Estantes y paneles

Incluido en “Ensayos sencillos”, este texto del gran crítico Noé Jitrik recorre su fascinación por ese lugar que, según dice, le cambió la vida: la biblioteca.

NOE JITRIK

Umberto Eco es un claro ejemplo de eximio lector; entregado a los lúcidos delirios de la teoría, frecuentador infatigable de libros y, por lo tanto, de bibliotecas, las más cercanas, la suya propia, y las más lejanas, la biblioteca medieval en la que encontró lo que otros no vieron, irradió, iluminó, de la filología clásica a la semiótica, como los antiguos monjes que recuperó en sus devaneos narrativos. La biblioteca, entonces, zona de descubrimiento y de experiencia, puede haber formado parte de su imaginario, no cuesta mucho afirmarlo, lo cual explica dos cosas; la primera su encuentro con la obra de Borges, asimismo ligado a bibliotecas, como ocupación primera y última de su vida, inquisidor fantástico de bibliotecas ideales, y la segunda, cuando Eco deviene narrador, la biblioteca como centro de El nombre de la rosa, significante básico, secreto a develar, enigma peligroso en cuyo trasfondo la cultura de la creencia es ¿felizmente? derrotada por los embates de la razón. 

Las bibliotecas, pues, ¡qué lugar! Da que pensar: están ahí, en las casas, muchas pero no todas, y en edificios de diverso porte, desde los modestísimos de las escuelas o de los pueblos o de los barrios, hasta en ocasiones las tan solemnes como los edificios más emblemáticos de una identidad colectiva, de una nacionalidad: en nada la Biblioteca Nacional de Santiago de Chile o la Nacional de Buenos Aires son ediliciamente menos que la Moneda o que el Palacio de Tribunales y ni qué decir que las viejas residencias de los más poderosos plutócratas que levantaron sus palacios en una desolada Buenos Aires de fin del siglo XIX, o de ciertas iglesias y aun de algunas catedrales. ¿Es tan importante el libro, equivalente a un tesoro, como para hacer que se lo guarde en esos sarcófagos silenciosos y recorridos por herederos de los buscadores de oro? ¿Es un objeto de veneración o es que encierra, cuando son muchos y están juntos, todos los secretos de la humanidad, con los cuales no vivimos pero que acechan y sobresaltan y explican nuestra vida? ¿O, como la de Eco o la de Lovecraft, la amenazan?

Roberto Arlt lo tiene en cuenta y lo saca a relucir en un curioso contrapunto que, silenciosamente, aparece en El juguete rabioso: su personaje, acompañado por un grupo de amigos, penetra de noche en una escuela para robar libros y luego, penosamente, trazando un círculo imperfecto, trabaja en una librería de viejo, un remedo o caricatura de la que asaltó, no le queda más remedio, la pobreza parece amiga de la coherencia narrativa porque hay una relación, significante diría, entre la de la escuela y la ruinosa librería de la calle Corrientes. La biblioteca en la que entran furtivamente Silvio Astier y sus compañeros es de una escuela, o sea es pública, de modo que roban un bien común acumulado: ¿es esa acumulación una réplica de la acumulación capitalista y los asaltantes justicieros anarquistas? ¿Hay en ese episodio una escenificación muy particular de la confrontación entre lo público, la biblioteca, y lo privado, la necesidad o el interés de los ladrones? La necesidad es de Silvio Astier, que se lleva un Baudelaire porque lo quiere leer, y el interés es de sus compañeros, que creen que podrán vender esos libros, pero la confrontación no se diluye, nadie la explicita pero ahí está: un enfrentamiento que nos asedia cada tanto como sociedad y nos pone en el dilema de lo propio, que deberíamos defender, y lo ajeno, que intenta despojarnos. Solo que los libros que la biblioteca acumula tienen un obvio doble valor, el material de su costo, y el simbólico que les confiere existencia y razón de ser; unos, los ladrones, sólo tienen en cuenta el primer aspecto, Astier, el segundo, será él, tal vez por eso, quien conducirá la narración, precisamente lo simbólico, será víctima o héroe, se moverá en dos planos, el de la búsqueda de su destino y el del relato mismo, como esa otra forma de estar en el mundo, tan inexplicable como necesaria e innecesaria al mismo tiempo.

No es la única biblioteca que continúa, tal vez sin haberlo previsto, la serie y el tema. La de Lovecraft, que en sus relatos transforma en la de un lugar imaginario llamado Arkham la de su ciudad natal, Providence, a la que concurría asiduamente, para situar en ella los libros monstruosos de los que brotaban esos marítimos seres inverosímiles que tanto fascinaron hace cuatro o cinco décadas. Pero otra, tal vez más patética, es la que Elias Canetti imagina en Auto de fe. El Doctor Kien, su protagonista, ama los libros y los mantiene en la biblioteca de su casa; la biblioteca es su vida y su memoria, es el todo de su existencia de modo que cuando su implacable mujer lo echa de su casa y la calle es su albergue, no se siente castigado porque lleva la biblioteca en su cabeza, libro por libro, es lo único que conserva de todo lo que tenía y que le había sido despojado: el espacio que ocupa, su memoria, es ilimitado, la acumulación subsiste ya no en los anaqueles, se podría hablar de virtualidad pero creo que es más propio hablar de desplazamiento, o sea, de eternidad. 

Como para creer que la de Alejandría subsiste, existe pese a haber sido incendiada, el incendio no impidió que el Aristóteles allí albergado fuera recordado e inspirara a los filósofos árabes y judíos durante siglos.

Por supuesto, no se puede hablar de bibliotecas sin evocar a las de Borges, no la Miguel Cané, donde trabajó varios años hasta que lo desplazaron y lo nombraron inspector de aves y huevos: presumo que esa biblioteca permaneció en su imaginario pues allí escribió “La biblioteca de Babel”, esa obsesiva y enceguecedora disquisición o indagación, ni la Nacional, cuyos pasillos recorría ya casi ciego o ciego. Quiero creer, nadie lo conjeturó, que los hexágonos que tiene esa biblioteca imaginada, la de su relato, recuperan la tímida y hermosa estructura que tenía la de la Facultad de Filosofía y Letras, en la calle Viamonte, una que me es entrañable porque me proporcionó los libros que cambiaron mi vida. Pero hay más: recojo en las que pensó Borges, a partir de esa increíble idea de un catálogo que cubriera toda la realidad, el pasado y el presente y aun el futuro en los infinitos libros y los no menos incesantes anaqueles, una biblioteca que porque está más allá de nosotros remite a la eternidad que yo le imaginaba a la de Alejandría; el relato lo enuncia: “La Biblioteca existe ab eterno”, inicia un párrafo. Imposible detenerse en ese vertiginoso relato, basta pensar en si es pensable una “biblioteca total”, que contenga “todos” los libros escritos por la especie humana; nos conformamos con las que, como la de Salamanca, por donde había pasado Miguel de Unamuno, y yo, en punta de pie por temor a que mi paso alterara la frágil contextura de la materia en la que están esos increíbles escritos, maravillosos recipientes de la evolución de la escritura, o con la heroica de mi pueblo que me proveyó en mi infancia de los primeros libros que pude leer para sellar mi destino. 

Para Borges el tema de la biblioteca como ligada a la idea de totalidad era constante, aunque en diferentes planos: ¿no se vincula tal vez con la idea de totalidad de la memoria, inútil, de Funes, que nos conduce a la dramática e insidiosa pregunta acerca de dónde queremos ir cuando recordamos y sabemos? Y de ahí, en una inferencia posible, dónde queremos ir cuando leemos. Creo que sé qué queremos, la totalidad nos asedia, queremos suturar, en vano, una falta que es como una tierra prometida, que no es por cierto una biblioteca sino sobre todo el espacio de un deseo que pensamos, en vano, que los libros que están ahí o los que guardamos celosamente nos lo proveerán.

¿Será por eso que el primer libro que hemos leído y que no olvidamos nunca —yo no lo olvido nunca— nos lleva a otro y a otro? Ese primer libro, emocionante, nos abre a la emoción del descubrimiento de una capacidad, nos revela cuán insuficiente es esa capacidad y nos pide uno más, siempre uno más, no se llega a un destino, pero vamos de todos modos hacia él, hasta armar esa biblioteca que, como le pasaba al Doctor Kien, llevamos en la cabeza. 

La biblioteca nos pide, escuchamos sus voces, el brazo inicia el movimiento y la mano que saca el libro responde al llamado; es, al principio, el deseo de saber lo que nos depara el encuentro, una parte, mínima pero convincente, de los saberes que constituyen una cultura que el conjunto encierra, pero, más que eso, nos depara la aventura de lo no sabido, el ingreso a lo otro, a la suma de las trémulas emociones y los excitantes riesgos que buscamos para que no nos derrote el monótono transcurso de la vida. Como el amor que nos trastorna y nos cambia y nos hace siempre otros.Mencioné una serie, cuentas de un collar que quizá sigan agregándose. La primera, la biblioteca de mi pueblo y mis primeras lecturas; luego las del barrio, un asomarse a una humildad recolectora y no encontrar respuesta hasta dar con la de la Facultad, que me formó proveyéndome de lo que hasta entonces era impensable y en la que se me hizo normal configurar la mía propia en arduas búsquedas, repetir ese gesto en mi propia casa, elegir yo mismo lo que mis ojos me requerían; y después las impresionantes, la Nacional de París donde me parecía que estaba todo lo que pasaba por mi mente, caprichosa o necesariamente, hasta la de Bloomington donde vi con estos ojos la proclama de la independencia argentina junto a un manuscrito de Mallarmé; la suerte me condujo a la ya mencionada de la Universidad de Fray Luis de León en Salamanca, rollos y papiros, primeros impresos, libros de idiomas extraños, pasando por la del Congreso argentino que parecía estar a mi servicio y que dio paso a la del Colegio de México donde pude internarme en los misterios y desvaríos del descubrimiento y la conquista de América, hasta por fin la Nacional de Buenos Aires en uno de cuyos rincones pude sentarme en la silla que había ocupado Paul Groussac, junto a su máquina de escribir, un encantador esperpento del cual surgieron todas sus inquisiciones sobre un país en ciernes. Y el broche que cierra el collar, la del Instituto de Literatura Hispanoamericana en la que mi viejo deseo de la propia se conjuga con una en incesante formación, contra viento y marea.

*Este texto integra el volumen Ensayos sencillos de la editorial 17 grises que por estos días también prepara la edición de un nuevo libro de Noé Jitrik: Sombras esquivas.

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