Los primeros viajeros galácticos
Entre la ciencia y la literatura, los primeros relatos de viajes espaciales fueron un alarde de fantasía, pero también de preguntas sobre el misterio del universo.
GUADALUPE FERNÁNDEZ MORSS

¿Quién no se imaginó alguna vez viajar al espacio? Sólo es cuestión de levantar la cabeza y mirar el cielo. Desde la antigüedad, muchos quisieron explorar el universo. Tanto filósofos como escritores imaginaron extraños viajes a la Luna. En el siglo XVII, el astrónomo alemán Johannes Kepler, quien había determinado las trayectorias de los planetas, se convirtió en el primer científico en describir viajes a otros mundos en su libro Somnium –para Asimov la primera obra de ciencia ficción. En este trabajo, que en parte es un tratado científico, un hombre recibe lecciones sobre la Luna de un demonio conjurado por su madre. Este demonio viaja a la Luna durante los eclipses y describe la apariencia de la Luna y la de sus habitantes, a quienes atribuye rasgos de serpiente. Duracotus se llama el hombre y en su relato señala que el impacto del despegue es tan grande «que sus miembros deben protegerse bien para que no se le arranquen» (esto no lo tuvo en cuenta Verne en su De la Tierra a la Luna), e intuye las leyes de la gravedad, que Newton luego establecerá al afirmar que, a partir de un momento dado el viajero no necesita ser propulsado, pues se aleja de las fuerzas de atracción de la Tierra y entra en las del satélite. Los seres que habitan la luna tienen la piel dura, escamas y aletas, pues viven en un medio muy húmedo y caliente. Contemporáneo de este sueño y también publicado de manera póstuma (1638) es El hombre en la Luna de Francis Godwin, en el que el hidalgo castellano Domingo González logra volar desde la Isla de Santa Elena hasta la Luna en una especie de balsa tirada por gansas. Allí observa que los selenitas son enormes, hablan una lengua musical y están muy avanzados, pero, cuando nace algún retrasado mental, lo abandonan en América del Norte. Newton también previó los viajes interestelares: «La acción y la reacción de una fuerza —explicaba— son siempre iguales y de sentido contrario […] Este principio permitirá a los hombres de los siglos venideros volar un día hasta las estrellas». Siguiendo a Giordano Bruno, el iluminado Swedenborg describe en De telluribus (1758) mundos habitados en un universo infinito, lo cual explica la visita a la Tierra por medios mecánicos de un extraterrestre en Las aventuras de Eovaai, princesa de Ijavea (1736) de Eliza Haywood, y la de Micromegas(1752), el cuento filosófico de Voltaire, donde un gigante enorme llega a la Tierra procedente de un planeta de Sirio, acompañado por un habitante de Saturno que encuentra en el camino. Micromegas, nos dice Voltaire, “domina las leyes de la gravedad y todas las fuerzas de propulsión y de repulsión, de modo que puede moverse de un astro a otro como un pájaro de rama en rama”.

Póllux Hermúñez, en su libro La prehistoria de la ciencia ficción, también habla de otros autores que se inspiraron en el cosmos. Los Viajes de Milord Ceton a los siete planetas (1765) de Marie-Anne de Roumier, cuenta cómo el protagonista y su hermana hallan, entre otras cosas, que Marte es un planeta dedicado a la guerra y Venus al amor. En El filósofo sin pretensiones o el hombre raro (1775) de Louis Guillaume de la Folie, un extraterrestre procedente de Mercurio llega a la Tierra a bordo de una aeronave eléctrica. De 1784 data el primer viaje interplanetario de la literatura rusa, El viaje novísimo de Vasily Lyovshin, en el que se expone de manera racional la ciencia del momento. En 1790, el alemán Johann Ernst Albrecht publica su Urania, reina de Sardanapalia en el planeta Sirio; y en 1813 el holandés Willem Bilderdijk, en su Breve relación de un importante viaje aéreo y descubrimiento de un nuevo planeta, narra las aventuras de un viajero en globo que acaba aterrizando en un segundo satélite de la Tierra.
En el siglo xix el inglés George Tucker fantaseó con la existencia de un raro metal llamado “lunarium” que tuviera la propiedad de ser repelido por la Tierra; Edgar Allan Poe propuso en un cuento hacerlo en globo pero el que más se acercó a la realidad fue el gran Julio Verne, quien en su novela De la Tierra a la Luna (1866), imaginó una cápsula espacial lanzada por un enorme cañón. Ojo, no era fácil: ¡Necesitaba 68000 toneladas de carbón!
Levantar la vista al cielo también significa, en algún punto, imaginar paisajes. Infiernos helados, planetas desérticos bañados por un sol abrasador, eriales emponzoñados por lluvia radiactiva… La ciencia ficción ha imaginado otros escenarios más allá de las fronteras terrestres. De mundos livianos a planetas de aplastante gravedad, pasando por sofisticadas creaciones artificiales como la singular Estrella de la muerte. Hábitats que han puesto de manifiesto la vulnerabilidad del cuerpo humano, una fragilidad marcada por miles de años de evolución en un entorno dominado por una gravedad constante. Podríamos pensar en aquella sucesión de planetas que desafían al protagonista de Interestelar de Christopher Nolan, si nos pusiéramos a leer un libro como Misión de gravedad (1954) de Hal Clement, un clásico de la literatura de ciencia ficción con sólida base científica, que termina siendo un verdadero manual de geología planetaria extrasolar y exobiología.

En esta novela, Clement narra la extraordinaria odisea de una expedición humana al planeta Mesklin, un mundo de condiciones ambientales extremas, con una temperatura media de unos 140 grados centígrados bajo cero —que da lugar a la formación de «océanos» de metano líquido y a la caída de «nieve» de amoníaco— y una asfixiante gravedad. Con un diámetro polar de unos treinta mil kilómetros y una gravedad equivalente a unas 700 veces la terrestre (700 g), su rápida rotación, que completa en solo 18 minutos —ochenta veces más rápido que la Tierra—, produce un notorio achatamiento del planeta por efecto centrífugo y una disminución de su gravedad efectiva. Mientras que en la Tierra, el efecto es nimio —suponiendo una Tierra perfectamente esférica, un humano pesaría alrededor de un 0,5 % menos en el ecuador respecto al peso aparente en el polo—, la elevada rotación de Mesklin provoca una notable disminución de la gravedad ecuatorial hasta valores mucho más modestos, solo unas tres veces la terrestre. Hasta aquí la ficción. Los efectos producidos por la rotación en la morfología planetaria son bien conocidos en nuestro propio sistema solar. La Tierra, de hecho, está ligeramente achatada por sus polos: su diámetro ecuatorial –unos 12 756 kilómetros– es unos 44 kilómetros mayor que el polar. Por el contrario, Saturno constituye el paradigma en cuanto a mundos achatados: su diámetro polar, de unos 108 728 kilómetros, se amplía en casi 12 000 kilómetros en su ecuador, merced al acentuado efecto centrífugo producido por su rápida rotación, que completa en solo diez horas. Este efecto nada tiene que ver con el achatamiento aparente del disco solar que puede apreciarse durante las puestas del astro rey y que obedece a fenómenos de refracción óptica de los rayos solares al atravesar la atmósfera terrestre. Pese a que Mesklin se emparenta, en cierto modo, con los gigantes gaseosos del sistema solar, como Júpiter o Saturno, su gravedad parece desmesurada en relación a la de estos. Júpiter ostenta el récord de gravedad planetaria del sistema solar, con unas 2,5 gravedades terrestres, muy lejos de los 700 g de que hace gala Mesklin. En un interesante artículo titulado “Whirligig World” y publicado en la revista especializada Astounding Science Fiction, el propio Hal Clement desvelaba las claves que lo llevaron a la génesis de Mesklin: inspirado en un sistema estelar real, a once años-luz de la Tierra, Mesklin fue diseñado a semejanza del compañero no visible que orbitaba la estrella 61 Cygni, por aquella época el primer candidato serio a planeta extrasolar. Tal objeto tenía unas dieciséis veces la masa de Júpiter, aunque su tamaño era más parecido a Urano que al gigante joviano. Un objeto cuyas características lo situaban en la sinuosa frontera entre una pequeña estrella y un planeta masivo. Un cuerpo así debería poseer una extraordinaria gravedad superficial, cientos de veces mayor que la terrestre. Interesante escenario para una obra de ficción si los viajeros pudiera sobrevivir a semejante gravedad. Dado que la gravedad de Mesklin estaba muy por encima de los límites de tolerancia para un ser humano, se imponía una solución inteligente para sortear el problema. Reacio a emplear el manido recurso a la antigravedad, sin base física alguna, Clement optó por echar mano de la rotación del planeta. Una solución elegante, sin duda, que no tenía estrictamente los problemas físicos derivados de la rotación rápida. Pero como dice la frase: no dejes que la física te cague una buena historia.