman de la Rose, de La Chanson de Roland. Se reconocen aquí las distribuciones del Renacimiento, de la Edad Media, además de las de la baja latinidad. Todas las distribuciones se superponen, dejando ver, gracias tan sólo al juego de las palabras en el espacio, el largo destino de la lengua.
Por el esplendor de este orden cuyo vuelo muestra sin cesar, el texto de Klossowski alcanza el origen latino de nuestra lengua, como el poema de Virgilio recuperaba el origen de Roma; cuenta de modo soberbio sus peregrinaciones fundadoras, su larga navegación incierta, las tempestades y los barcos perdidos, el asentamiento final en un lugar eterno.
Y así como La Eneida, desde el fondo de la paz y el orden romanos, hacía brillar las peripecias de antaño y el destino finalmente cumplido, esta nueva obra de Klossowski hace brillar, en medio de nuestra lengua, los sitios elevados en los que uno tras otro su historia la ha establecido. El nacimiento de Roma se nos cuenta en una lengua cuyo resplandor sirve de falsilla del nacimiento del francés.
Este doble de Virgilio es también un doble de nuestra propia lengua, pero un doble que la desgarra y la devuelve a sí misma. Esta figura del doble destructor es familiar a Klossowski, ya dominaba su obra de escritor. No ha dejado de estar presente a lo largo de la trilogía de Roberte.
Y he aquí que ahora Virgilio, que ya fue antiguo guía de Dante, se convierte en el «Souffleur», el Apuntador de nuestro lenguaje: dice nuestro orden más antiguo; desde el fondo del tiempo, prescribe nuestra prosa y la dispersa, ante nuestros ojos, con un aliento fulgurante.
* «Les mots qui saignent». L’Express, n° 688, págs. 21-22. (Acerca de la traducción, por Pierre Klossowski, de La Eneida de Virgilio, París, Gallimard, 1964). Traducción de Miguel Morey.