Los amantes
“Amarte no fue un error” reúne la correspondencia entre Victoria Ocampo y Pierre Drieu La Rochelle, una historia de amor atravesada por la literatura, el arte y el nazismo.
DANIEL OVIEDO

París era una fiesta. En los años locos, el escritor Pierre Drieu la Rochelle animó tertulias, frecuentó cenáculos de derecha, de izquierda, surrealistas, figurantes y personajes desquiciados por el aura que la juventud quiere eterna. Pero París fue una fiesta después de la Primera Guerra Mundial, donde Drieu resultó herido dos veces nomás pisar el campo de batalla. El autor de Gilles, nacido en 1893, criado por su abuela, abandonado por su padre y desatendido por su madre, encontró en ese patriotismo cierta compensación a sus logros como estudiante de ciencias políticas, derecho y filología y sus contrariedades en el servicio diplomático. Francia estaba a la deriva después de la sublevación popular de 1871, de la agonía de la III República y del caso Dreyfuss, un combo que el muchacho alto y de aspecto melancólico no conseguía traducir políticamente sino era mediante representaciones heroicas que la juventud europea (exceptuando ciertas variantes de la británica) pretendió reforzar o canonizar por medio de la guerra, la discusión de fronteras y la especulación bursátil que financiaba esos movimientos, insuflados de nacionalismo atrabiliario y antisemita, corolario, acaso, de la revolución industrial, de los ejércitos de reserva de los que hablaba Karl Marx y del ascenso a la escena mundial de los Estados Unidos y de la Unión Soviética, boicoteada afuera (por la socialdemocracia teutona, entre otros) y adentro, obligando a sus responsables políticos a cambiar una estrategia de difusión trasnacional por el socialismo en un solo país. La tuberculosis, la sífilis y la neurastenia eran los males de la época: multitudes, luz eléctrica, automóviles, velocidad, república de elites. Estrés y languidez. Freud no tardó en decir algo al respecto.

París fue una fiesta después que sedimentó la ideología de la sangre y la tierra que soldada por el Tratado de Versalles, puso a los alemanes de rodillas (por unos años) y dejó a la zona más próspera del continente el espacio suficiente para que la belle epoque tuviera lugar. Entonces el mundo cambió. Francia cambió. Las formas de la política y de la guerra cambiaron, sea cierto o no que la primera es la continuación de la segunda por otros medios, Drieu también cambia; cambia sus ideas, amplía sus amistades al ritmo del foxtrot, las flappers, el cinematógrafo, la morfina (que liquida a su mejor amigo, Jacques Rigaut, e inspira “El fuego fatuo”, quizá su mejor novela); está casado con Colette Jeramec pero pasa buena parte de sus noches en los burdeles de la Ciudad Luz.
Drieu era escritor, periodista, cronista, agitador, polemista; era un hombre de la editorial Gallimard, que escribía regularmente en la Nouvelle Revue Francaise, bajo la dirección de André Gide; había publicado Interrogación, Estado civil, Mesure de la France, Plainte entre inconnu, El hombre cubierto de mujeres, La suite dans les idées, Le jeune européen, Bléche y Ginebra o Moscú; también es, quizá a su pesar, más contemporáneo de lo que hubiera deseado.
Victoria Ocampo nace en Buenos Aires en 1890. Es la mayor de seis hermanas; criada por institutrices, su primer idioma es el francés. La leyenda la retrata alta, elegante, hermosa, culta, casada con Bernardo de Estrada. Separada a la brevedad, se dedica a la vida mundana, a los viajes, la lectura; escribe reseñas periodísticas (la primera de las cuales, “Babel”, sobre Dante Alighieri, se publica en el diario La Nación, en 1920). Europa es un destino constante: conoce a Jean Cocteau, Igor Stravinsky, Le Corbusier, Sergei Eisenstein, William Faulkner, Ernest Ansermet, Jules Supervielle, María Rosa Oliver, Octavio Paz, Rabindranath Tagore, Arthur Honegger, Waldo Frank, etcétera. Y en 1924, a Julián Martínez, un pura sangre argentino al que le será incondicional por lo menos durante quince años.

El 1 de febrero de 1929, en un almuerzo servido en el departamento de la duquesa española Isabel Dato, conoce al escritor. En la mesa también están el poeta y ensayista Paul Valéry y el filósofo español José Ortega y Gasset. “Conocí a esos dos hombres (por Drieu y Hermann Keyserling), tan diferentes, el mismo invierno, en la misma ciudad”, escribe. Y completa Oscar Hermes Villordo: “No fue una suerte. Aunque las experiencias profundas no se midan por la suerte. La simultaneidad le sirvió para defenderse de uno y de otro. Vivía la más intensa de las pasiones con el francés y la más absorbente de las admiraciones con el alemán (…) Era la amante de Drieu y la admiradora de Keyserling al mismo tiempo”.
En agosto de 1942, en una carta de Drieu a Victoria reunida en Amarte no fue un error, éste le dice: “He vivido, pensado, escrito, actuado con una paciencia dolorosa desde hace tres años. En suma soy bastante obstinado… y apasionado casi tanto como tú.
¿No volveremos a vernos? Es cierto: nos hemos visto una vez y fue para siempre.”
Por intermedio de Drieu, quien sería la directora de Sur conoce a André Malraux, Aldous Huxley y Louis Aragon. Huxley cederá los derechos de su novela Contrapunto para la editorial de la revista. Pero Aragon se perderá en las brumas del stalinismo, y abandona a su amigo. Por entonces, Drieu está casado en segundas nupcias con Olesia Sienkewicz, a quien visita sólo para pedirle dinero; lo mismo hace con Gaston Gallimard y con su primera esposa, sin demasiado éxito. El periodismo y los derechos de autor no alcanzan para pagar los hoteles de paso y las prostitutas. Sienkewicz es dactilógrafa: trabaja en el hospital Sainte-Anne, en “De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad”, la tesis de grado de su amante, un joven psiquiatra, Jacques Lacan, amigo de Drieu y de Victoria, que en los últimos años recordaba al psicoanalista con un diminutivo: “Era el amantito de la mujer de Drieu” (en la Villa de San Isidro estaba a la vista el ejemplar de los Escritos que Lacan le hizo llegar, dedicado, en 1975).
Es una pasión frenética, cortada por la depresión del francés o por la falta que lo inunda todo, incluso su vida sexual, que satisface, al parecer, más a su gusto con las putas. Victoria Ocampo es una partenaire ocasional que discute política, literatura, música, pintura, que detesta a Watteau, al que Drieu ama; que no entiende cómo ese hombre prolijo y educado que conoció en un almuerzo ocasional esconde una admiración secreta por las jerarquías y el orden policial que empieza a despuntar en Alemania, excusándose en un ideal antipatriótico (lo que está muy bien) sostenido, hasta tanto llegue el tiempo en que fronteras y nacionalidades caigan, en una autoridad fuerte, militar: un amo para domesticar a la masa por el ejercicio del poder.

Victoria invita a Drieu a la Argentina. En mayo de 1932 se instala en San Isidro, prepara una serie de conferencias (algunas publicadas por una editorial fantasma durante la última dictadura cívico-militar); y en secreto para nadie es el amante de Angélica, la hermana de la anfitriona, que ya es directora de Sur, donde el francés escribe desde el primer número. “Drieu, invitado por Sur (yo) a una gira de conferencias. Naturalmente, le presenté a mis amigos, entre otros a Alfred Métraux y Borges. Este último le contó no sé qué anécdota sobre uno de los dictadores o caudillos abundantes en América del Sur. Drieu viajó a las provincias del norte de nuestro país y llegó hasta Bolivia, en compañía de Métraux”, escribe Victoria Ocampo en su Autobiografía. Métraux era un antropólogo que se había instalado en la Argentina a estudiar la civilización inca y sus desinencias locales en 1928, al punto de fundar una sociedad etnográfica en Tucumán. La editorial Sur publicó en 1940 su inhallable estudio “Vudú”, después de su regreso a París. Interlocutor de Claude Lévi-Strauss, Michel Leiris, Roger Caillois y Georges Bataille, Métraux estudió la cosmogonía inca, su mitología y sus ritos. Sin las formalizaciones matemáticas del autor de Tristes trópicos, se adelantó al estructuralismo: privilegió el sistema de relaciones y oposiciones por sobre los “contenidos” generales, y coincidió con Leiris, Caillois y Bataille contra la idea de un inconsciente colectivo como el que postulaba Carl Gustav Jung… desde las páginas de Sur. Se suicidó en 1963, en un bosque alejado de la capital francesa.
Entretanto, a la vuelta de sus conferencias, Drieu intima con Borges. Pasean de noche, llegan al linde de la provincia, fatigan mancebías. Cuando la tierra se aplanaba y ampliaba, “Drieu encontró entonces una forma muy precisa para expresar lo que nosotros, los poetas argentinos, buscábamos desde años atrás. Mirábamos, era la una de la madrugada. Me dijo: ‘vértigo horizontal’”, recordó el autor de Ficciones. “Borges bien vale el viaje”, escribió Drieu en el barco que lo devolvió a su país, donde entró de lleno en un juego político para el que no estaba preparado o que no coincidía con el que se estaba jugando.

El “socialismo fascista” que propone es la izquierda fascista, un anticapitalismo sin usureros, comunitario, bajo el ala de un líder hasta tanto no pudiera darse el paso a un anarquismo de elite. Esa consigna, similar en algún punto a la que levantó Ezra Pound para defender su colaboración con Benito Mussolini, no excusa ni a uno ni a otro, nunca, de aceptar prebendas y puestos de mando, mascarones de proa de un proyecto delirante para el que el adjetivo “intelectual” no explica nada. Es cierto que Drieu, como dice Philippe Sollers, en ese campo tuvo que dejar todo lo que empezaba. Su falta de entusiasmo, narcisismo, amor a la muerte, al reconocimiento, lo aleja de Céline. Y salvar a su primera esposa y a sus hijos del viaje a Auschwitz por conocer a los hombres que disponían el traslado es una de las vergüenzas que quizá justificara –para sí– el suicidio: “Cuando la Acción Francesa se fosilizó, Drieu dejó de ser maurrasiano (por Charles Maurras). Cuando la Sociedad de Naciones, en vez de construir Europa, se había dedicado a charlas estériles, Drieu dejó de creer en Ginebra. El Partido Popular Francés degeneraba hacia una posición nacional-conservadora y a Drieu sólo le queda la opción de abandonar a (Jacques) Doriot. No era Drieu quien abandonaba los grupos y a las personas que antes había aprobado y seguido. Eran éstas las que no alcanzaban a cumplir su misión histórica y Drieu se limitaba a tomar nota y extraer las consecuencias. Su pretendido diletantismo no era sino el reconocimiento del fracaso de los movimientos de renovación”, enumera Sollers, aclarando que habla de la Europa que se hundía en el marasmo de mediados de siglo pasado y de la mentira que por estructura, implica cualquier propuesta política emancipatoria. En otras palabras: gobernar, gestionar, siempre es de derecha. Asesinar millones de personas, ni siquiera es una sugestión colectiva (pues hubo quien se negó) sino una decisión que niega cualquier autonomía.
A Victoria Ocampo la salvarán sus reflejos de aristócrata liberal. Escapa a tiempo del influjo de ese hombre, amigo íntimo de Malraux, quien advirtió el desenlace que entre los cultores del paganismo tendría despertarse un día con la víbora de la cobardía enroscada en el brazo; livianos, frágiles, caricaturas: a unos cientos de kilómetros multitudes morían gaseadas, o de un tiro en la nuca, sólo por disentir, o pertenecer a otra etnia, en barracas húmedas, congelados, muertos de hambre, empleados de un infierno disparatado porque en ese mundo perfecto (el de los nazis) no había infierno sino una estupidez criminal de secta, adláteres y acomodados como Drieu, carne de cañón de un estado al que pocos despreciaron de entrada. Años después, un periodista le preguntó a Borges por Drieu: respondió que había sido un fascista pronazi por pereza.
Cuando Olesia Sienkewicz le consigue una casa segura una vez liberada París, el escritor no planea escapar sino suicidarse. Lo había intentado dos veces, las dos veces lo habían salvado. Drieu no podía escaparse porque como Hitler, había apostado su vida entera. ¿Qué haría en algún lugar del planeta sabiendo que había fracasado y sin siquiera sostener sus ideales? Los dos o tres tubos de somníferos y el subidón del gas por medio de un cable enterrado en su garganta terminaron con la vergüenza, si se quiere, de la manera más digna posible.