La realidad es una sátira

Luciano Rosé habla de su nueva novela

Paula Puebla

En poco más de cien páginas, con una prosa afianzada e invitante, Luciano Rosé traslada un Silicon Valley al paisaje manso de Miramar. El resto sintético, título publicado por el sello independiente Bucarest, pone a dialogar la tecnología con la inoperancia, el dinero con la impotencia, la fuerza bruta del desarrollo de humanoides e inteligencias artificiales con la fuerza bruta a secas. Rosé da el primer paso en el cuadrilátero de la ficción con una novela de contrastes y de ideas sin desatender las picardías de nuestras marcas nacionales y las motivaciones más íntimas de sus personajes.

— Escribís en Revista Paco artículos entre lo periodístico y lo ensayístico. ¿Cómo es el pasaje a un proyecto de largo aliento que además es ficción? ¿Cómo trabajaste la novela?
Fue bastante más orgánico de lo que me imaginaba. Porque encontré que los temas que trataba, en esencia, no eran muy diferentes y lo que encontré con mucha satisfacción fue que el ámbito de la ficción me permitía pensar y jugar con algunas ideas que, por ahí, por más literario que sea el género del ensayo, quedaban limitadas en algunos aspectos. Fue un poco traumático porque, obviamente, tuve que adaptarme a ciertas convenciones o cuestiones técnicas que, como lector, no notaba o daba por sentado. Parecen cosas sencillas y mundanas pero, cuando te sentás a escribir, no es tan fácil que la narración fluya, que tenga cierta cadencia, ¿no? Pero en relación al contenido, al espíritu de relato de ficción, me resultó bastante orgánico.

— ¿Avanzaste de a capítulos? ¿Tenías textos escritos de antes y decidiste transformarlos en novela o fue una idea que nació de cero?
Fue una idea desde cero y fui avanzando capítulo a capítulo. Lo cual, supongo, no es en absoluto recomendable porque el abismo al final de cada capítulo es mayor cuando no tenés un mínimo plano arquitectónico de tu historia. Es un aprendizaje para la próxima.

— La historia comienza con una reunión de lo que podríamos llamar “el círculo rojo” en un gran auditorio. Manteles de cáñamo, menú cien por ciento orgánico, cocinas a base de energía solar, bailarines transexuales, tragos de autor, selfies y jugo de Ayahuasca. ¿Constituye todo esto una sátira de la cultura woke? ¿Por qué esos elementos y no otros?
Exactamente. En algún sentido, el comentario estaba hecho al describir el escenario, la escena misma, con imaginar cómo se desarrollarían los eventos ahí. Por eso digo que es orgánico, porque en algún sentido me parece casi realista. No veo muy distante que haya una reunión de empresarios, con eso que llaman “responsabilidad empresaria”, donde se le da lugar a pequeños productores orgánicos, se le da representación a las disidencias y minorías, pero que, en última instancia, es todo un gran maquillaje. Entonces sí, es una sátira, y a la vez me parece que la realidad ya llegó a un punto en el cual es una sátira. Casi con hacer una extrapolación en escala 1 a 1, cambiando pequeños elementos, el efecto es satírico, no es tan diferente a lo que pasa con la cultura woke.

El resto sintético retoma las zonas de interés de tus artículos y, como consigna la contratapa de Juan Terranova, “presenta una trama donde la promesa de la abundancia comienza a encontrarse con los límites de los paisajes telúricos argentinos”. ¿Qué posibilidades estéticas y temáticas te ofrece este encuentro?
Me parece que la Costa Atlántica funciona como una especie de paisaje en donde se replica un poco el escenario mental de alguno de los personajes, donde hay cierta pretensión o aspiración de lujo y de ampulosidad, que nunca termina siendo lo que promete ser. Pinamar nunca termina siendo Miami o Punta del Este. Y vos vas ahí y la pasás bien y demás, pero siempre te das cuenta de que hay una aspiración a ser algo que no se puede. Y a la vez, ese rulo medio melancólico tiene cierta añoranza. Porque es el lugar de vacaciones de nuestras infancias, para muchos, entonces hay una especie de nostalgia, de cariño. Ese rulo en el cual están enganchados los personajes, creo que más allá de la cuestión capitalista, tecnológica y demás, es el rulo en el que estamos enganchados todos.

— ¿Y por qué Miramar?
Por una cuestión estrictamente biográfica. Como buen judío porteño, vacacioné en Miramar durante toda mi infancia. Y dejé de hacerlo cuando se vendió la casita familiar en la costa. Tengo en mi cabeza el mapa de Miramar claramente visualizado.

— El segundo hombre más rico del mundo, fundador de la primera colonia en Marte, Larry Ewin, aparece como contrapunto de Esteban Ramírez y Pablo Di Marco, dos sujetos ligados a actividades un poco viscosas, un poco turbias. ¿Qué ocurre en esta colisión entre la panacea tecnocrática y la condición humana? ¿Ves ahí una imposibilidad que intenta ser suturada con humanoides?
Me parecía divertido plantear ese contraste porque, en algún sentido, me imagino que eso pasa en el primer mundo también. Estas aspiraciones prometeicas tan totalizantes chocan con, no sé, los laburantes de Amazon que se quieren agremiar para no tener que defecar en pañales durante su horario de trabajo. Entonces, bueno, traerlo al folclore nacional me parecía que hacía ese contraste todavía más gracioso. Y los humanoides serían como ese resto al que alude el título, es eso que no puede terminar de ser asimilado por esa narrativa. A mí se me ocurre que, en lugar de suturar lo imposible, la tecnología en la ciencia ficción aparece para habitar lo imposible. Los humanoides aparecen como esa cosa fallada, amenazante.

— Que al mismo tiempo, muestran que la falla es doble. Fallan como humanos y fallan como máquinas.
Sí. Es un poco la influencia medio inescapable de Philip K. Dick. El androide que es consciente de sí mismo, el humano que es consciente de su propia neurosis o de su propia locura.

— Hay algo muy interesante en la novela que es algo que está muy poco escrito, muy poco explicitado, narrado. Y es “la bestia”, una cabeza gigante, dueña de decenas de tentáculos, que emerge desde el mar. ¿Qué me podés contar de una presencia tan fuerte que, al mismo tiempo, se sostiene como una incógnita? ¿Qué buscaste ahí?
Eso fue algo muy inesperado en la narración. Apareció como parte del escenario en el cual se iba desarrollando esta historia principal y, en algún punto, ese escenario se empezó a comer el lugar protagónico. Me parecía que la bestia funcionaba como esta especie de presencia misteriosa que no se termina de dilucidar del todo qué es, y a mí como lector, siempre que hay una cuestión misteriosa en la trama, me atrapa mucho, me empuja hacia adelante la lectura. Al escribir me di cuenta de que me daba ganas de ir dosificando eso y supuse que, en el mejor de los casos, al lector le podía pasar algo similar.
A la vez la bestia funciona como una metáfora muy potente, porque es esta cosa abyecta, horrenda, que irrumpe, que fascina, que aparece como aniquilación pero también como lugar posible de salvación. Creo que funciona como una condensación muy gráfica de la ambigüedad que atraviesa a todos los personajes, que es un poco lo que más garpa al momento de escribir una ficción. Los personajes ambiguos, conflictuados, difíciles, que no te resultan ni del todo buenos ni del todo malos. Eso me alivia un poco como lector también, poder encontrar un personaje que me genera rechazo, y a la vez, que me genere cierta empatía, cierta calidez. Este monstruo es una forma un poco hiperbólica y ridícula de poner ese trompo en el escenario de la historia, casi como si fuese el amuleto que me indica el camino a seguir, para que no me extravíe. Como un crucifijo.

— Hablaste de vos como lector. ¿Por qué autores estás más influenciado? ¿Por qué autores se influenció El resto sintético?
Lo primero que pienso es en todo el universo de la Revista Paco, porque mis escrituras iban por esa línea y también las lecturas de la revista, de la cual era lector antes que colaborador. Un poco me fueron colonizando la mente y me fueron llevando por esos lugares, esas representaciones, ese imaginario, ese cruce de la tecnología con la cultura, pero también con el tono de no tomarse demasiado en serio a uno mismo. No porque los temas no sean serios, o porque uno no sea un escritor en serio, sino por poder tener esa distancia. Ahí yo me siento muy cómodo.
En esa misma línea, creo que los autores que más me influyen escriben desde ese lugar medio satírico, medio dislocado. Me gusta mucho Don De Lillo, Ballard inevitablemente, Philip Roth; Vanoli me parece un capo, creo que le robé bastantes cosas a su novela Cataratas.

— Una pregunta habitual, para los que no somos de Letras, es cómo llega un médico psiquiatra a escribir una novela. ¿Cuánto pensás que hay o llevás de tu práctica profesional a la literatura?
Primero, hay como un malestar en relación a que se perdió un lugar de pensamiento dentro de la psiquiatría. En algún momento, el psiquiatra era un humanista, un intelectual. Eso fue degenerando cada vez más en un lugar técnico muy concreto y entonces los psiquiatras o se hacían psicoanalistas o se hacían farmacólogos. En mi caso, me siento más cerca del psicoanálisis que de ser un farmacólogo, pero me parece que sigue habiendo una falta en la profesión para pensar algunas cosas. La ficción es un terreno donde se pueden poner a jugar ciertas ideas que el género literario de la psiquiatría, por redondear para arriba, que es un paper científico, no permite de ninguna manera pensar. No existe que un psiquiatra escriba en un registro más ensayístico desde el lugar de psiquiatra. Eso está perdido. Y la escritura desde ese lugar no tiene que ver con escribir sobre la locura sino, en todo caso, compensar cuestiones que tienen más que ver con lo social. Es más el vínculo con los colegas y las instituciones lo que me lleva a querer escribir que el vínculo con los pacientes o que enfrentar situaciones de mucha locura.

— ¿Qué es un libro para vos?
Es un objeto que, si es bueno, nos habilita a detenernos a pensar un poco. Y es un bien de lujo también, el único que sigo consumiendo.