La verdad del corazón
Emiliano Guido y un debut con una autoficción en torno a la militancia y la agrupación HIJOS
Paula Puebla

Treinta mil veces te quiero, editada por Azul Francia, es una novela en la que la revolución setentista y los años del alfonsinismo solo pueden resultar en lo que resultaron: la organización política de los sobrevivientes directos de los desaparecidos por el terrorismo de Estado en la mitad de la era menemista. Emiliano Guido escribe sobre su experiencia en torno a la militancia y la creación, a 27 años, de la agrupación H.I.J.O.S. y se anima a reciclar las vanidades del registro del yo para contar el proceso colectivo que dividió la historia argentina en dos. “No quiero ser una víctima, todo lo contrario”, confiesa el autor.

— ¿Cuáles fueron los motivos que te llevaron a encarar Treinta mil veces te quiero?
— Básicamente, el motivo fue que tenía ganas de escribir, de debutar en el campo literario. En principio, escribí solo un primer capítulo. Después descubrí que tenía más cosas para escribir y después me entusiasmé. Entiendo que en cualquier otro tipo de circunstancia en la que me hubiese embarcado en la tarea de escribir, también hubiera arrancado por ahí. Fue una experiencia de vida muy fuerte la de HIJOS, no solo por la cuestión en sí de la desaparición de mis viejos. Creo que la novela refleja eso, ¿no? Lo que implicaba militar en los noventas, lo que implicaba ser de HIJOS La Plata. En algún momento iba a escribir sobre todo esto, y bueno, llegó en el 2019. Más que nada, fue una necesidad de escribir, no de dar un testimonio político.
— En la contratapa, el escritor Hernán Vanoli menciona ciertas continuidades entre los setentas —década que ha generado un gran corpus literario, incluso como negocio del bien— y los noventas. ¿Con qué ventajas y con qué dificultades se encontró la militancia de los hijos e hijas de desaparecidos en la era de la convertibilidad?
— Respondiendo rápido, los setentas y los noventas son contracaras, ¿no? Cuando presenté la novela, dije que el tema, la canción, que pudo haber explicado los noventas fue “La derrota después de la derrota”, reversionando a Fito Paez con “El amor después del amor”. La obscenidad del menemismo, la impunidad, la hegemonía política y cultural que había no se pueden explicar sin la derrota de los setentas.
Dificultades para militar fueron todas porque, como cuento en algún capítulo, en los noventa, la militancia por los derechos humanos o los familiares directos de los desaparecidos no teníamos una red carpet como pasa ahora. Sino todo lo contrario. Todavía seguían en el aire ciertos discursos muy chotos, como que nuestros viejos eran terroristas o que se habían fugado a Europa. Es difícil verlo ahora, porque eso cambió radicalmente, aunque en los noventas no era el frío que hubo para los familiares de desaparecidos en los ochentas. Digo “frío” porque recién había acabado la dictadura y también por el alfonsinismo, que había perdonado a los milicos. Pero en los noventas era muy difícil caminar la calle y poner el cuerpo desde nuestra identidad.

— ¿Cómo influyó en HIJOS la política de derechos humanos instalada en el país a partir de 2003, con la llegada de Kirchner? ¿Cómo influye la institucionalización de las causas en la cultura militante?
— En el 2003, yo no estaba en HIJOS. Pero el kirchnerismo estuvo bien respecto a todo lo que hizo respecto a los derechos humanos. Yo me alejé, algo que en la novela intento explicar, porque ya no tenía ganas de perpetuar mi militancia a partir de mi propia identidad. Pero desde las causas en las que me había involucrado, veía de lejos los derechos humanos y pensaba que estaba bueno todo lo que estaba sucediendo. Que bajaran el cuadro de Videla, que avancen las causas contra los milicos.

— Entiendo. Pero lo que es bueno para la política, ¿es bueno para la militancia? Me refiero a que, en oportunidades, la institucionalización de las causas no potencia sino que debilita las fuerzas militantes.
— Me parece que el deber de la política, de los partidos políticos, de los líderes, es justamente fortalecer el proyecto. Convocar y nuclear, sean los organismos de derechos humanos, los movimientos sociales o los sindicatos, y abroquelarlos lo más que se pueda. Esa es la naturaleza de la política: el poder necesita construir más poder. En todo caso, si hubo una mimetización, un exceso de organicidad de los organismos con el kirchnerismo, el error hay que machacárselo a los organismos. Hay una dialéctica entre lo instituido y lo instituyente, entre lo que crece en la calle y lo que busca el palacio. A mí la crítica de que el kirchnerismo se apropió de los derechos humanos me parece bastante ingenua, ¿no? Todo proyecto político de transformación tiene naturalmente a eso. ¿Se supone que deben convocar a diferentes sectores sociales y darles márgenes de autonomía? No sé. Siempre hay una pulseada y en todo caso la responsabilidad es compartida. En el caso de los organismos, las Madres y Abuelas, tuvieron una receptividad que nunca antes habían tenido. Me parece que los gobiernos de Néstor y Cristina tuvieron una muy buena política pública, avanzaron con todo, teniendo en cuenta que los riesgos con el poder se habían diluído. El partido militar era una cosa en 1983 y otra en el 2003. Entonces era mucho más fuerte, había mucho más es disputa.

— Literatura del yo, autoficción, autobiografía: categorías de las que se habla mucho en esta época. Y tu novela podría inscribirse en alguna de ellas. Sin embargo, tu trabajo es diferente en tanto apelás a la experiencia personal para narrar, desde todo punto de vista, una experiencia colectiva, un atributo que escasea. ¿Buscaste la distancia (para pensar tu libro en su sentido de “artificio”) o preferiste aferrarte a la cosa “tal cual fue”? ¿Cómo manejaste esta tensión?
— Bueno, el debate de la época es sobre la literatura del yo, la autoficción, vos lo sabrás mejor que yo. Mirá, te voy a ser sincero, quizás para correrme un poco de la etiqueta de la literatura del yo que, en principio, suena como una aventura medio narcisista, en la presentación de Treinta mil veces te quiero pensaba que podía decir que el libro era una “literatura del nosotros”. Pero después me di cuenta de que era más un chamuyo que otra cosa. Mi novela está inscripta en la autoficción, en la que se toma una experiencia personal para darle un tono literario. Busqué, sí, por supuesto, no salirme del carril del todo de las cosas “tal cual sucedieron”. Pero, como no se trata de un registro documental, fui corriendo los hechos puntuales de la militancia en HIJOS para que me ayudara a contar la historia. En todo caso, cuando se intenta escribir un relato desde la literatura del yo, uno comprueba que la verdad de los hechos reside en las cosas más importantes. No importa si tal o cual compañero estuvo conmigo en determinado lugar. Y si fue en ese lugar u otro. La literatura recuerda que la verdad de las cosas no está en lo anecdótico, sino en el corazón, en el fuego que a uno lo sigue. Yo fui a buscar las acciones militantes, personales, que siguen dando vueltas en mi cabeza. Lo demás se puede acomodar.
— ¿Qué otros trabajos artísticos (ya sean literarios, plásticos, audiovisuales) destacarías de la generación de HIJOS?
— Bueno, primero hay muchos hijos de desaparecidos. Participé hace poco de un encuentro de hijos e hijas que han hecho alguna experiencia en literatura y pienso que podría haber un congreso de hijos de desaparecidos plomeros o trabajadores del Estado. Ahora, hablando en serio, sí, hay muchos referentes. Me gusta mucho Laura Alcoba, su novela La casa de los conejos es literatura, se corre bastante de lo personal. No descansa en lo que uno puede tomar como lo cómodo. También me gusta la línea política que baja Mariana Eva Pérez, Diario de una Princesa Montonera, en su búsqueda. Ella trata de poner en debate ciertos aspectos y trata de mover un poco la estantería solemne de los derechos humanos, con mucho humor e ironía, algo que también intento hacer en la novela. Entiendo que, porque nuestras experiencias están tan cruzadas por el trauma y el dolor, en general, tanto la narrativa política de los organismos como la del terrorismo de estado, es bastante monocorde. Lo acepto, lo entiendo, lo respeto, pero me parece que también hay que mover un poco la estantería. Reescribir lo que nos pasó, siempre es bienvenido.

— Es prácticamente imposible leer críticas sobre trabajos que exploran, explican y exponen “identidades”. ¿Advertís que recae una mirada condescendiente, de aprobación automática, sobre estos laburos debido a la preponderancia de la figura de los autores?
— Hay bastante condescendencia. Yo trato de correrme de ahí. Porque no creo que ser hija o hijo de desaparecidos te convierta en una buena persona, o que uno tenga que ser premiado en el campo de la política o del periodismo o en el que sea. En el caso específico de los HIJOS, me interesa cortar el linaje. A pesar de que los reivindico y los amo y banco a muerte la militancia en los setentas, no soy mis viejos, no quiero ser una víctima, todo lo contrario. Los desaparecidos están muy moralizados en el discurso político, como los pobres. Se habla de ellos como que fueron buenos. Y la verdad es que, en la militancia de los setentas, nuestros papás fueron cuadros políticos. No es que a la ESMA van a parar las personas generosas y a los centros clandestinos del conurbano las personas solidarias: a la ESMA iban a parar los cuadros Montoneros y los del ERP a centros del conurbano. Lo pongo en esos términos porque me parece que, si bien se avanzó un montón en el juicio, el castigo y la memoria, hay en el campo de la política poco atrevimiento para hablar de los años setenta. Porque justamente el discurso de los años setenta es el discurso de la revolución. Una revolución derrotada a escala regional y hoy, estar tan mal en términos de poder tener ese horizonte, lo que hace es reivindicar a los compañeros comprometidos, que querían un mundo mejor. Sin embargo, falta hablar de lo verdaderamente importante, de los proyectos por los que ellos se movilizaron.
No hay que descansar nunca en la identidad, sino se vuelve una leyenda rosa. Me parece que si uno intenta bajar alguna experiencia a la literatura tiene que tratar de ser lo menos condescendiente posible. En la política no se puede hacer, porque uno escribe desde un cuerpo colectivo. Pero si se escribe como un acto individual, hay que jugar más fuerte, ¿no? No hay buenos y malos, por más que a uno le haya pasado lo que le haya pasado. No hay territorios blancos y negros, hay muchos matices; las cosas son mucho más ambigueas de lo que parecen. Al escribir uno tiene que intentar no caretear y no dejarse arrastrar por el maniqueísmo, ¿no?
— ¿Qué es un libro para vos?
— En esta era de la digitalización, un libro para mí es un cuerpo mágico. Estoy hablandodesde lo físico, porque me gusta más leer en papel. Viste que estamos muy atravesados por las compus, los celulares, las pantallas. Todo es intertextual. Un libro es un objeto en papel, en principio más rústico, vintage, como si fuese un electrodoméstico viejo. Lo veo como un cuerpo sereno en el que uno puede desconectar o aplacar el tiempo vertiginoso y loco que transitamos.