Sobre mi preferencia por el lápiz
Mucho se habló de marcar con libros con lápiz. Ahora, en este ensayo inédito, Francisco Bitar se refiere a las virtudes de escribir con esa herramienta tan noble como imperecedera.
FRANCISCO BITAR

Desde hace ya un tiempo me pasé, para escribir, al lápiz. En todo caso, debería decir que volví a él: aunque con el paso de los años hubiera quedado desplazado por la lapicera o la birome, el lápiz fue para mí, como para cualquiera, la primera herramienta de escritura. En cuanto al libro leído, nunca dejé de marcarlo en lápiz, de modo que aquello que en una época intermedia fue territorio partido —el libro que leo, para el lápiz; el que escribo, para la tinta—, ahora queda bajo el dominio total del lápiz, hecho que va en dirección de lo que voy a llamar Gran Libro o, mejor dicho, Libro Único.
De todos modos, esta supremacía merece todavía una doble consideración, una hacia el libro que leo, la otra hacia el que escribo. La primera consiste en una degradación necesaria del libro leído a un nuevo rango: el de libreta (sin esta operación, es imposible empezar a escribir, que es exactamente lo que ocurre con los lectores que no escriben: mantienen al libro en su impoluta condición de libro sin marcas, de suerte que no empiezan nunca a escribir). El libro, vuelto libreta, es el lugar adonde el impulso de lectura cruza el umbral hacia la escritura. Así las cosas, la lectura quizá sea posible sólo en la primera página, cuando no hago otra cosa que medir las posibilidades de su conversión. Incluso cuando lo leo de una sentada, lo que por su urgencia excluye subrayados y anotaciones en los márgenes, espero que ese libro se continúe en lo que escribo a la manera de una transubstanciación, como aquel pase alquímico que me tiene a mí como tránsito de experiencia pero que, más allá de eso, me excluye de su lógica. A diferencia del libro-libreta, el libro que leo con fervor pero luego olvido, vuelve a aparecer por sus propios medios: la anotación que le corresponde se escribe en otra parte que en los márgenes, en una zona de sí mismo desconocida para el lector que escribirá.
Pero el libro no sólo debe transmutar en libreta para dar comienzo allí mismo a la escritura; esa primera anotación y las que siguen conviene, me parece, emprenderlas en lápiz. Esto se debe, desde luego, a que el libro no soporta el trazo en tinta sino a costa de volverse una superficie de choque entre cuerpos de escritura, lo que, como una postal bélica, caotiza la página con sus avanzadas, choques y explosiones; el libro anotado en tinta es uno vandalizado o, mejor dicho, uno denostado, desde que esa anotación no sólo parece dispuesta a disputar la página con el texto original, sino que, por lo mismo, lo expulsa del campo de toda incidencia futura: el libro anotado en tinta es el que no se releerá, el libro al que se le da muerte en el acto mismo de anotarlo.
Al contrario, la anotación en lápiz se hace tomando elementos de lo anterior, lo leído, y de lo que sigue a continuación, mi propio libro. Es exactamente una frontera, que integra puntos del adentro y del afuera, al mismo tiempo que se abre como un lugar nuevo: justamente, el de un espacio de concomitancia entre leer y escribir. Esa frontera todavía conserva la fuerza de lo leído, y el trazo en lápiz reproduce el modo de llegada de esa fuerza a la anotación: gastada, cercana a su transparencia. Se trata de un movimiento deliberado: si la anotación se produce, es porque la idea en el libro no se presenta lo suficientemente precisa o su trazo es un poco grueso, demasiado marcado en todo caso en el contraste con mi sensibilidad. Es necesario derivarla hacia una sutileza, y lo que hace el lápiz es diluir la contundencia original hasta alcanzar su verdadera gracia, siempre más leve en mi anotación.

El gris del lápiz es entonces el resultado de una mezcla entre el negro del texto impreso y el blanco de los márgenes: se tensa entre una realidad anterior y una inexistencia silenciosa. Pero, tal como lo dije al principio, hoy no sólo mis anotaciones en los libros están hechas con lápiz sino también las notas que corresponden a una etapa siguiente, las que van en cuadernos. Fue una decisión espontánea y casi milagrosa, acorde a mi actual encare hacia la escritura, desde que ahora mis anotaciones, por el sólo hecho de ir en lápiz, vienen preñadas de una anterioridad: la de un libro que leí o de otro que ya escribí, que, por su condición de continuidad, no terminan de separarse de lo que escribo, y que forman parte del Libro Único (escrito en lápiz, desde luego).
En este sentido, la lección del lápiz —es decir, lo que el lápiz facilita—, es la de no empezar nunca a escribir, porque si se escribe en lápiz se puede estar seguro de que ya se empezó antes. El lápiz permite empezar sin darse cuenta, tanto que, cuando uno se acuerda de hacerlo, se encuentra con la alegría de saber que ya lo había hecho. Con el lápiz se empieza como quien no quiere la cosa, exactamente in media res, siendo su espacio de incidencia el tramo azaroso donde el lenguaje ya discurría y no la fuente de su desencadenamiento. (Fuente es justamente el nombre de algunas lapiceras, y es en su choque con el lápiz donde se patentiza la gran pregunta: ¿es anotar lo mismo que escribir? La respuesta es no, desde que escribir es el resultado de una decisión, la de ponerse a hacerlo, lo que siempre supone un empezar. Esta voluntad de hierro se agota cada vez en un principio total, sin antecedente alguno, lo mismo que una fuente es aquello antes de lo cual no hay nada. La nota, en cambio, es lo puramente accidental, enganchada como está siempre a otra existencia anterior, que la vacía de toda sustancia. Si el escritor está en una obra, la suya, no es porque la escribe (no la empieza, en lapicera) sino porque la anota (la continúa en lápiz).
El lápiz se presenta así como el guardián del escribir. Porque conviene ser cuidadoso con el deseo de escritura, y uno de esos cuidados consiste en no amenazarlo nunca con empezar a hacerlo. Lo digo acechado por el más grande de mis terrores: el de no volver a escribir, lo que en ningún otro momento se presentó con mayor fuerza como en la época que escribía libros, de a uno por vez. En ese tiempo, si empezaba con la escritura de un nuevo libro era porque antes había terminado de escribir otro, y nada me garantizaba que fuera capaz de salir de la distancia, de pronto abismal, que separaba el final anterior del próximo comienzo. Incluso, si llegaba hasta ahí, al filo del próximo comienzo, una nueva demora, la de una neurosis de escritura, me salía al cruce: ¿qué cosa me garantizaba que este fuera el arranque adecuado y no otro?
Con un lápiz este tipo de ansiedades, que se multiplican una y otra vez promediando la escritura de un libro, se esfuman, porque no hay tiempo ni espacio para formularlas. El aluvión de sus escrituras, de donde, casi por un corte deliberado, puede saltar afuera, como una viruta del fuego, un libro: este es el ámbito natural de un escritor. (Desde ese continuo ir hacia adelante sin nunca empezar que el lápiz simboliza se puede entender la frase de Osvaldo Lamborghini: primero publicar, luego escribir. Sólo que el escribir se posterga indefinidamente por gracia de lo que no se detiene, que es la obra en la que se está. Publicar es entonces una contingencia del seguir escribiendo sin nunca haber empezado a hacerlo).
Hay algo más: al igual que la nota en los márgenes busca llevar el texto del libro a su transparencia, hasta aligerar la idea original, también la anotación que hago en lápiz en mi libreta renuncia a asumir una definición. Para esto, hace falta una segunda operación de grado que, lo mismo que ocurría con el libro leído, me permite circular libremente por el espacio del Libro Único, hecho a la vez de lo que leo y anoto: es necesario degradar también mi cuaderno a su condición de libreta. De este modo, las hojas se abren por delante como un amplio margen, dispuesto a recibir la escritura como anotación, con su carácter especulativo y provisorio: es el registro de una idea que puede no llegar al libro y que quizá ni siquiera llegue a ser idea, pero se presenta como caldo de cultivo para la próxima nota. El cuaderno, vuelto libreta, es la conciencia de que aquello que aparecerá como un todo en el libro está hecho también, en igual grado de importancia, por aquel lugar de paso que no sobrevivió hasta la versión final. Pero también es el símbolo de que lo dicho es solamente la huella visible de lo importante, lo que permanece sin decir: la fuerza.
Pero decía al principio que el lápiz fue mi primera herramienta, y lo cierto es que me cuesta pensar en la llegada de alguna más, al menos de semejante incidencia. A nosotros, gente de ciudad, nos fue extirpada la azada y la tierra que había por debajo para poner en su lugar lápiz y papel (de hecho, la lógica de la máquina de arado, que excava e ingresa su simiente, se repite en el lápiz que, al mismo tiempo que deja su muesca en la hoja, escribe). A través del lápiz —pero también junto a él, al lado de mi oreja derecha— se crece hacia el mayor de los tesoros: no la escritura sino la lectura, que el lápiz repite al escribir. Con los años, el lápiz es quien guardará memoria de este hecho gozoso, el de ponerle mi letra a lo que no es mío, en lo que felizmente vino ya hecho y a lo que me agrego agradecido, lejos de toda angustia (eso de la angustia por las influencias corresponde a la miseria de querer distinguirme, de querer dominar: es un hecho, no del niño, sino de la vida adulta).

Y bien: mucho tiempo nos lleva de chicos aprender a usar el lápiz. Hablamos de horas-niño, es decir, de tiempo superabundante (quizá a esta impresión de gigantismo se deba el sentimiento de inmortalidad que nos acompañará en la juventud: no es que no vayamos a morir, es que el tiempo en uno nunca se termina, o al menos eso es lo que el niño sintió). Todo esto es así porque este chico no ha encontrado con qué llenar su tiempo todavía, hasta que le entregan un lápiz y le dicen que aprenda a usarlo, copiando la lectura. Y ocurre la magia siguiente: luego de meses interminables de tormento, el niño es capaz de escribir más allá de cualquier modelo, más allá de cualquier dictado. Es un momento exuberante, en el que el sentimiento de tiempo cambia: hay aceleraciones y detenciones, momentos en que el tiempo discurre de una u otra manera, relativa a lo que hay o no en él. Un mundo se abre por delante: el día, que ahora incluye algo que hacer y dejar de hacer, cambia, y con él la vida. Pero justo cuando esto ocurre, obligan al niño a pasar su escritura a tinta, cerrando el paso a la fantasía que empezaba e introduciéndolo así definitivamente en el mundo de los hombres. Y esto ocurre pasando por encima de la letra en lápiz (de hecho, es así como se escribe en tinta al principio: repasando la muesca que dejó el lápiz y que todavía perdura en la hoja como sombra opaca de la tinta). La tinta es preferible, le dicen al niño, porque es definitiva; por eso mismo, le dicen también, borrar será más difícil, casi imposible. Además, todo esto debe entrar en la hora-docente dispuesta para ello: no es posible equivocarse pero tampoco hay tiempo para pensar. La birome es la llegada, ya no de la herramienta, sino de la máquina a la vida del niño. Si algo quisiera ver yo en el retorno al lápiz es justamente el momento anterior al transbordo, cuando el lápiz era ya libre de decir y todavía no estaba afligido, doblegado por lo definitivo: luego del duro comienzo pero antes del final obligatorio, exactamente en el medio de la escritura. Este paréntesis, el de un juego libre en el que no se pierde pero se gana y se gana, es el que sigue vivo en mi lápiz.