Un hijo llamado Océano
Sobre el fenómeno literario Ocean Vuong
Luján Stasevicius

Existen numerosas iteraciones de relatos desde la infancia. Muchas veces se los usa y abusa para intentar abordar temas “cargados” ideológicamente —el nazismo, la guerra civil española, la dictadura cívico-militar, por sólo nombrar tres— patinándolos de una fingida inocencia supuestamente presente en los primeros años de vida. Así, a través de un discurso simple y despojado, se evidencian complejidades sin el escollo de tener que considerar el “molesto” sesgo de la ideología.
Sin embargo, no hace falta haber leído a Freud —pueden empezar incluso con “El niño proletario”; es más corto— para saber que infancia no es garantía de bondad ni mucho menos candidez, aunque pareciera que la mayoría de estos experimentos eligen olvidarlo. La asunción de una perspectiva cándida es cuanto menos, mentirosa y perversa, además de, claro, artificial en el peor sentido.
No es este el caso de En la tierra somos fugazmente hermosos, la primera y hasta ahora única ¿novela? del jovencísimo Ocean Vuong, publicada en el el 2019, finalista del premio de novela extranjera de la prestigiosa revista francesa Les Inrokuptibles, y acreedora luego de 8 premios más. El libro, éxito en ventas, además, se puede a grandes rasgos ubicar en la categoría esas cartas literarias a los progenitores que tienen destino de no ser leídas por su destinatario, aun incluso cuando éste siga vivo. En este caso, el detalle que más saborean los críticos es una capa extra de complejidad en esa distancia: el hijo le escribe a una madre analfabeta: “Escribo para llegar a ti —aunque cada palabra que escribo sea una palabra más lejos de donde estás”, dice, al principio del libro, y después agrega: “la certeza absoluta de que no puedes leerla es lo que hace que pueda contártelo”. Sin embargo, y aun cuando éste sea un detalle que para un escritor menos complejo haría ya una obra —pensemos, quizás en Javier Cercas, y su obsesión por los padres—, en Vuong es sólo el punto de partida.

La mayoría que ha leído el primer tercio del libro se embelesa con una radiografía justa y no edulcorada de la vida del niño hijo de inmigrantes coreanos. Quien se anime al libro entero, encontrará aún más ejemplos de lo que la sociedad americana generalmente preferiría abandonar al polvo de los altillos o los sótanos. Y es que Vuong, con un tono ciertamente cercano a su oficio general, el de poeta, pasa revista a los inconfesables chivos expiatorios de una clase media alta urbana que prefiere patalear cuando las elecciones no resultan de su agrado a mirar cara a cara al otro que le gana la partida. Así, gran parte de la narración está dedicada a la urgente epidemia de la adicción a opioides —que se llevó, sólo el año pasado 50000 vidas en Estados Unidos— no desde una perspectiva antropológica sino, quizás etnográfica. Basta una escena para establecer el abismo que existe entre Ocean y su pareja —Trevor, otro producto del “interior” de los Estados Unidos— y los “normales”, aquellos que pueden, por ejemplo, ir a cenar a un diner y regodearse en su aburrimiento: “Íbamos a entrar a la cafetería a comprar unos gofres, “por los viejos tiempos”, había dicho él, pero una vez allí ninguno de los dos hace movimiento alguno. Dentro del local, un camionero está sentado a solas con su plato de huevos delante. Al otro extremo, una pareja de mediana edad ocupa uno de los habitáculos, y ríen y gesticulan mucho con los brazos sobre unos enormes sándwiches. Una única camarera va y viene de una mesa a otra. Cuando empieza a llover, la cristalera deforma sus figuras, y de ellas solo quedan los colores y las sombras, como en un cuadro impresionista”.
No será la primera ni última vez que la torpe traducción de Jaime Zulaika frustre la lectura e incluso la traicione. Existirán incluso momentos en los que, en lugar de incorporar una nota al pie ante la imposibilidad de encontrar un equivalente justo a los delicados juegos de palabras del autor, los ignorará, o, llanamente se inventará otros, robándole a la obra parte de su poder, en particular cuando se adentra en las dinámicas del duelo. Por ejemplo, en la sofisticada break into/ break in two, o cuando literalmente se producen palabras en español en el original.

Sin embargo, los escollos de la traducción no consiguen aniquilar la belleza de una obra que no da respiro. El tono es espiralado, pasa muchas veces por los mismos temas, pero cada órbita es distinta. En la galaxia Vuong entran no sólo las angustias adolescentes, sino también la violencia como moneda corriente, despojada de la urgencia de la denuncia. La infancia en el libro se presenta como ese momento en el que se establecen sentencias monolíticas acerca de la vida, y que subsisten sin mayor problematización. El tono evoca esta convicción. No es cómplice con una inocencia pretendida y simplificante; la mirada del niño Ocean no reviste su ambiente de brillos ni lo hunde en la tragedia. Tal es así que las violencias contra los adultos están presentadas con una mayor compasión que los castigos corporales de la madre hacia el protagonista cuando niño. Es una narración cruda, pero también justa, incluso a expensas de la propia voz narrativa, y eso se extiende también al relato adolescente. Cuando En la tierra… se desarrolla “la” conversación entre madre e hijo, para anunciarle éste que es gay, las cosas no salen como las planea, y su discurso, que él considera valiente e incluso potente, se ve contrarrestado por la narración de su madre del aborto al que fue sometida antes de traerlo al mundo en condiciones tan inhóspitas y precarias que le resultan insoportables. Vencido, reconoce que “el precio de confesar algo es que te respondan.”

Si consideráramos a En la tierra.. como un bildungsroman, deberíamos rápidamente admitir que es uno sin teleología que lo ordene. Si bien las tres partes siguen un orden cronológico, el tono, como hemos dicho, hace que el texto orbite alrededor de varios temas como la muerte, la belleza, el “progreso”, el sexo, la cotidianeidad del “white trash”, la culpa del que “sale” —“cómo, siendo el primer miembro de la familia que iba a la universidad, lo desaprovecharía todo estudiando Lengua y Literatura Inglesas, leyendo textos oscuros de gente muerta que, en su mayoría, jamás soñó que una cara como la mía sobrevolaría sus frases, y menos aún que esas frases me salvarían”— y ya es extranjero cuando vuelve. Nuestro héroe no parece “crecer” como un árbol visible, sino rizomáticamente, y eso se puede extender a toda su obra hasta el momento. En el sistema Vuong, este libro es un asteroide que orbita alrededor de las colecciones de poesía, pero que encuentra su lugar en la galaxia a partir de esta forma de acercarse a sus problemáticas.
Si a Ocean Vuong le importara el marketing, quizás hubiera adelantado la salida de su siguiente libro, Time is a mother (2022) para la celebración de octubre. Sin embargo, el escritor es tan atípico como su nombre, y su bien cosechada turba de fanáticos tuvo que esperar al siguiente abril. El libro no defraudó. Rabiosamente fiel a sus temas, revisita las tragedias personales en una calidad poética ya madura. De nuevo, la madre y su muerte como eje que organiza las demás ausencias. Si el tiempo es una madre, el tiempo nos da dolor, goce pero por sobre todo una constancia de movimiento. Vuong despide a su madre muerta, trata de resucitarla con las únicas imperfectas herramientas a su alcance (“If you are reading this then you survived”), y se rinde frente a lo inevitable: la literatura no alcanza. Un proceso de duelo que en algunos momentos se toca con el de Roland Barthes, habitar una ausencia ensordecedora, pero que a la vez, y quizás a contrapelo de lo que podríamos esperar, carece del lirismo esperado para una colección de poemas, porque Ocean no es un niño ensimismado, es un sobreviviente. Trata sus cicatrices con delicadeza, pero no las esconde. Sus marcas son también las de una nación infecta, que explota, enferma y mata a sus excedentes, no sin antes patinarlos como débiles. Una nación que es una madre terrible —qué madre no lo es, acaso, aunque ese no es el punto—, que fuerza a morir en las escuelas y a parir por desolación, que vuelve adictos a sus hijos mintiéndoles la narrativa de la libertad y la autosuperación. Una nación que se presenta como adalid de la democracia y la justicia y a la que Vuong, repetidamente, deja al descubierto en lo nauseabundo de su esencia, sin aspavientos ni lirismos grandilocuentes, con la simpleza del que atraviesa lo que cuenta. Como cualquier hijo que se precie.