Imre Kertész

La escritura de la sobre-vida

Facundo Milman

Si la escritura sobre los campos de trabajo, concentración y exterminio refieren a tres nombres, ellos son: Primo Levi, Paul Celan y Jean Améry. Tres escritores, tres lenguas (italiano, alemán y francés), pero un mismo final: el suicidio o, en palabras de Améry, la muerte voluntaria. Estos escritores son los elegidos y leídos por otro judío, Imre Kertész. Edmond Jabès, un judío errante, escribió que tres son las heridas y tres, las determinaciones: Si esto es un hombre (1947), La tregua (1963) y Los hundidos y los salvados (1986). Entonces también cabe pensarlo en relación con Kertész y su escritura trilógica que lo llevó a ganar el Premio Nobel de Literatura: Sin destino (1975), Fiasco (1988) y Kaddish por el hijo no nacido (1990).

Los aspectos de la escritura de Imre Kertész son ciertamente sustanciales: habla a través de la muerte (de la suya, de su familia, de sus compañeros). Pero eso no es todo: habla a través de la muerte por la matanza sistemática. Es cierto que podría hacer referencia a cada elemento de su trilogía, pero perdería de vista el espectro de la lectura integral. La lectura universal se pierde en la escritura de lo particular. Por lo tanto, me gustaría hacer referencia a Kertész y dos hechos primordiales de su obra: Auschwitz y su condición de escritor alterno. Porque, por un lado, está la responsabilidad de haber estado en Auschwitz y, por otro lado, desde dónde sostiene sus enunciados y enunciaciones. La pregunta que subyace, en sus textos sea en la trilogía o en sus apuntes a través de distintos libros, es: ¿cómo se dice aquello que se dice?
Sin embargo, siempre intento recuperar la vieja hipótesis que aparece en La escritura del desastre (2019) de Maurice Blanchot. Allí se plantea la sobre-vida como un tiempo extra, como exigencia de otra vida y vida de lo otro: el judío. Y Kertész parece haber tomado en serio la hipótesis blanchotiana. Él, por caso, decidió hacer de su vida una escritura. Una escritura no solo que soporte la vida, sino una escritura que justifique la vida por más precaria que pueda parecer. Escribe en tanto que existe, justifica su existencia en la escritura. Esa es la diferencia con los otros tres escritores mencionados (Levi, Celan y Améry): la escritura como diferencia, soporte y justificación. Porque, al final, es una diferencia existencial: Kertész no se suicidó. Pero también es interesante notar que el rabino de Primo Levi, el rabino Artom, haya diferenciado su muerte entre tantas otras como un “homicidio demorado”: cualquiera se hubiera suicidado luego de haber pasado por un campo de concentración.

La composición de las novelas de Imre Kertész si bien es sencilla, tiene elementos más que atípicos. La disputa del narrador entre su madre y su padre nos remite a los tiempos modernos en los que vive. La misma discusión se traslada luego a la madre y la madrastra. El narrador, en este momento, toma una determinación: como su padre había ganado el juicio por su tenencia, él decide respetar sus deseos sin importar que él esté ahí o no (el padre estaba en un campo de trabajo y, ese lugar, es donde falleció). La conversación con Annamária hace a otra novedad de la escritura. Y si bien se trata de un diálogo que se establece antes de la Shoá, el narrador ya se pregunta qué significa su ser judío. ¿Qué es ser judío?, esa es la pregunta que no deja de resonar. En un simposio, Gershom Scholem pronunció una posible respuesta: ser judío es preguntarse qué es ser judío. Una pregunta infinita y un saber-no-sabido. En una antología sobre pensamiento judío, 20th century Jewish religious thought : original essays on critical concepts, movements, and beliefs (2009), el mismo Scholem sostiene que el judaísmo no se puede definir por su esencia ya que no la tiene. Es el mismo caso de Jacques Derrida ya que, en Schibboleth: para Paul Celan (2002), afirma que el Judío es el otro que no tiene esencia o quien cuya esencia consiste en no tener una esencia. Entonces me pregunto, ¿qué tienen que ver las esencias, los judaísmos y las determinaciones filosóficas en Imre Kertész? Pues mucho, quizás demasiado, porque es la pregunta que sondea a la escritura: por un lado, ¿qué fue lo que significó el acontecimiento Auschwitz en la vida húngara? Pero, por otro lado, ¿por qué Kertész es apartado del canon de la literatura húngara sistemáticamente? La respuesta rápida, tajante y singular es la misma: el antisemitismo, el odio al judío. “Si te atacan como judío, defendete como judío”, dice el dictum arendtiano. La voz que narra la trilogía se lo ha preguntado y, en algún sentido, afirma que el antisemitismo no es un odio hacia ciertas personas determinadas. Es un odio hacia una idea y figura: la idea y la figura del Judío —como un ser sin esencia—, aunque es una idea más que trabajada porque conlleva una estrategia, el chivo expiatorio que significó para Occidente.

Imre Kertész también es un escritor de sus tiempos y no solo un testigo de los campos, el final del proyecto del Hombre. Mantiene un diario publicado en varios libros: Diario de galera (2004), La última posada (2016) y El espectador (2021). Escribe no sólo ficción de los campos de concentración, sino también mantiene una mirada crítica hacia su país natal, Hungría. Una crítica taxativa hacia los húngaros, hacia la sociedad húngara y también, por qué no, hacia los intelectuales húngaros. Él lee los márgenes de la especificidad húngara y, sobre todo, de la especificidad judía en Hungría. Se encarga, en forma puntual, de la crítica política de su tiempo. Al leerlo, se puede notar un aspecto preciso en su escritura: la denuncia constante del consentimiento, la perpetuación del totalitarismo. Primero con el nazismo y luego con el stalinismo, Kertész nunca faltó a la verdad. Quizás, en ese sentido, él escriba que ser judío es un deber moral. Su deber como hombre de la sobre-vida también sea enunciar el mal que identifica en la sociedad, aunque no solo es el Mal. Porque, como dice, el Mal no se aloja de forma única en el consentimiento de la sociedad húngara, sino también en la no elaboración del nazismo. Esta es también la encarnación del intelectual judío: leer lo particular, sí, pero también lo general. Intelectual de lo general y lo particular entonces.

Hay algo más para señalar: Imre Kertész es acosado por la pregunta. Por la pregunta de Auschwitz. ¿Quién creó Auschwitz? El hombre. ¿A imagen y semejanza de quién creó el hombre la selección de Auschwitz? Del hombre ario. ¿A nadie se le ocurre pensar que el verdadero objetivo de Hitler fuera convertir el mundo en Auschwitz? La pregunta, y no la respuesta, es la que incendia el edificio. En este caso, el edificio es el pensamiento. Pero el pensamiento, la acción de pensar, está en la antípodas de la comodidad. Este es el elogio del riesgo de Kertész arriesgarse a pensar una y otra vez sobre el trauma que vivió y lo acosa. Porque esta es la sobre-vida, esta es la tragedia, esta es la forma de vida que tiene. Tiene un deber ético-moral no solo con Occidente, tiene una responsabilidad que no puede delegar. Esta es la escritura de la sobre-vida, una escritura que arriesga el cuerpo: que arriesga la vida. Sobrevivir a Auschwitz no es, en lo fundamental, una victoria. Es tener una responsabilidad, no hablar por los muertos, escribir y hablar para los muertos. Se escribe con los seis millones de asesinados en el acontecimiento Auschwitz, pero también se escribe con los campos de concentración sobre uno. En un sentido similar, Jacob Taubes, en una entrevista publicada en Messianismo e cultura: saggi di política teologia e storia (2001), sostiene que esta es la época de la post-historia ya que suceden cosas, las batallas continúan —contra el capitalismo, la burguesía y el mal alojado en el mundo—, pero no hay irrupciones que determinen al ser. En otras palabras, Taubes hace un llamado de atención: pasan cosas, hay asuntos pendientes en el curso del tiempo, pero ya no es historia; hay post-historia porque las irrupciones que nos modifican, configuran y generan traumas al ser humano dejaron de existir. Así como el proyecto del Hombre terminó (Adorno-Horkheimer) y la vida se dio por finalizada (Maurice Blanchot), también —bajo la lectura de Jacob Taubes— la historia ha terminado. En consecuencia, esta es la nueva etapa de la existencia: la sobre-vida y la post-historia.

La trilogía auschwitziana tiene una singular composición: el primero de sus libros, Sin destino, es una novela con elementos autobiográficos; el segundo, Fiasco, es una novela escrita con pequeños esbozos de su vivencia; el tercero, Kaddish por el hijo no nacido, es un ensayo. Una trilogía, sí, pero no una trilogía como Primo Levi. Levi fue un testimonio del acontecimiento Auschwitz: de lo que ocurrió, qué pasó con las vidas y la maquinaria de la muerte. En cambio, Kertész ha hecho algo diferente con esa vivencia: la convirtió en libros y, para ser más preciso, en formas literarias. Este es el gran elogio de la escritura kertésziana: el desarrollo de la forma literaria a partir de Auschwitz sin perder de vista la crítica a su tiempo. Primero como un texto con gran parte de autoficción, luego de forma íntegra como novela y, al final, como ensayo. Lo que se puede leer no es otra cosa que una forma que avanza en su repliegue. Si la autoficción es superyoica y la novela es neurótica, entonces el ensayo es esquizofrénico. En los diarios, cuadernos y apuntes, es posible verificar esta formulación: Kertész se resiste al psicoanálisis, pero se patologiza a sí mismo. De hecho, la forma literaria inserta sus propios muertos dentro de la vida interior del escritor. La existencia, sobre todo en un sobre-viviente de Auschwitz, es una calamidad. Pero una calamidad que se deja escrita porque es lo único que no se puede borrar de la vida: la escritura y, con más precisión, la huella. Huella que se inscribe en la muerte, en el amor y en el tiempo. La escritura busca sobre-vivir a la muerte, es decir, la escritura busca permanecer en el tiempo. Pero la escritura solo puede sobre-vivir como huella si supera al tiempo, esa es su contradicción. En ese sentido, escribir es abrir un espacio (y no un tiempo) para la muerte de la cual no se puede salir. Kertész es consciente de ello porque sus textos superan al tiempo, no para hacerlos trascender, sino para que permanezcan.

Y si menciono los escritos de Kertész, es notable indicar los cambios de su escritura. En Sin destino, el relato inicia de pronto sin ningún tipo de retraso. Hay procedimientos y son detectables a la hora de analizarlos, aunque sin mayores complicaciones. Pero tanto en Fiasco como en Kaddish por el hijo no nacido cambia su modo de escritura ya que, por ejemplo, en el primero hay una inscriptio: un escritor venido a viejo, que escribe comedia y decide convertirse en novelista. Y, para colmo, le rechazan la novela. Si bien el libro empieza en esa zona, el relato se dilata. El narrador decide aclararnos cada uno de los detalles a través de paréntesis para exponernos qué piensa. Pues lo que empieza a operar son los artificios de la producción literaria. La escritura, el dilatarse con el tiempo, la traducción de uno que otro libro, el departamento donde vive con su esposa, la aparición de una madre que no llega a fin de mes con su pensión-jubilación y el lugar que ocupa Auschwitz en la novela son algunos de los temas que abarca. Es indispensable pensar a Kertész porque atraviesa esta novela, en parte, debido a su rol de traductor. El Premio Nobel de Literatura fue un traductor errante de pensadores como Friedrich Nietzsche, Ludwig Wittgenstein, Franz Kafka, Sigmund Freud y Elias Canetti.

Y en Kaddish por el hijo no nacido, aparece el ensayo y su lugar especial. Kertész puede tomarse licenciada sin dilaciones para escribir lo que piensa sin suspender su mundo, el mundo literario húngaro. Entonces el ensayo opera como un modo de pensar, así como el arte funciona como un modo de ver con John Berger, que permite poner a prueba a la realidad empírica. Esta es la gran capacidad del ensayo, al menos, en Kertész: el ensayo puede pensar a través de su forma la realidad toda (más allá de la “esquizofrenia”). Otro pequeño detalle: Kaddish por el hijo no nacido no solo va a poner a prueba la realidad húngara a través de su artificio, sino también el ensayo va a ser siempre prueba de la mismísima escritura de Imre Kertész. En definitiva, el ensayo es forma y una forma que (se) piensa.
Este recorrido a través de la obra de Imre Kertész es tentativo y es la escritura de una lectura, pero toda escritura es una puesta en juego de saberes. Y, sobre todo, si en ella hay una experiencia traumática por no afirmar más como lo que fue el acontecimiento Auschwitz ya que ello compone el fin de la historia, la post-historia de la que hablaba Jacob Taubes. Un viejo refrán ídish dicta: “Si un judío olvida alguna vez que es judío, el antisemita vendrá a recordárselo”. Si bien nunca se lo ha olvidado, fue el tratamiento del otro lo que modificó su existencia en el mundo. Él, como también Franz Kafka, aprendieron a rezar a través de la escritura. En otras palabras, Kertész se aferró a este mundo a través del sencillo acto de escribir. Acto como, en primer lugar, deber moral y, en segundo lugar, como ética judía. Supo encarnar la posición política del intelectual crítico: ni celoso ni devoto del poder. Enfrentó el escarnio del nazismo en su matriz de totalitarismo y el stalinismo luego del proceso de “desnazificación”. Quizás ese es el mayor elogio que puedo hacer a la escritura kertésziana: mantenerse crítico del poder a través del tiempo porque ese cuerpo, el cuerpo que pasó por Auschwitz y Buchenwald, sobrevivió y sobrellevó al totalitarismo a través del mero acto de escribir.