Los unos y los otros
La problemática de la tradición en una novela de Emilienne Malfatto
MARIANO GRANIZO

En una entrevista con Tiempo Argentino, Malfatto dice: “Yo no escribo ficción, pero esta historia me llegó de una manera muy impulsiva, muy instintiva, como algo que tenía que salir, y salió”. Que por ti llore el Tigris, novela por la que obtuvo el premio Goncourt a primera novela 2021, propone un doble juego de lectura desde el título mismo; ese pronombre “ti”, en una lectura apresurada, puede quedar en la referencia a la mujer y su posición en una sociedad islámica como es Irak, pero la totalidad de la novela trae consigo una lectura más precisa: ese “ti” refiere a la tradición. Emilienne Malfatto es una periodista y fotógrafa francesa que escribe, desde la tradición occidental, puntualmente desde la tradición francesa, sobre el drama de un país, Irak, en el gerenciamiento de su propia tradición. Así como un río sigue su curso, lo hace la gente en esta novela y en el territorio al que alude. No se puede modificar un curso predeterminado por siglos. Las cosas son así, y punto. En ese registro avanza la narración de Malfatto, narración que es un ensayo fotográfico construido con palabras y recursos diversos.

La novela, que como forma en descomposición y cambio constante admite poemas, brevedad, espacios en blanco, monólogos con una impostación que alude a la tragedia clásica (“Soy la esposa, la mujer sumisa, la mujer correcta, la que respeta las reglas…”; “Soy el hermano, por medio de mí llegará la muerte.”) y cambios de voz, narra la tragedia de Irak desde el punto de vista de sus partícipes, agentes y víctimas (al mismo tiempo) de una tradición milenaria. Nada de lo que puedan decir estos personajes, su indignación o sus quejas, su tristeza o temor, puede ser dicho a sus pares, puede ser manifestado en medio de la tradición cultural del país; todo lo dicho tiene como destinatario el oyente/lector/espectador de fuera, aquél que es ajeno a la cultura de los participantes y que juzga desde su propia tradición. Por eso Malfatto puede generar este texto que solo puede surgir de alguien ajeno para la lectura de aquellos que también son ajenos. De hecho, podríamos decir que la novela pertenece, en su factura, a la literatura francesa, no solo por la lengua en la que ha sido escrita sino por incorporar a la comunidad islámica francesa como posible lectora del texto, dado que es difícil pensar que el libro pueda ser leído en Irak, que pueda ser leído por los pares de los personajes, por aquellos que puedan reconocer sus vidas como calcos de lo narrado (la comunidad islámica francesa ya estará mediada por la intervención, inevitable, de la cultura occidental francesa accionando sobre su tradición: una tradición que debe adaptarse a otra, pero donde solo una debe cuestionarse cosas en una convivencia que debe aceptar su subalternidad o derrota). ¿Tiene derecho Malfatto a impostar esta voz? Claro que sí, impostar está en toda literatura, aun en las que se pretenden auténticas en su expresión (como si eso fuera un valor en sí mismo), pero en este caso el libro está escrito para otros, como hace notar Sartre en el prólogo a Los condenados de la tierra, de Fanon, respecto a que si escribe un prólogo es porque necesita ser leído el libro también por los franceses, no solo por los condenados de la tierra a quienes está dirigido.
Desde la forma (fotografías hechas con palabras) queda explícito que la autora asume su posición sin querer darle voz a otros, lo que hace que no deje de ser un relato colonial. Es posible que los personajes de los que habla Malfatto hablen de su situación, pero ese es un registro que no nos llegará a nosotros, occidentales. La pregunta es, ¿por qué deberíamos leer algo así? La respuesta es simple: porque la tradición colonialista pervive hasta en el progresismo mejor intencionado.
El título alude, en ese “por ti”, a las mujeres y los hombres (y al mismo Irak) muriendo todo el tiempo. Hasta el río Tigris habla, en un registro poético, como si tras miles de años hubiera logrado elaborar un modo de decir pausado y preciso, poético en su ser mismo; si el Tigris mismo habla, ¿acaso no incluye el pronombre del título también a la tradición misma de los habitantes de Irak? La epopeya de Gilgamesh, de la que la autora intercala fragmentos, pone en evidencia que la tradición es algo vivo en el texto (en el país) como un personaje más del que tener que escuchar su opinión: “Los hombres son como el viento en los juncos, pasan pero no duran. Cuando uno es milenario como yo, nada importa verdaderamente”, dice el Tigris. La tradición es inquebrantable, así se percibe.

La selección de lo que cuenta Malfatto, los materiales con que trabaja, es precisa para nosotros: da la sensación que, en cualquier momento que fuéramos a Irak podríamos tomar la fotografía de cada una de las escenas que describe en su libro, pequeñas postales de aquello que la tradición occidental no tolera (no todo, las bombas le siguen pareciendo a la tradición occidental algo lo suficientemente justificado) y lo que la tradición islámica más ortodoxa parece tener naturalizado; fotografiar aquello que nos es ajeno y que, por ello, nos provoca cierta fascinación.
Pero, con una lectura más atenta, nos damos cuenta que no son los hombres quienes matan, “será la calle, el barrio, la ciudad. El país”, es decir, es el Estado como sostén de la tradición y la familia como ejecutora de ella; el Estado como lector y regulador de la tradición, como intérprete de ella. Si bien hay conceptos en los que no existe diferencia con la tradición occidental (los muertos en la guerra, por ejemplo, no implican un acto de asesinato), el problema se da hacia el interior, hacia la tradición y los ciudadanos, no en el plano del tú a tú de los países. Es en ese interior de la organización estatal donde incluso los hombres son víctimas de la tradición, víctimas de aquello que la tradición les pide: que sean la mano ejecutora al momento de defender al país y, también, la mano ejecutora al momento de defender la tradición, es decir, castigando a la mujer por deshonrosa.
La novela se propone contar aquello que ya todos conocemos (de hecho, lo único que conocemos y damos por sentado sobre el mundo islámico): las mujeres son asesinadas por atentar contra el honor de la familia, la guerra es fratricida (“Enlistados en bandos enemigos, cuatro hijos de una misma familia se habían matado unos a otros.”) y el estado de guerra, en medio oriente, es constante y milenario, como lo atestigua el río Tigris. Pero el verdadero tema de la novela es la tradición y cómo logra subsistir, a qué costo. En esa tradición, los hombres deben salvaguardar a la patria, y las mujeres deben salvaguardar el honor familiar: “Por cada mártir, los hombres disparan hacia las estrellas, y las mujeres rompen sus velos”. La hermandad de las armas en ellos y la hermandad del hogar en ellas; pero, por sobre toda hermandad, la tradición, que es imperturbable. Es el destino trágico que construye toda tradición (“Amir todavía ignora que es un asesino”) y que permite el ingreso del teatro y sus monólogos como recurso estético válido y justificado: la tradición occidental, que se justifica en sus formas (tanto estéticas como políticas e, incluso, divinas) cuenta el drama de una tradición ajena, que desafía el paso del tiempo y se autopercibe inmortal. Malfatto es plenamente consciente de que escribe sobre algo ajeno para aquellos a quienes también les es ajeno. Allí está, quizás, el valor de su texto, en tener bien claro para quién ha sido escrito.
Hassan, el niño, “el que aún no es un hombre” es el único que dice que, “si fuera un hombre, detendría el brazo del asesino”. El niño Hassan, el favorito de su hermana (de la que deberá morir) aún no ha sido ganado por la tradición, esta aún no actúa por completo sobre él, pero poco a poco la tradición va haciendo que todos ocupen su lugar en ella, desde el niño al margen de todo, hasta el que llega a la edad en que se asume un destino como inquebrantable, y en ese destino está también el resentimiento del humillado por el invasor (occidental y cristiano) que hace más fuerte a la tradición como respuesta.

El texto se construye como una lectura de las mentes de las mujeres, los hombres y los niños, una lectura de sus gestos y de lo que se supone que podrían estar diciendo. Que hablen en un monólogo, como si tuvieran la luz de un reflector cayendo sobre ellos, escaneándolos, es una impostación posible, pero impostación al fin, una que aceptamos como lo que puede decir esa gente; es todo lo que la lente de la fotógrafa y periodista Malfatto cree, o espera, captar. Esto hace de la novela una extraordinaria expresión de deseo: “Soy el chico cuyo futuro todavía no está escrito. Soy aquel que, tal vez, no sea un asesino”.
Malfatto se niega a la crónica periodística para poder trabajar con lo deseable, flotando entre lo constante y lo posible, pero mientras no sean esas mujeres y esos hombres quienes hagan hablar a los suyos, bajo el sol abrasador de las calles iraquíes o en las sombras de las casas en las que se sostiene la tradición, es esto lo único que tendremos. Los hermanos de la protagonista, que espera su muerte por estar embarazada sin haberse casado, cubren todas las posibilidades de pensamiento ante la tragedia (aceptando, cuestionando, negando); no obstante, todos aceptan el lugar que la tradición les tiene reservado. Es ahí donde las referencias al Gilgamesh, intercaladas hábilmente en el texto por Malfatto, recuperan del olvido los tiempos en que la tradición era otra, abriendo la posibilidad a que esta cambie, en un gesto intervencionista que recuerda a la tradición colonial francesa. Una novela, la de Malfatto, sobre la tradición, tanto en occidente como en medio oriente.