Escribir la no lectura

En un nuevo ensayo inédito de su serie, Francisco Bitar se sumerge en la cuestión misma de la escritura ensayística.

FRANCISCO BITAR

Cuando se tienen hijos chicos, es importante encontrar, con el objeto de no perder la cordura, el punto de fuga, la manera de alternar momentos de atención hacia afuera con otros de introspección, sin dejar de hacer del todo lo que se está haciendo: ir a la plaza, pasear por el barrio, jugar en la bañera. Esta maniobra de distracción interior es extensible al conjunto de mis ocupaciones: con cada una que aparece (y la de tener hijos lo pone de manifiesto de una manera especial, mezclando atención con cuidado, al contrario de otras, como el trabajo, donde el cuidado cede ante la mera regulación de la energía, la suficiente apenas como para no perderlo), con cada ocupación, decía, se hace visible mi incapacidad para aplicarme a un asunto en exclusiva: ese asunto debe permitirme el emparejamiento con otro para volverse viable. En suma, un asunto puede revelarse nuevo y agregarse a mi vida sólo a condición de que me permita tensarlo con el otro, el segundo asunto, que no cambia.
Dicho en otras palabras, ahora ordenadas: es sólo sobre el fondo que no cambia del segundo asunto —la escritura, la fantasía— que me permito agregar lo nuevo. De ese modo, igual que un huevo pinchado, el trabajo pierde contenido hasta reducirse a una cáscara: incluso cuando me dedique a él, no lo hago por lo que hay en su interior sino con el propósito de que alguien más pueda constatar que lo estoy haciendo (y así me dejen en paz, mientras me pierdo en el segundo asunto); con mis hijas, ocurre que el segundo asunto suele tejerse con el primero, es decir, con el cuidado que les prodigo: encuentro en un modo de jugar, una figura reconocible en mi propia fantasía; en el hecho gratuito de destrozar un juguete, por ejemplo, la revelación de una idea fabulosa, de inmediato olvidada (esto pasa especialmente cuando alguna de ellas ahoga un muñeco en la bañera, desde que es en la ducha donde a mí también se me ocurren, para perderlas al instante, las mejores ideas).

Quizá esto sea para mí la escritura: la fantasía que me sustrae de cualquier ocupación, la cara interior de la vida, que necesita de ese reverso para volverse soportable o para enriquecerse con uno u otro significado. En cualquier caso, lo anterior incluye también a la práctica de leer: tanto es el tiempo y la atención que demandan mis hijas y el trabajo, que es imposible llegar hasta el sillón de lectura y realizarla efectivamente. En todo caso, no es posible hacerlo de un modo aplicado, completo: si quiero que mi lectura alimente el segundo asunto, mi fantasía, no podré hacerlo del modo convencional, recorriendo de punta a punta un libro para levantar la cabeza allí donde un pasaje active el resorte de la inspiración.
A falta de una ruta de derivación que salga del camino mismo de lo rutinario (por etimología, lo rutinario es la ruta que me lleva derecho a los mismos lugares), le pido a la lectura que me proporcione un punto de fuga veloz y ligero, que yo pueda llevar de acá para allá durante el trance de mis ocupaciones: se trata de lo contrario de una bibliografía que no sólo demandaría horas de lectura sino que pediría de mí un espacio equivalente para examinarla al pie de la letra: un estudio o biblioteca, por los que sólo estoy de paso. Lo que necesito es apenas un párrafo que me permita soñar en exteriores, una idea o menos que eso, la mitad de una. Y bien, es justamente lo que hago desde el nacimiento de Rosita, mi hija menor, de la siguiente manera: leyendo a razón de un ensayo por día.

Es que el ensayo resulta el equivalente exacto de una media lectura. Esto se debe a su sustrato crítico, por el cual me ahorro la lectura de la mitad que falta, justamente la de ese libro al que el ensayo refiere. En ese caso, ¿por qué no leo mejor un resumen del libro que no pienso leer, o mejor: el texto de contratapa, que además de reducirse a un solo párrafo me garantiza la ilusión de una experiencia “inigualable”, la de “escritores únicos o insoslayables”, etc.? Es que mi comodidad, si bien se adelanta en mí a cualquier otro modo de estar en el mundo, se ve casi insultada en su gracia por esos textos breves que me igualan a los compradores de libros. Un texto de contratapa es lo contrario de la media lectura: es la lectura completa menos el libro que tiene por detrás. Lo que significa que, además de proscribirme de la lectura del libro, le debo a este texto impertinente y normalizador la imposibilidad de agregar la mitad restante. 

Entonces, para que yo pueda agregarme con la otra mitad, necesito de la clase de lectura que no sólo me ahorre el libro sobre el que habla: hace falta que esta forma permita a quien escribe quedarse a mitad de camino, de modo que yo pueda circular por la otra mitad. Esto es el ensayo: no lo a medias formulado, sino la clase de formulación recorrida de punta a punta por el temblor del ensayista, y cuyos frutos pertenecen a las formas de lo indeterminado que ese temblor fecunda: la vacilación, el zigzagueo, lo inconcluso: no el sentido sino el asedio de un sentido que está siempre anunciándose: la referencia a un rubor, y la constante postergación del sentimiento que lo ha suscitado. Acá es donde me instalo como no lector, o en todo caso, es acá adonde instalo mi comodidad: en los puntos suspensivos del ensayo, en lo todavía abierto que me acompañará en mis diligencias. (Mi comodidad se revela de este modo activa: lo que quiero no es la ausencia total del trabajo sino el trabajo utópico, que se hace sin esfuerzo: el trabajo de la fantasía).

Aun escrito en la soledad de aquel temblor, que corresponde al ensayista, el ensayo revela la forma gregaria por estructura: el espacio que se abre en esa experiencia vacilante de escritura es exactamente adonde yo voy a circular como lector. En esto, el ensayo toma distancia de la literatura de ficción, que, tal como lo ha señalado Daniel Durand, no necesita lectores cuando es buena; pero tampoco se parece a la mala literatura, que mientras peor sea su calidad, de más lectores necesita. El pacto del ensayo es de uno a uno, porque, en el diseño apretado de sus vacilaciones, me hace pensar que no hay espacio para más de un lector, que soy yo. 

En esta lógica de intimidad, el ensayo evoca su forma prototípica, que algunos ubican en el diálogo socrático o en las epístolas, por evolucionar a partir de una voz que va hacia otro, quien hace de muro de contención y permite reformular o derivar una idea. En el ensayo, sin embargo, este diálogo se unifica en una sola voz, afantasmando la segunda (en todo caso, era en su fase anterior, la del diálogo o las epístolas, que esa segunda voz aparecía como artificio al corporizarse). De este modo, el ensayo parece devolver una imagen del soliloquio, y en general se presenta como su evocación: la voz que profiere nuestra inteligencia, en intercambio constante con la parte interna que escucha, y que al hacerlo arregla y encausa lo dicho (en los intersticios de todo ensayo es posible reconocer aquella segunda voz silenciosa, que modela, reformula y tabica a la primera voz, la que habla).

Es por este aspecto clave en su construcción que el ensayo parece estar hecho sólo para mí. Porque es en el lugar de la escucha del propio ensayista donde vengo a agregarme yo, lector del ensayo. El lector del ensayo es aquel que, instalado en el lado fantasma y alineado a esa función, refina o deriva, de acuerdo a la propia capacidad para reformular. Su arte es parecido al de la pareidolia, que es como se conoce al fenómeno de encontrar rostros o formas definidas, por caso, en las nubes. Es aquí adonde agrego mi mitad: no sumando una melena o un par de orejas puntiagudas, sino explorando las profundidades de una formación, sujetando sus bordes y ribetes a una forma determinada, para poder decir al cabo “cabeza de león”.

En ese trabajo pareidólico, sin embargo, desarrollo yo mismo mi propio lado fantasma: crece la mitad que falta, y que anuncia al próximo lector (es decir: crece mi propia escritura). Pero esa mitad que ahora crece al escribir no vuelve hacia el libro que no leí, y sobre el cual se construyó el ensayo crítico: para ello, para escribir otro libro, yo debería tener tiempo y algo más: debería contar con la voluntad de poner todo ese tiempo a disposición de un solo libro. Como eso nunca ocurre sino a condición de un gran esfuerzo, ordenado a convertirme o sostenerme como escritor, decido escribir yo también una primera mitad: mi propio ensayo (aquí, si bien está hecho de mitades que se invocan entre sí, se revela la relación inesencial entre el ensayo que leo y el que escribo: no son dos mitades que se acoplan sino dos mitades que se repiten: la de un ensayo primero y otro ensayo, también primero).
Pero, ¿qué clase de ensayo será aquel que, por obra de una comodidad activa o de una vida agitada, se ahorra el rodeo crítico? Porque a falta de un libro al cual referirse —quitado ese libro de adelante—, no le queda otra opción a mi ensayo que enfrentarse al mundo. Es el ensayo directamente enderezado a la vida, que Lukács encontraba en Montaigne y en la deriva inglesa del ensayismo, y que acá llamamos el ensayo de los escritores. Se trata de la superficie sobre la cual circulan, reuniéndose y volviéndose a separar, la vida y la idea, desde que esa idea no se liga ya a un libro o a una bibliografía sino al día, y a aquello que de él se sustrae.Incluso si no se tratara de una idea extraída de otro ensayo, el procedimiento será el mismo, desde que es justamente su proceder lo que importa al escritor que ensaya más que la idea, que el escritor puede conseguir por sus propios medios y así ahorrarse por completo la lectura. Decía, en el ensayo de los escritores encuentro el procedimiento por el cual puedo pasear de acá para allá la idea que se me ha ocurrido sin verme obligado a decidir por ninguno de sus desarrollos: el ensayo es el retorno a la idea indiferente de todo progreso, hecho retórico que se presta como ningún otro a mis posibilidades, desde que cualquier progresión me resulta imposible (por la vida que llevo) y al fin indeseable (por comodidad). De este modo, el ensayo no sólo se presenta como el procedimiento alineado a lo que es mi vida: es sobre todo el procedimiento que se parece a mi forma de vivir (la de ir de acá para allá, sin conquistas heroicas) y que, como bondad última, me permite abolir todo resto de lectura. Al final, no habrá ningún progreso, salvo este: soportar mejor la vida al observarla, lo que quizá venga antes de ser más bueno con los demás.

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