Shirley Jackson

La pluma maestra de la literatura de terror

Luján Stasevicius
Elisabeth Moss personificando a Shirley Jackson

Cada tanto alguien la usa. La frase tiene de remanida lo que de cierta. La han leído, es de Tolstoi, en el principio de Anna Karenina; todas las familias felices se parecen, aunque cada una es infeliz a su manera. La tragedia, en lo que tiene de original, se puede aplicar a las familias, pero también a cualquier serie de cosas. Podríamos, por ejemplo, decir que todas las casas malditas se parecen, pero la de las Blackwood encarna su desgracia de manera particular, y no estaríamos desacertados. Estamos hablando, por supuesto, de Siempre hemos vivido en el castillo (1962), última novela escrita por la siempre esquiva Shirley Jackson. No es la primera casa-personaje de la autora. La maldición de Hill House, es inmediatamente anterior, 1959, y tuvo su contraparte fílmica recientemente en una serie Netflix, mientras que la propia Jackson fue interpretada por la actriz fetiche del femimainstream —Elizabeht Moss, quién si no— en Shirley, del 2020 que recorre sus últimos años y ofrece un retrato, cuanto menos, poco amable de la escritora y sus “excentricidades”, comidilla por elección de muchos de sus críticos y exégetas. Una de ellas, su creciente agorafobia sobre el final de sus días, será el motivo favorito a analizar en estas dos últimas novelas, en las que los hogares, cobijan, protegen, pero también raptan y encarcelan. Sin embargo, mientras la Hill House está francamente maldita, el castillo Blackwood corre otra suerte mucho más sutil.

Las construcciones encantadas y siniestras son, además, la base del gótico en el que Jackson nada a gusto. Si quisiéramos seguir construyendo series, podríamos rápida y ociosamente citar el clásico La caída de la casa Usher, o más acá, Casa Tomada, publicada apenas dieciséis años antes de Siempre hemos vivido en el castillo. En ambas, leemos una familia de un pasado esplendor económico, cuyos únicos testigos fidedignos no son sus últimos vástagos (sujetos por la trama a variopintas enfermedades y por la crítica a necias lecturas desde el incesto al peronismo avant la lettre, en el caso de Cortázar), sino los impávidos, si bien también frágiles, ladrillos, que resisten o se rinden, según el caso, a las consecuencias de la nueva realidad. No es este el caso de la novela de Jackson, ya que, a contrapelo de esta tradición, el presente y futuro financiero de las hermanas nunca se ve amenazado.
En Siempre hemos vivido en el castillo, las Blackwood son infelices a su manera, no sólo con respecto a la tradición gótica en general, sino en relación a la obra de Shirley Jackson en particular. Además de ser ésta su novela más corta, su respeto al silencio y los varios tabúes que envuelven a la mitología familiar nos otorga varios huecos por los cuales filtrarnos y reconstruir qué es lo que realmente sucede, qué es lo real, como pregunta el tío Julián insistentemente durante toda la trama. Como no podía ser de otra manera, también la crítica se ha inmiscuido, psicoanalizando a los protagonistas, bien sometiéndolos a un concurso moral —sí, todavía en este siglo—, bien tratando desesperadamente de hacer de las hermanas un espejo de la propia Jackson —esas lecturas sí más hijas de su época, igual de insufribles. Lo cierto es que las hermanas Blackwood excitan al chisme; se ha hablado en nombre de ellas tanto dentro de la obra como fuera, y casi siempre faltando a la verdad.

La trama tiene lugar seis años después de que un múltiple envenenamiento haya dejado a la familia que vive en el castillo diezmada, reducida a 3 de sus antiguos 7 miembros; Katherine, apodada Merricat, Constance, su hermana mayor, y el tío de ambas, Julián, quien sobrevivió de milagro, no sin consecuencias para su motricidad física y mental. La novela está narrada por la menor de las hermanas, quien desde el principio se nos devela como poco fiable: Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto.

Este es el estilo que ha hecho a Jackson famosa; una suerte de “macabro despojado”, como lo bautizó Marisa Silver: “escribe con un brillo superficial, una sencillez engañosa, casi de reportaje, que desmiente las ambiciones más profundas de su prosa.”, apunta acertadamente. No hacen falta aquí grandilocuencias ni adjetivos oscuros; el terror, aunque ominoso, se encuentra tan cómodo con Jackson que no le importa resultar diáfano. A diferencia de La maldición de Hill House, aquí el elemento sobrenatural está ausente, salvo por los infructuosos intentos de Merricat por establecer hechizos protectores de su presente.
Frente a un crimen de tamaña dimensión como punto de partida, un ingenuo lector se prepararía para adentrarse en un jugoso whodunit, o al menos, whydunit. Jackson los dejará con las ganas en ambos casos. La trama no se orienta a develar quién está detrás de este asesinato —sí se revela, no desesperen, aunque para ese momento será casi obvio y tendrá muy poca importancia, tanto para personajes como lectores— sino el día a día después de una tragedia que, si bien íntima, tiene consecuencias públicas. Y es que la novela transcurre pendularmente entre el espacio público y privado. El vínculo entre ambos es Merricat, quien durante toda la novela intenta infructuosamente expulsar el afuera de su adentro, pero debe sin embargo incursionar en el dos días a la semana para adquirir los alimentos que mantienen viva a su familia. El pueblo que rodea al castillo no tiene nombre. Dice nuestra sensible narradora: El pueblo era todo igual, de la misma época y del mismo estilo; era como si la gente necesitara la fealdad del pueblo y la alimentara. Parecía que hubieran construido las casas y las tiendas con desdeñosa precipitación para dar refugio a lo insulso y a lo desagradable, y era como si la casa de los Rochester y la casa de los Blackwood e incluso el ayuntamiento hubieran acabado allí́ casi por casualidad, provenientes de un país encantador y remoto donde la gente vivía con elegancia.

Estas breves expediciones de Merricat están teñidas por el desdén y el miedo a la mediocridad. Los habitantes del pueblo lo saben, y no pierden ocasión de alimentar el tormento de la menor de las Blackwood. El sentimiento, por cierto, es recíproco: Siempre pensaba en la putrefacción al acercarme a la hilera de tiendas; pensaba en quemar la podredumbre negra y dolorosa que lo corrompía todo desde dentro y tanto daño hacía. Eso era lo que deseaba para el pueblo.
En una lectura distraída, se podría asumir que la animosidad general contra las hermanas Blackwood viene del horror o la censura moral del pueblo frente a un asesinato “impune” (Constance fue acusada y llevada a juicio por la muerte de sus padres y tíos) que no sólo atentó contra el vínculo sagrado de la familia, sino que pudo esquivar a la justicia (fue declarada inocente por falta de pruebas), probablemente debido al costeo de buenos abogados. Sin embargo, Merricat nos cuenta que “La gente del pueblo siempre nos ha odiado”, y esto es lo que vuelve interesante la novela; el odio no sólo es de larga data, sino que es mutuo, y, como vimos, Merricat no tiene pruritos en admitirlo. En este sentido, y sin adelantar mucho sobre el clímax de la obra, es que Siempre hemos vivido en el castillo es una novela particular en la obra de Jackson, ya que el terror no es sobrenatural, sino que reside más acá, mucho más acá, y eso lo hace, si se quiere, mucho más peligroso. En lugar del asesinato, debemos buscar el origen del odio no tan bien contenido del pueblo hacia los Blackwood en el título, por partida doble. La brecha entre la familia y los demás se signa a través de una palabra y una conjugación. Siempre han vivido en un castillo, y siempre serán parte de un nosotros que no incluye a nadie más, y cada vez a menos gente. Siempre han sido ricos sin mayores preocupaciones. Siempre han sido privilegiados. Merricat observa incluso como otras personas de poder son tratadas de mejor manera en el pueblo, aunque son, a su juicio “arribistas”. La sangre azul del dinero pertenece en este espacio únicamente a los Blackwood, con todo lo que eso conlleva. Son dueños del primer y único piano del pueblo, de una escalera de mármol traída desde Italia, pero también el chivo expiatorio de las miserias cotidianas. En este sentido, la elección de Merricat como narradora es también sugestiva, ya que su relato, de por sí no confiable, es casi imposible de generar una fantasía identificatoria. Merricat es una oligarca que no se avergüenza de ello, recibe el odio de clase y redobla la apuesta, y eso la hace una protagonista perfecta de la novela. Su hermana Constance es mucho más voluble a las apariencias, y el tío Julián ni siquiera distingue que es lo real. Merricat, entonces, es la mejor juglar de los Blackwood quienes, por otra parte, son los únicos que tienen voz en esta historia. Es por ello, justamente, que Siempre hemos vivido en el castillo nunca podrá ser la historia de un crimen, ni la de búsqueda de un culpable, ni siquiera la de una violencia pública contra el privilegio material. Esta es la historia de un nosotros —ellas, la casa— que sobrevive impávido a los vaivenes de la existencia. “Somos tan felices”, exclama sin ironía Merricat, a su hermana en su parlamento final, y esa es, finalmente la clave final sobre la trama de la novela; Siempre hemos vivido en el castillo es la épica que nos explica cómo llegar a ser felices. Para siempre.