Zela
El autor de El indio salario y Escolástica peronista ilustrada lee las resonancias poéticas del inclasificable Ricardo Zelarayán
Carlos Godoy

La obra de Ricardo Zelarayán siempre me pareció extraña, un poco incomprensible, un poco inclasificable. Antes de venirme a vivir a CABA en los albores del primer kirchnerismo, se hablaba de él como el autor escondido padre de una generación. Como el Burroughs de los Beatniks. Como no lo entendía llegué a pensar que era un idiota incapacitado para entrar al universo de su obra.

El poema de Cucurto que había ganado el premio del Diario de poesía en 1998, “Zelarayán” seguramente contribuyó a esa mitificación temprana. Y a la vez es la pista fundamental de que Zelarayán fue un invento de Casas, Durand y Cucurto: tres zorros libidinosos e incómodos, en ese entonces.
Recuerdo que en uno de esos viajes que hacía a CABA compré La piel del caballo (1ra ed Catálogos 1986, última ed Adriana Hidalgo 2018) en una librería de usados en la calle Corrientes: inentendible. En otro viaje Arturo Carrera me regaló varios libritos de una editorial chiquita que dirigía. Se llamaba Mate y eran unos libritos mal impresos, mal maquetados pero muy lindos en su objetualidad. Recuerdo que había uno de César Aira, otro de Paul Groussac y La gran salina de Zelarayán, que se publicó originalmente en La obsesión del espacio y ahora se incorpora a la poesía reunida en Ahora o Nunca. Ese poema estaba realmente bueno. Y todavía lo está. Cito un fragmento:
La locomotora ilumina la sal inmensa,
los bloques de sal de los costados,
yuyos mezclados con sal que crecen entre las vías.
Yo vacilo….
y callo….
porque estoy pensando en los trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.
La palabra misterio hay que aplastarla
como se aplasta una pulga,
entre los dos pulgares.
La palabra misterio ya no explica nada.
(El misterio es nada y la nada no se explica por sí misma.)
Habría que reemplazar la palabra misterio
(al menos por hoy, al menos por este “poema”)
por lo que yo siento cuando pienso en los trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.

Encontré varias cosas rítmicas de Daniel Durand, mucha chispa horny cucurteana y esos engendros de referencias forzosas a la filosofía de Casas. Pero además y ante todo, era un poema federal sobre el desierto de sal del noroeste cordobés.
Después me vine a vivir a CABA y durante los primeros años me dediqué a ver a todos. En ese momento Casas tenía un departamento que era un piso en San Telmo. No sé dónde vivirá ahora. Una tarde que lo fui a ver me pasó el teléfono de Zelarayán. Lo tenía anotado en un cuaderno a rayas. Me dijo “mirá que es una araña pollito, eh?”. En realidad no era el teléfono de su casa, era el teléfono de un geriátrico o algo así, donde estaba alojado.
Con el ímpetu de la juventud lo llamé para entrevistarlo. Logré que me pasaran con él y hablamos muy poco. Tenía que repetir a los gritos cada frase, estaba sordísimo y me dijo que no estaba bien de salud para que yo le haga una entrevista. Años después me enteré que en ese momento estaba en reposo porque le acababan de amputar una pierna.
Ahí, digamos, perdí el rastro de Zela. Hasta que accidentalmente me encontré con un texto de Sebastían Robles en un blog:
A Zelarayán no le importaba sacarse la comida de la boca y dejarla en el plato, ni comerse los mocos en frente de cualquiera con total y absoluta tranquilidad. Entraba sin saludar, se iba sin despedirse y solía pasarse horas quejándose de sus múltiples dolencias que uno sospechaba no podían ser tantas ni tan terribles como él las describía. Era sordo como una tapia y rara vez seguía una conversación. No le interesaba nada ni nadie que no fuera él mismo. Por momentos su presencia me resultaba divertida, pero la mayoría de las veces lo ignoraba o buscaba alguna excusa para irme a otro sector de la casa donde no estuviera él.
Texto que después se retoma en una especie de correspondencia digital o entrevista entre Robles y Juan Terranova que publica la revista Paco y que se expande y desglosa en 3 capítulos: Zelarayán 1, Zelarayán 2 y Zelarayán 3, convirtiéndose en una especie de biografía definitiva sobre la vida de Zelarayán.
Vemos en cada intercambio cómo el anecdotario deja de ser una acumulación de eventos graciosos para sumergirse en una especie desmembramiento público de la dejadez en la vida de Zelarayán para traer, quizás, uno de los miedos más fuertes que puede tener el artista o escritor comprometido con su obra, que es perderse en los engranajes de la vida económica sin llegar a traducir el talento o la genialidad estética en un resultado productivo.