Poesía, drogas y terapias lisérgicas
En 1962, un grupo de poetas argentinos se reunió en una clínica para experimentar con LSD y de esa manera, quizás, conectarse con el ritmo interno.
DIEGO ERLAN

La escena transcurre en una clínica de Belgrano y reúne a un grupo de poetas (Paco Urondo, Noé Jitrik, Alberto Vanasco y Mario Trejo) en una experiencia con LSD bajo la supervisión de dos sujetos polémicos de la época cuyos nombres eran Franciso Pérez Morales y Alberto Fontana. Ocurre en 1962. Osvaldo Aguirre la cuenta en la biografía Francisco Urondo, La exigencia de lo imposible, que publicó Ediciones de la universidad Nacional del Litoral y la escena resulta fascinante por ese entramado de poesía, drogas y terapias lisérgicas, algo que a principios de los sesenta se había convertido en la moda entre la intelectualidad porteña. “Entre los cuatro debíamos ser algo así como una antología de la poesía argentina, la mejor desde nuestro punto de vista y quizá desde el de los terapeutas –decía Jitrik–. Acaso deliberaron y trataron de ver qué salía de esa alucinada reunión, no tanto, me parece, en relación con nuestros conflictos individuales, sino con nuestros conflictos recíprocos, como si fuéramos dos parejas de socios literarios y amistosos. Era un momento álgido del debate en torno a estas terapias alternativas, que para algunos fue la verdadera revolución pero para el resto resultaba una serie de experiencias riesgosas sin demasiado respaldo científico.

Fontana estaba convencido de su potencialidad. En un libro de 1965 titulado Psicoterapia con alucinógenos, expuso de manera sistemática el procedimiento de estas terapias y plantea que los alucinógenos habrían contribuido a profundizar la psicoterapia de grupo, facilitando la representación dramática y espacial de los mecanismos de defensa y señalando, además, los temores ante la conexión. Algunos pacientes recordarían que las sesiones con LSD se hacían cuando empezaban las resistencias: más o menos cada cuatro meses. Era el momento para entrar a desbloquear: el paciente fantaseaba y el terapeuta interpretaba. Después del efecto del ácido, el paciente se quedaba para elaborar con el terapeuta las fantasías que habían aparecido. La mayoría de las veces hasta el día siguiente. Se hacían terapias individuales o en grupo en sesiones que duraban entre cuatro y diez horas, según la sustancia utilizada, dietilamida de ácido lisérgico o mescalina. Había dos métodos auxiliares que tenían una importancia fundamental en las sesiones combinadas con alucinógenos: la música y la comida. En el métodode la comida, los pacientes colocaban las fantasías orales más regresivas, identificándolas con la figura del terapeuta pero más importante para la escena de los poetas cabría pensar que sería la primera. Según Fontana, “el primer ritmo que el bebé encuentra en el mundo es el ritmo con que es alimentado por el pecho de la madre” y entendía que el bebé traerá integrado un ritmo biológico que será la suma y maduración del crecimiento de sus órganos y de los ritmos de la vida intrauterina. Admitir la música, entonces, sería aceptar el ritmo interno y allí ambas estrategias se fusionarían.
Esa confluencia me recuerda a lo que decía Charles Olson sobre el verso proyectivo y su proceso. El poeta proyectivo, entiende Olson, trabaja hacia adentro, a través de las operaciones de su propia garganta, al lugar de donde viene la respiración, de donde la respiración tiene sus principios, de donde el drama tiene que venir, de donde quiere la coincidencia que todos los actos broten.