Leer en el intersticio

Eduardo Grüner, pensador crítico de las imágenes

Silvana López

Qué hace la crítica de la crítica cuando la historia “relampaguea” en un instante de peligro: produce un acontecimiento. Eduardo Grüner lee en El sitio de la mirada esos instantes “en los que la cultura pide una respuesta”. Una lectura en permanente redefinición que no termina de adquirir una completa consistencia sino la exhibición desaforada del proceso de “excavar” en la tierra oscura, pretendidamente transparente, y desde allí interrogar una primera premisa, luego otra, luego otra, desde diversas perspectivas, para sostenerse, en su condición de intelectual, tan escasos en estos tiempos, en una dialéctica negativa que sustrae, como tal, el suelo seguro donde posarse. Dónde se sitúa Grüner, como lector, como espectador. Me lo imagino sentado en un cine, en un museo, en una biblioteca: en una tensión, también irresoluble, atravesado por los discursos afines al marxismo, al existencialismo, al psicoanálisis, a la antropología, a la filosofía, al estructuralismo, asimismo, en variadas líneas de aproximaciones estéticas; desde allí mira, lee, escucha, para inventar un modo de hacer crítica y teoría que interrumpa el somnífero sueño de una memoria social. Dice Walter Benjamin, en sus tesis sobre la historia, que el pasado solo puede atraparse como una imagen que refulge y que amenaza con desaparecer con todo presente que no se reconozca aludido en ella. Se tiene, por tanto, una imagen de ese pasado, visual, táctil, auditiva, rememorada —ya lo ha pensado la tradición filosófica— que coloca a la memoria en relación con las huellas de la imaginación, con los modos de ver y de mirar, que también se escuchan y tocan.

Por eso Grüner se sitúa; porque el sitio de su mirada sartreanamente excava en el suelo de las formas dominantes de mirar que figuran y reconfiguran una mirada sitiada y en estado de sitio, producto de las interdicciones ideológicas, sociales, culturales y de poder de la sociedad; en esa dirección, como escritor, Grüner hace eso que como crítico dice, ya que lee —en las tres partes que componen el texto, “Fetichismos de la memoria”, “La imagen en movimiento” y “Ut pictura poiesis“— pivoteando en las dimensiones de retotalización y destotalización, allí, donde el acontecimiento des-compone la transparencia, la fantasmagoría; el ensayo, el “blick” de la constelación, que articula un espacio de preguntas, sin respuestas, lo ampara.
El umbral por donde re-comienza es un epígrafe, una cita de Maurice Merleau-Ponty que da el tono a esa mirada situada y a nosotros como lectores, ya que la especulación en Lo visible y lo invisible se desplaza del dualismo, del ocularcentrismo, para situarse, como señala la filósofa Andrea Vidal, en la dinámica de la percepción, en el cuerpo —el encabalgamiento en la “carne”— por lo tanto, se puede escuchar un color o visibilizar o tocar un sonido. Así como la imagen que miramos, nos mira —otra de las premisas de Grüner— el tono merleau-pontiano insiste en una ontología que no es de la substancia, ni del objeto ni del sujeto, sino del entre-deux, de la relación. Con esos principios de diferenciación, en el comienzo, que hacen posible exponer las características históricas, las estructuras y los conocimientos buscados, El sitio de la mirada (17grises) trama generosamente su texto.
La especulación y la pregunta sobre el arte, cómo se manifiesta, en qué contextos, periodizados o no, sus definiciones incontestadas o puestas en cuestión, recorren los capítulos, en tanto, si se consideran las vinculaciones entre el arte de la memoria y la memoria que el arte es capaz de construir, ha servido para componer, “me atrevería a llamar”, aclara bien Grüner (porque la nominación es fuerte, sobre todo el segundo término), “una memoria de la especie”, dado que la imagen ha sido un dispositivo de constitución de la subjetividad colectiva y el imaginario social-histórico. Un campo de operaciones que la abstracción fetichizada ha buscado “fijar”, dominando la mirada y en cuyos procesos de totalización, el arte ha desplegado contraprocesos de des-totalización en conflicto con el “fetichismo de la memoria” mediante modos de producción estética que exhiben las batallas entre la Imagen y la Materia. Antes de la muerte de Dios, la Garantía Divina religaba y fijaba la memoria colectiva pero muerto él, en la Modernidad, el lugar vacío es ocupado por la religión de la mercancía que satura el espacio de la mirada, multiplicando sus imágenes.

Grüner cruza marxismo y psicoanálisis para leer el fetichismo de la mercadería (Marx) y su constitución (Freud) —que es posible por una operación que conserva la huella inconsciente de la percepción, pero borra de la memoria el recuerdo traumático. Y recruza esa ideología y fantasmagoría con otro avatar que brega —Benjamin, Adorno, Horkheimer, Berger, Jameson, iluminan su pensamiento crítico— en las implicaciones de la constitución de la memoria, ahora fetichizada, la puesta en crisis de la representación y el lugar del Otro, las políticas de la supresión de la imagen, “la lisa y llana eliminación del inconciente, y por consiguiente […] la liquidación de la subjetividad crítica”, a manos de los dispositivos de la industria cultural, y en la posmodernidad, del salvajismo de los medios de comunicación de masas con su utopía de la comunicabilidad total y una transparencia absoluta en la que las imágenes y sonidos no representan otra cosa más que a sí mismas; un poder que disuelve los límites entre la realidad y la ficción fabricando en simetría y obturando, sujetos universales. Se lee trágicamente en el texto la pura presencia de lo representado, una obscenidad del poder que muestra al mismo tiempo, diluyéndose, la transparencia de las imágenes fetichizadas. El sujeto perdido en el “shopping” y las “papeletas”, un efecto de Pato Donald “moderno” devenido “posmoderno” cuyas consecuencias se señalan en el texto, pero en las que éste no se adentra —será la próxima— aunque es posible reconstruir la metaposición (política y estética) de Grüner sobre ello, en artículos y entrevistas, antes, desde y a partir de la primera edición de El sitio de la mirada (2001, en los emblemáticos comienzos del siglo XXI) y la reedición de 2021. Un estado de situación cultura/barbarie que relampaguea: “Indeseable. No me deja pasar el guardia./He traspasado el límite de edad./Provengo de un país que ya no existe./Mis papeles no están en orden./Me falta un sello./Necesito otra firma./No hablo el idioma./No tengo cuenta en el banco./Reprobé el examen de admisión./Cancelaron mi puesto en la gran fábrica./Me desemplearon hoy y para siempre./Carezco por completo de influencias./Llevo aquí en este mundo largo tiempo./Y nuestros amos dicen que ya es hora/de callarme y hundirme en la basura.”, un poema de José Emilio Pacheco.

A esa contingencia opaca y alienante, del escamoteo y del dilema, incluyendo en su artefacto crítico la ineludible pregunta adorniana de si es posible un arte después de Auschwitz, el desplazamiento de la mirada de los estudios culturales y poscoloniales, el lacanismo, la teoría de la traducción, el pensamiento foucaultiano, Grüner toma el cielo por asalto y contrapone el “acontecimiento” con el que el arte, el cine, la pintura, la música, la literatura, hacen estallar la unificación lingüística de la comunidad. El acontecimiento es lo que desestabiliza la unidad ideológica, siendo único e irrepetible abre un desgarrón en la trama de lo universal mostrando su trabajo de constitución e introducción de una heterotopía insoportable. Es también el momento —y allí reside su singularidad— en el que cada sujeto se revela, o se des-vela dentro de un sistema de reconocimiento en el que es un eslabón “no intercambiable”, notese en ese sitio la tensión con la “mayestática mayúscula” del “Otro” en la que también excava Grüner. Considerando las periodizaciones seculares, las lecturas teóricas y críticas del pensamiento trágico y del arte, provenientes de la exhaustiva biblioteca grüneriana, asaltado también por las irisadas nachleben de Aby Warburg (memoria, pasado, tiempo, engrama, pathosformell), podría decirse que en El sitio de la mirada se lee el arte o se construye una lectura del arte bajo el paradigma del acontecimiento, en el espacio-tiempo en el que una pincelada, un fotograma, una nota, un procedimiento, una forma, un motivo temático disrrumpen un orden estético, articulado, sin respiro, con las estructuras que configuran la cultura/barbarie que imanta la reflexión crítica. Así como el arte está contreñido por la forma, por la puesta en crisis de la representación, por caso, la mímesis, Grüner no renuncia tampoco a señalar —en esa singular historia de las subjetividades, de la memoria y de la mirada que construye en El sitio, aunque se señale que eso es lo que falta— las dimensiones del arte sujetadas por el poder, la religión, el contrato social, el mercado, la autonomización de las esferas, el museo; no se le escapa tampoco un mínimo señalamiento, en tres o cuatro palabras, el del arte en su momento pre-capitalista, eso que John Berger muestra que, junto con la invención de la perspectiva, surge el cuadro al óleo como mercancía para su venta y posesión, y más que una ventana albertiana que se abre al mundo, la imagen es la de una “caja fuerte empotrada en el muro, una caja fuerte en la que se ha depositado lo visible” y,  también deja pendiente, porque el artefacto del texto lo exige y lo esperamos, un estudio de lo que Martin Jay denomina “las nuevas hermenéuticas” que apuntan a poner en crisis el ocularcentrismo de la modernidad occidental; la filosofía de Merleau-Ponty es una de ellas y el epígrafe de El sitio de la mirada resuena uno de sus tonos.

Si en el estudio de la abeja y la mosca en el cuadro de Cranach, con su insinuante podredumbre, Grüner lee límite y paso de la Antigüedad a la Modernidad, si la eroticónica (amor-muerte) de la Edad Media anticipa la locura, el Renacimiento hace descender el arte a la laicidad de la vida cotidiana al tiempo que organiza la mirada, una belleza completa y serena que el Barroco y el Manierismo harán estallar; el último produce un descentramiento y el barroco hurta a la mirada no sólo el objeto, descentrado de la perspectiva, sino el sujeto que mira, también descentrado; un escamoteo que des-monta, que des-geometriza, es lo que hace Velázquez, en Las meninas y en esa dirección, el trompe-l’oeil problematiza el lugar desde el cual se mira.
“Hoy, los ojos informados —casi me atrevería a decir: construidos— por el cine y los medios visuales, en general, no podrían, aunque quisieran, mirar un cuadro de la misma manera que en el siglo pasado”: el cine, según la aceptación generalizada —el lenguaje estético— es el arte del siglo XX, el único caso inventado en ese siglo y para ese siglo, escribe Grüner. El cine como producto y proceso es leído en sus formas y contenidos, en los efectos que produce y des-produce, en los préstamos que toma de y otorga a otras artes y formas sobredeterminadas de pensamiento, desgranado, periodizado, canonizado entre lo alto y lo bajo, fenomenologizado, por lo tanto, en la lectura sitiada es un artefacto, un arte productor de memoria colectiva. Es posible señalar que funciona como un encuentro y una bisagra en la lectura de Grüner, por una parte, el encuentro entre la invención del fotograma y el psicoanálisis (dentro de él, el proceso primario del sueño) y la lectura grüneriana del fetichismo marxista y neomarxista; la impronta sartreana de interpretación de los signos, liberado del esencialismo, no se elude, la productiviza. Einsenstein, Pasolini, Godard, Buñuel y Dalí, entre otros modos del hacer del cine, se dan cita en ese encuentro. Por otro, bisagra en la dirección de que ciertas poéticas y películas, como el texto de Cervantes, inauguran, parodian y/o clausuran sus dimensiones de producción; asimismo, condensan una productividad que pone en crisis a la representación y a las instituciones, las vanguardias artísticas han libado en esas imágenes fetichizadas y des-fetichizadas, si acaso ello fuera posible.

El sitio de la mirada, en la conjunción heterogénea que cartografía críticamente su biblioteca, cinemateca y pinacoteca, desde mi lectura, marca, entre otros, un acontecimiento iridizado, una supervivencia, el Laocoonte de Lessing (1765) que pone en diálogo escritura y dibujo con remisiones a la escultura de Agesandro de Rodas, el Laocoonte de Sófocles, La Eneida de Virgilio —que pre-figura los procedimientos espaciales y temporales del cine— cuyo grito es una imagen que se desplaza y disemina transformada en El grito de Edvard Munch (1893), en el grito del Estudio del retrato del Papa Inocencio X de Velázquez de Francis Bacon (1953), en el fotograma de la imagen de la nurse en El acorazado Potemkin de Sergei Eisenstein (1925), y más acá, por qué no, en el grito de una memoria colectiva que empuja la transparencia del celofán empastichado; en esa lectura fragmentada que solo el punto final del texto resignifica, se lee el mundo de la percepción de Grüner, la mirada donde la mancha (pintura), la cavidad (escultura), el fotograma, el poema, la tragedia, el pensamiento crítico, es audible, visible y tangible, trasmutada en inconsciente óptico, en ceguera, en silencio y horror, en esquizia de la mirada. Y otro gesto de ese modo de mirar, la tragicidad en la mención de la muerte de Pier Paolo Pasolini —y con ella, una de las culminaciones del cine como arte—, la insistencia en sus luciérnagas, en la ceguera de Sartre, en la potencia de la serie de Las meninas de Pablo Picasso y el cierre, después de sitiados relampagueos, con “Un equilibrio precario: El sistema Matisse”, precario, luciérnaga intermitente, acontecimiento, porque Matisse con su arte “confortable”, de “delicado equilibrio,” no deja de interrogar las contradicciones de la modernidad y la tradición, pero sin soberbia, alejado del arte voluptuoso y de una vida ascética, como afirma Adorno que desea el moderno burgués.
Se dirá que el corpus que articula el texto es europeo y norteamericano, “eurocentrista”, escribe Jorge Jinkis, en el “Prólogo” y concluye con acierto, “en todos los casos, Grüner habla de allí para decir aquí“.  La literatura y el pensamiento latinoamericano, que es lo que más leo, se constituyen en un entramado de complejas relaciones entre lo propio, la propiedad y la apropiación, una tensión entre lo universal y la singularidad, el “antropófago” de Oswald de Andrade, el “cavernícola” de Héctor Libertella articulan esas tensiones; en esa dirección, El sitio de la mirada insiste en el acontecimiento, en las fulgurantes pequeñas luces de las luciérnagas, en su oscuridad velada, revelada y desvelada, que resiste la espectacularidad de la transparencia; a esa intermitencia que la mirada capta entre los rayos de las luces y de las sombras se llama política, no la del buen salvaje sino la de la devoración del antropófago.