Un libro y una escena infantil

Ocho apuntes para una presentación de Deconstruyendo al Joyce de Lacan de Nicolás Cerruti

Edgardo Scott
James Joyce

1.
El libro de Nicolás Cerruti podría decirse que se abre con una escena infantil: un chico más grande se jacta ante otro de que a sus nueve años ya había leído el Ulises. Es, por supuesto, una escena imposible, aunque a la misma edad Borges –cuenta la leyenda– tradujera El príncipe feliz, de Oscar Wilde. Es que se trata de la arrogancia, esa divisa tan cara a Joyce y a cualquier genio. Sin embargo, ¿qué es la arrogancia? El paroxismo de la convicción, la forma defensiva y prepotente del estilo, podría decirse. “El analista se autoriza de sí”, me dicta mi lacaniana asociación libre.
En aquella escena, el otro chico, que es el autor de este libro, va a perder a su hermano, pero  va a recuperar esa escena. Y además va a leer a Joyce. No sólo el Ulises. Todo Joyce. Porque a un hermano se lo venga, claro, y la venganza, como se sabe, es un plato que se sirve frío. Curarse de la vanidad infantil es aceptar la vanidad última, la vanidad adulta. ¿O cómo se llaman las pinturas con la calavera?: Vanitas. En la vida adulta no es tan grave ni injuriosa la vanidad. Hasta puede ser divertida, excéntrica. Mucho peor, la falsa modestia. La vanidad o la arrogancia es solo una máscara que cada cual usa si le gusta, si le viene bien, si le sale, si la tiene a mano. Joyce le avisa a Nora, y Cerruti lo subraya: “¿Es que no ves la sencillez que hay tras mis disfraces?” Todos llevamos máscaras.

2. 
Me gusta cuando Cerruti señala, pegándole a los lacanianos más toscos y aburridos: “Es claro que Lacan ficcionalizó a Joyce”. Me gusta porque eso nos despeja la vía de ficción que tiene toda teoría. Podríamos formular improvisando y reformular improvisando la cita de Lacan –“Toda verdad tiene estructura de ficción”: toda teoría es una ficción. La teoría es una ficción. También la teoría lacaniana. Eso no quita que –y hablando en lacaniano–, haya un real en la teoría. Como en la máscara. Pero un real no es lo real. La teoría es la teoría y tiene acaso la misma distancia con la práctica que la realidad con el arte. Dimensiones o líneas paralelas, como captó Charly, otro genio, pero nuestro, en esta última etapa donde parece, un poco como Lacan, jugar con nudos, resumirse, concentrarse, volverse un extracto o un dibujo en apariencia muy sencillo. 

3.
Cerruti retoma la curiosa ignorancia de Lacan sobre la “epifanía” joyceana. Epifanías que, sobre todo, el lector podrá encontrar en cada relato de Dublineses, libro donde Joyce inventó el relato contemporáneo. Ese tipo de relato que recorre toda la literatura norteamericana del siglo XX, Salinger, Carver, Cheever, Grace Paley y, por supuesto, Hemingway y que llega hasta el cine argentino de Rejtman o hasta tantos cortos o cuentos malos donde, como se dice, “no pasa nada”. Joyce inventó esa forma breve invocando al espíritu santo. Que no es otra cosa, como bien lo sabe Cerruti, que el lenguaje. 

4.
El duelo por el hermano (y el duelo propio, infantil, con el hermano) se hace leyendo a los padres. La vulgata dice que el psicoanálisis enseña a matar a los padres. Y es cierto. Pero matarlos, se ve en este libro, es leerlos. Leerlos bien. Bien leídos, los padres estarán bien muertos. Acá mamá y papá son Joyce y Lacan. Y yo agregaría al tío Ellman, al gran Richard Ellman, que escribió la mejor biografía del siglo XX, y a la que todos le debemos tanto. 

5.
Y quizá la operación de deconstrucción que introduce Cerruti ya desde el título hable menos de Derrida que, mediante un verbo caro al presente, a lo actual, cuando hoy todo parece deconstruirse o querer deconstruirse, decía, quizá la operación de deconstrucción sea la operación de relectura. Releyendo al Joyce de Lacan también se podría llamar el libro. Una operación que en realidad es de lectura. La relectura no existe. Revisar o corregir una lectura es seguir leyendo. Nadie vuelve a leer. Lee. Leer es siempre, fatalmente, ahora, en presente. Y lo cierto es que no tantos hacen el esfuerzo de leer a estos dos cíclopes de mil ojos. Cerruti se animó, y el esfuerzo –el autor lo metaforiza desde el comienzo del libro–, es comparable a recorrer en bici la Argentina. La hazaña descartada para que ocurriera esta aventura. 

6.
La pregunta clave que sitúa Cerruti, esto es, “si el psicoanálisis está en condiciones de decir sobre el deseo del artista” y que en cierto modo impugna la interpretación lacaniana y diagnóstica de Joyce (pero no su teoría del sinthome), me trajo el recuerdo de aquel título de Piera Aulagnier, La violencia de la interpretación. En realidad, interpretar a un sujeto fuera de transferencia es una salvajada del psicoanálisis. Un error que la práctica tiene bien claro y que aunque todos sabemos que es un error siempre reincidimos. Yo pienso que esa reincidencia se debe a una necesidad de la teoría, y de su propio deseo. Y ahí una vez más está el puente ilusorio entre teoría y práctica. 

7.
A propósito, la única vez que estuve en Dublín, fui al cementerio de Glasnevin y visité la tumba de John Joyce, es decir, la tumba del padre de Joyce. Como ustedes saben la tumba de Joyce está en Zurich. Así que me las arreglé con el padre, y con todos los amigos y amigas, vecinos y vecinas que están ahí enterrados, mientras siguen tan vivos en el Ulises. El cementerio tiene un giftshop donde están los libros de Joyce. Así que el hijo no está enterrado junto a su padre, pero sí están sus libros, a pasos de su tumba. Matar a los padres es leerlos bien. Y si se puede, reescribirlos. 

8. 
Por último, escribe Cerruti: “Tal vez no quise describir más que la responsabilidad de un síntoma”, lo dice mientras termina el libro echando a andar. Con eso alcanza, se me ocurre decirle.