¿Aprender a escribir es un mito?

Desde Stevenson a Betina González, una serie de ideas sobre la escritura, la voluntad y el estilo.

MARINA WARSCHAVER

Kerouac proponía escribir sin temor ni vergüenza en la dignidad de nuestra experiencia, nuestro lenguaje y nuestro conocimiento. Es un buen consejo. Una no pretende convertirse en una Dorothea Brande aunque, como decía Stevenson, nada provoca mayor desencanto al ser humano que descubrir los mecanismos y resortes de cualquier forma de arte. Sin embargo, la pregunta que viene al caso sería una de las suelo hacerme cada vez que veo que se abre un taller nuevo: ¿se puede enseñar a escribir? En el primer verso de “Otra reflexión sobre el terremoto y el tsunami (desgrabada letra por letra de una charla en un taller)”, el poeta chileno Germán Carrasco articula alguna idea: 

El poema largo es una torre de naipes 
en donde no importa que algunas cartas 
estén reparadas con cinta adhesiva 
o viejas. Si se sostiene en pie, todo bien, 
difícil tarea sin embargo. La lección poundiana 
de la tensión y la concentración de energía 
corre igual para poemas breves o extensos, 
tenues o acerados 
y se nos olvida a casi todos. 
¿Querría algo así como un estallido, orgasmo 
una especie de ko verbal el viejo? 
¿O el poema dado del que hablaba Levertov? 

Dicen que no se puede enseñar a escribir pero escribir como Carrasco es una forma de hacerlo. Las metáforas que captura logran una síntesis de lo que significa escribir: un poema, una imagen, un sentido. No es fácil. Quizás advertir esa forma de arte sea un primer paso para entender de qué manera hacerlo. Quizás, en definitiva, se pueda enseñar a escribir, pero lo que sea imposible sea enseñar a sentir, a tener cierta sensibilidad. El resto son conceptos parta tener en cuenta. Como decía Heidegger al analizar la poesía de Hölderlin: Sólo hay mundo donde hay habla, es decir, “el círculo siempre cambiante de decisión y obra, de acción y responsabilidad, pero también de capricho y alboroto, de caída y extravío”. Uno de los temas a tener en cuenta para la escritura, desde luego, es el ritmo. Para quien sabe sentirlo –plantea Betina González– el mundo está lleno de ritmo: el de las estaciones, el de las aguas, el de los planetas, incluso el de las enfermedades y en ese sentido está el ritmo de nuestro cuerpo: y es entonces que la metáfora del corazón tiene sentido. Ritmo, recuerda, significa un orden acompasado en la sucesión de las cosas. Una de las tareas de la literatura, reflexiona en La obligación de ser genial, que ya va por su tercera edición, es capturar ese orden: hacer entrar al lenguaje en el compás de las cosas, que es a la vez una forma de narrar más allá de la escala humana, de contar la historia del mundo. ¿De qué se habla, entonces, cuando se habla del “ritmo del lenguaje”? “En un primer momento, creemos entender que se trata de su fluir, de su movimiento, del encadenamiento de sonidos en una frase en la cual se teje a la vez un sentido. Esta sería la segunda acepción de la palabra. La noción de ritmo se instala, entonces, ya en tensión en el centro de la literatura, ese lugar donde el lenguaje quisiera ser su propio árbitro, liberarse de la tarea de representar, de imitar, de ir hacia los modos del mundo, quisiera ceder el suyo propio. La poesía es la forma que mejor vive esa tensión: pinta su propio paisaje.”

 Vuelvo a Carrasco y la metáfora de los naipes y la cinta. 

En un poema breve no puede haber cinta adhesiva 
y las arrugas en una carta delatan de inmediato la jugada. 
Pero quizás un poema extenso 
son poemas breves en pandilla
igual de efectivos en su invasión de ninjas 
aunque reunidos con pegamento, moco a veces 
–la prosa que sobra, los dispositivos transicionales 
y todas esas arrugas y parches que, como en el póker 
o en la ropa para la reunión importante
no deben notarse–. Ese pegamento 
a veces es temático y a veces otra cosa, 
otro clúster de cosas que desembocan muchas veces 
en el preciado silencio 
mejor será 
siempre, amén. 

Poemas en pandilla. Poemas igual de efectivos en su invasión de ninjas. Reunidos con pegamento o mocos. Otro clúster de cosas que desembocan en el silencio. A eso se refiere uno cuando habla de metáfora y de ritmo: sacar al poema del olimpo nerudiano para bajarlo al charco y hacer que el lenguaje también sea a la vez un juego y una batalla.

En sus “Aspectos técnicos del estilo en la literatura”, que se incluye en Escribir Stevenson reconoce lo complicado que es componer un pasaje perfecto: cuántas dificultades entraña, ya sean de gusto o de razón, que deben manejarse bien para que todo encaje. Aunque no hay fórmulas, Stevenson es otro de los que da ciertas pistas como si fuera un terreno liso para dejar caer la patineta de la escritura: el prosista, para empezar, debe tener la característica de conformar frases largas, rítmicas, agradables al oído, sin permitir que caigan nunca en lo estrictamente métrico. El versificador, por su parte, debería conseguir combinar y contrastar ese patrón doble, triple o cuádruple, los metros y los grupos, la lógica, la métrica y la armonía en la diversidad. Ambos, en definitiva, tienen la tarea de combinar con gracia los elementos primarios del lenguaje, formando frases que resulten musicales al pronunciarlas, tejer un argumento en una textura de frases bien hiladas y párrafos redondos, aunque esto sea más importante en el caso de la prosa. Por último, el desafío de escoger las palabras adecuadas, las más explícitas y comunicativas. Stevenson lo escribió en 1885. Podría parecer anticuado. Volvamos a ataviarnos con el traje de Dorothea Brande, que en 1938 escribió que ningún escritor o escritora aprenderá a escribir si no sienta el culo en la silla y se quema los párpados con un texto. Perdón. No lo dijo así pero esa fue siempre su idea y ciertas cosas básicas nunca cambian.

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