Fragmento del demoledor comienzo de “Niña de octubre” el relato donde Linda Boström Knausgård cuenta sus sucesivas internaciones entre 2013 y 2017, en un centro psiquiátrico sueco.

LINDA BOSTRÖM KNAUSGARD

Me gustaría poder contarlo todo acerca de la fábrica. Ya no puedo. Pronto no recordaré mis días ni mis noches ni por qué nací. Solo puedo decir que estuve allí durante varios periodos de diversa duración entre 2013 y 2017 y que sometieron mi cerebro a tal cantidad de corriente eléctrica que estaban seguros de que no sería capaz de escribir esto. Primero, de forma intensiva, en una serie de doce sesiones de terapia. Era la palabra que utilizaban. Una palabra que neutralizaba su actividad y que supuestamente reduciría el miedo a la intervención. Decían que la terapia era suave y que podía compararse a reiniciar un ordenador. En serio, utilizaban ese tipo de símiles lamentables. Era un lenguaje creado por quienes piensan que el sufrimiento de una persona puede aliviarse así, y estaban tan acostumbrados a usarlo que una intervención se convertía en algo que olvidaban con la misma facilidad que la última mentira. Hacían veinte intervenciones al día. Esos festejos en cadena coronaban la obra de aquel negocio sin supervisión. Allí arrasaban como querían, y si alguien lo dejaba, siempre lo podían explicar diciendo que la persona en cuestión no respondía al tratamiento. En esas ocasiones, hablaban con orgullo de los resultados. Cerraban cualquier resquicio de contacto con la realidad. Tenían tal miedo a que los inspeccionaran que culpaban de todo al paciente. Ese era imposible de tratar. Ese se encontraba en una fase demasiado avanzada. Esa otra estaba desesperada. Esa anciana se había cronificado y debería haber vivido en otra época en la que le permitieran relacionarse con los demás, una vida adaptada a sus capacidades. Tres horas de paseo libre por el parque y en manos de una enfermera que nunca le reprochara nada. Eso pertenecía al pasado y nadie quería ya tener pacientes crónicos en su sección. Todos querían mostrar resultados, y los resultados se obtenían con ayuda del famoso tratamiento de electrochoque, que era la respuesta a los padecimientos de todo individuo. Les vendían esos tratamientos a pacientes que no podían sino creer en lo que el jefe de servicio médico decía en el breve espacio de tiempo en que de verdad podían hablar con él. Diez minutos una vez a la semana, sin posibilidad de preguntar. Los más problemáticos recibían mayor intensidad de corriente. Eso lo sabía todo el mundo. 

Yo tenía una debilidad en mi interior y por todo mi ser, y por ello me encontraba con frecuencia en places así. 

Ya me habían aplicado electrochoques en varias ocasiones. Lo sabía todo sobre esa terapia. A las cinco de la mañana venía a la habitación una enfermera para ponerte una aguja. Por el modo en que tiraban de la manija ya sabías si iba a doler o no. A Zahid le daba miedo clavar agujas, así que siempre fallaba y enseguida empezaba a sudar en la sala estrecha. Tal vez no fuera tan raro que no atinara, porque las lámparas de la habitación daban una luz muy débil. El que los otros localizaran la aguja en el dorso de la mano, donde las venas se distinguen mejor, pero donde el pinchazo es más doloroso para el paciente. Si era la enfermera Maria quien abría la puerta, ya sabías que apenas ibas a notar el pinchazo. La aguja se deslizaba sin dolor, y para ella todo eran sonrisas de gratitud. Aalif clavaba la aguja de golpe. No fallaba nunca y, claro, eso se agradecía, pero el agujazo era tal que el dolor anulaba por un momento la realidad en la que uno se encontraba. Algunos pinchaban varias veces sin atinar, las venas se les escabullían siempre. Lo extraño era que siempre eran las mismas personas a las que se les escapaban las venas, y otras pinchaban sin avisar. Esas veces yo gritaba de dolor. Necesitaba prepararme para la invasión de la aguja. Oír: Voy a pinchar, para así poder espirar cuando la aguja penetrara la piel y de ese modo hacer desaparecer el dolor por arte de magia, o al menos conseguir que fuera manejable. Cuando la aguja ya estaba en su sitio, fijaban con esparadrapo un dispositivo con una vía, lo enjuagaban con una solución salina para comprobar que la vía funcionaba, de modo que el somnífero tuviera libre acceso a las funciones corporales de uno y también a la mente, hasta que enseguida uno se rendía. Una capitulación total. 

Pero antes. El camino hasta ahí. Nunca podías ir allí solo. Un cuidador te  acompañaba siempre y, por lo general, era Aalif el que venía a recogerme a mí. Aalif me gustaba. Estaba bien. Era de uno de los países más cálidos y había venido huyendo de la guerra. Recorríamos juntos los veinte metros más o menos. Primero fuera de la sección, luego tres pasos a la izquierda para entrar en el corto túnel que conducía a la fábrica. 

Nos sentábamos en fila en una sala de espera, los que íbamos a recibir la terapia y nuestros acompañantes. Allí dentro la cosa iba a una velocidad de vértigo. Lo tenían muy bien organizado. Como ya he mencionado, conseguían meter a veinte desgraciados cada mañana. Estábamos sentados en la sala de espera y yo casi nunca decía nada, pero si la sangre fluía más rápido, hablábamos del país de Aalif. Le preguntaba por la guerra y si no le parecía espantoso estar en este país, donde nadie se sentaba fuera por las noches y donde las conversaciones que la gente mantenía trataban exclusivamente de si uno era una persona con la que había que contar o si era una persona con la que no había que contar. Aalif respondía con un gesto que significaba qué le vamos a hacer y decía: Esto es mejor. Mejor para la familia. 

La mayoría de las veces yo me quedaba allí sentada con la vista clavada en la puerta, que se abría cada tanto, y un alumno de medicina rubio y lozano con los dientes blancos decía un nombre y entonces o bien te quedabas sentado en el banco de la sala de espera o si el nombre que decían era el tuyo te levantabas y entrabas en la consulta con tu acompañante. 

Una vez dentro, no había tiempo para vacilaciones. A la camilla. El anestesista: ¿Has comido o bebido algo hoy? ¿Tienes algún diente postizo?

Te tomaban la tensión mientras la enfermera fijaba los electrodos en la parte superior del pecho y en la frente. Luego venía el alumno con el oxígeno que aspirabas para oxigenar el cerebro. El anestesista te decía que pronto te habrías dormido y entonces te inyectaban el frío somnífero en la sangre a través de la vía a tal efecto preparada. Era como beber oscuridad.

Lo que ocurría después, cuando ya estabas dormido, me lo ha contado Aalif. Primero te ponen un protector dental, para que no te muerdas la lengua. El relajante muscular te lo inoculan por la vía, para evitar que el cuerpo se mueva de aquí para allá en la camilla. Y luego hay que elevar la potencia eléctrica para provocar una convulsión. Luego, iba rápida la cosa con la corriente. Esa corriente en la que ellos depositaban su confianza. Esa corriente que redimía a los médicos. Esa corriente que, sin efectos secundarios, aportaría el alivio que ningún medicamento podía dar. 

Esa corriente que, durante unos segundos y hasta un máximo de un minuto, causaba los ataques espasmódicos que eran la clave misma de una terapia exitosa. 

Lo que sucedía una vez que pasaban los espasmos lo contaré en otra ocasión, pero por ahora puedo decir que todos los pacientes descansábamos alineados en unas camillas estrechas uno al lado del otro, tan cerca que casi nos rozábamos. Cada uno en su propia oscuridad, en un sueño que no es posible comprender. Allí estábamos tumbados durmiendo detrás de una cortina. Era importante que el paciente que entraba en la sala no viera a los durmientes. Era importante no asustar a nadie que fuera a recibir aquella terapia tan ligera, pero yo había visto a los durmientes muchas veces pese a todo, y la idea de que pronto yacería allí como uno más, ignorante de lo que me ocurriera, me asustaba más que la corriente misma. 

Que luego hubiera grandes fracciones de tiempo que yo no recordaba no le importaba a nadie. Contra­ponían la pérdida de memoria al efecto de la terapia. ¿Y cuánto pesan los recuerdos? ¿Cómo se miden? ¿Cómo se valoran los recuerdos? Los recuerdos tenían un estatus muy bajo en la fábrica. Preferían tratarte cuatro semanas aplicándote corriente a que deambularas por la sección dando tumbos durante varios meses. 

Para los que trabajaban con los márgenes del ser humano era un sentimiento embriagador poder al fin mostrar resultados y, por tanto, conseguir que los invitaran a los círculos más elegantes. 

Yo era escritora en ese momento. Una profesión pé­sima. Ningún alivio. Ningún consuelo. Ningún descanso. Ninguna alegría. Solo vivos recuerdos del lugar en el que escribí, fantasías y palabras que a veces da­ban en el clavo. Escribía tan de tarde en tarde que era ridículo llamarme escritora, pero en cualquier caso eso era lo que hacía. Escritora era mi segunda opción. La primera opción era actriz, algo que intenté llegar a ser de muy joven. Tenía un talento irregular. Podía ser muy buena una noche, totalmente libre en el escenario, y entonces sentía una felicidad que no se podía describir. No había palabras para un alivio como aquel. Ser libre y aun así saber qué es lo que va a suceder. Protegida entre los demás, pero yo misma pese a todo. Era el paraíso en la tierra. 

Aun así, me parecía que no era una elección mía. No era una conquista propia. Fue mi madre la que descubrió esa profesión y al final yo no quise seguirla a ella. Además, lo del teatro era insoportable las noches que decía mi parte sin liviandad, como una principiante sin talento y con la angustia como única compañía. Era consciente de que no se podía ser tan irregular en esa profesión. La razón me decía que abandonara mi sueño y eligiera lo que siempre había estado latente. La escritura. 

(Traducción: Rosalía Sáez)

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