La literatura y la vida
Fragmentos de un discurso sobre el arte de leer el encuentro
Annick Louis

Con su inmodestia habitual, afirma Borges en “La flor de Coleridge”, que va a intentar “ejecutar un modesto propósito: la historia de la evolución de una idea, a través de los textos heterogéneos de tres autores”[1]. Semejante programa, el de una historia literaria que se articulara en función de ejes narrativos menores y armara un corpus inesperado, sin embargo, fuera de sus propios intentos y de algunos de las literaturas comparadas, no ha sido realmente aplicado por la crítica literaria. Flechazo de Luis Gusmán realiza este proyecto borgeano, desafiando los límites de la institucionalización de la literatura, como suelen hacerlo quienes se sitúan entre la creación literaria y la crítica, del lado de la lectura. Una lectura profesional, pero no académica, que funciona en base a asociaciones destinadas a explorar una de las cuestiones a que nos enfrenta permanentemente la literatura: la representación de encuentros, desencuentros, y adioses en los textos y en todo aquello que rodea la literatura en sus realizaciones contemporáneas, como cartas, biografías, leyendas, diarios…

Flechazo se abre con una presentación, “El comienzo de la aventura”, y se organiza en tres partes, “Encuentros”, “Desencuentros”, y “Despedidas”, cada una de las cuales comprende dieciséis capítulos, con títulos que proponen pequeños enigmas al lector. Gusmán narra en cada capítulo episodios tomados de diferentes obras literarias, algunas conocidas y clásicas (Rayuela, Pedro Páramo, Crimen y castigo, El gran Gatsby, Madame Bovary…), renovadas por su lectura que se concentra en elementos poco atendidos por la crítica, incluso en algunas de las más célebres escenas de la literatura occidental. También se detiene en películas, episodios biográficos y autobiográficos, intercambios epistolares, combinando autores que pertenecen al canon internacional (Joyce, Borges, Flaubert, Rulfo, Dostoievsky, Truman Capote, Pasolini, Schwob, Hawthorne, Conrad), y otros menos conocidos o que vienen de nuestro propio panteón nacional (Güiraldes, Silvina Ocampo, Vera Caspary, Anna Ajmátova, Matilde Sánchez…). En este sentido, se puede decir que los encuentros, los desencuentros y los adioses son como mirar por un catalejo invertido, tal como lo explica en “El catalejo de Marlow”: permite ver al revés, no lejos sino cerca lo que ya está cerca. O, en las palabras de Goethe, recordadas por Borges, y retomadas por Gusmán para cerrar el libro: “Todo lo cercano se aleja” (“Alles Nähe werde fern”, 238).
El “flechazo” al que alude el título es definido del siguiente modo: “Lo que se llama flechazo es una coincidencia que se dispone de manera arbitraria del tiempo y del espacio.” (15) No se trata, sin embargo, únicamente del amor a primera y a última vista (como diría Baudelaire), sino también de su otra cara, los desencuentros y las despedidas (en plural, como lo afirma: “Los adioses es el plural que revela que toda despedida nunca sucede en una sola vez.”, 227). Estos encuentros pueden ocurrir entre hombres y mujeres, como en algunos de los relatos dedicados al amor y su fuerza devoradora (“La estación Nizhni”, “No se puede vivir sin amor”, “El vestido Lila”); pero también pueden darse entre amigos, como en “Dos sombreros”, donde se narra y reinterpreta el encuentro entre Bouvard et Pécuchet. Así mismo, los encuentros, desencuentros y adioses se dan entre una persona y otros entres: objetos, libros, la ceguera, un monumento, una fotografía, un cuadro, una imagen proyectada, un recuerdo, un muerto, una moneda, una dedicatoria (como la del libro: “Para mi hija, Margarita”). Pueden ocurrir entre niños (“Una mirada atrás”), en espacios cerrados (en los trenes, en “Extraño encuentro”), o en espacios abiertos, como en el magistral “Historia de una muñeca”, que muestra un Kafka escribiendo cartas en nombre de la muñeca que una niña perdió, y que el escritor encuentra en un parque, que toman la forma de la autobiografía. Pueden ser en la tierra como en el cielo (“La promesa”, donde el Juan Preciado de Pedro Páramo es el instrumento para que se encuentren el cielo su madre y Eduviges). El arte del flechazo y sus contracaras conciernen, por lo tanto, al discurso amoroso, como al afecto y a la proyección, y son esencialmente, como lo señala Gusmán, gestos asimétricos, que, a veces, pueden tomar la forma de la coincidencia.

Como sugerimos, Flechazo construye, a partir de este eje inusual que es la yuxtaposición ambivalente de los encuentros, desencuentros y despedidas, una historia literaria con características específicas. Como se lo explicita en “Una confesión”, relato de los encuentros de Henry James con Flaubert, primero con la publicación en diario de su Madame Bovary, luego con el escritor, la historia oficial de la literatura funciona como un garante de la veracidad del encuentro. Pero la posición asumida por Gusmán es otra, tal como aparece en “Sombra”, donde afirma que Ricardo Güiraldes fue víctima de dos circunstancias que, cuando coinciden, pueden malquistar a un autor, su clase social y su lugar en la historia literaria, y propone la definición siguiente: “La historia de la literatura, lo dije, es como la valija de Frankenstein: un equipaje de pedazos informes.” (194) Flechazo va enhebrando fragmentos que organizan las lecturas de una vida de letrado y escritor, para proponer una interpretación original de las obras, y de la relación entre vida y literatura.
Así, en “Encuentro en el Mississipi”, donde Gusmán narra el cruce de Popeye y Benbow, en la novela de William Faulkner, Santuario, se detiene en un detalle que no es precisado por su autor: “Nunca sabremos el título del libro que Benbow llevaba en el bolsillo.” (46) Otras funciones del crítico-narrador en Flechazo, además de subrayar lo no dicho por los autores, son interpretar escenas, agregar, imaginar, interrogarse, siempre produciendo relatos que, simultáneamente, son nuevos y ya han sido contados por otros escritores. Los autores convocados construyen una biblioteca, un mecanismo que se pone en evidencia en “La pequeña Hamlet”, donde el rastreo del amor loco nos lleva de Malcolm Lowry y André Breton a Matilde Sánchez, pasando por un poema de Auden, Mme Bovary, Adela H de François Truffaut, Scott Fitzgerald, Shakespeare. El carácter vasto y variado de los autores y textos que desfilan en las páginas de Flechazo no convoca, sin embargo, la enciclopedia, puesto que no siempre el narrador precisa sus fuentes; en algunos casos ni siquiera revela la identidad bajo un seudónimo, como en “El loro de Forero”. Se crea así una complicidad con ciertos lectores, pero que no excluye a quienes no pueden reconocer a los autores y obras detrás del relato, porque lo esencial es precisamente lo narrado, y el modo en que la sensibilidad del crítico-narrador lo organiza: la disposición de los elementos marginales que lo inquietan en “lo literario”, para compartirlos con nosotros, sus lectores, es lo que define la originalidad de este crítico-narrador, y nos arrastra en una lectura apasionante.

A esta lógica de Flechazo no escapa Gusmán, que se pone en escena en dos relatos. “El fantasma del escritor”, donde narra sus desencuentros con Roland Barthes en ocasión de su primera estadía en París, en 1979, y donde el duelo por la muerte de la madre transforma a Barthes en un fantasma posiblemente capaz de negar su propia identidad; “Los pasos perdidos”, donde relata el modo en que su madre lo llevó a despedirse del cuerpo de Evita, cómo Perón lo alzó en brazos, un recuerdo puesto en paralelo con el relato de Cabrera Infante sobre Capablanca. Porque los encuentros son aquí también adioses, y convocan el modo en que la muerte constituye un final que nos deja ante una asimetría ineluctable. Así lo recuerda Gusmán en “El comienzo de la aventura”, citando al Pirandello de Kaos, la célebre película de los hermanos Taviani, que dice a su madre muerta: “El problema es que vos ya no me podés pensar.” (17).
Ante Flechazo, todo lector se pregunta: ¿a qué género pertenece este libro? ¿crónica? ¿crítica literaria? ¿una forma particular de autobiografía? A todos ellos, de algún modo. La imposibilidad de reducir esta obra a un género identificado e identificable contribuye al placer del lector, y pone en evidencia la eficacia de su equilibro. De un modo sutil y original, Flechazo resignifica la idea de la literatura como clave de interpretación de la vida, y pone en evidencia lo que nos aporta para organizar nuestra propia experiencia, y pensarla. Siempre y cuando aceptemos que la inscripción de la literatura en nuestras vidas y de nuestras vidas en la literatura escapa a toda forma de determinismo.
[1] Otras Inquisiciones, Buenos Aires, Sur, 1952, p. 17.