El otro color que cayó del cielo
El autor de La música de Frankie escribe sobre la mirada y la obra de Carlos Gorriarena
Luis Gusmán

Mirando el catálogo de la obra de Carlos Gorriarena, mis ojos se detienen primero en el nombre y en las pinturas. No recuerdo otro nombre que se corresponda tan exactamente con una estética como el de Gorriarena. Como si fueran un solo cuerpo: el pintor y la obra.
Gorriarena no pintaba el mundo; pintaba un mundo. Mi ignorancia en la materia, no en la sensibilidad, me da licencia para no referirme a la técnica. Pero, ¿quién puede permanecer ajeno, indiferente, inconmovible, ante su impactante trabajo con el color? Quiero decir: tiene algo de deslumbrante, como ese arcoíris que aparece de pronto para iluminar el cielo y recortar el horizonte. Las gotas en el cielo, esos prismas en miniatura, que cuando el sol las ilumina da en el blanco. La irradiación equilibrada de colores dominantes y secundarios hacen fulgurar las gotas como pinceladas.

La pregunta que me surge al ver las pinturas de Gorriarena es de dónde sacan sus pinceles la luz que alimenta ese color. Más aun teniendo en cuenta que uno de sus cuadros se titula justamente Sin luz de sol. No tengo la respuesta exacta; pero me permito creer, citando el célebre título de H. P. Lovecraft, que el de Gorriarena también es un color que cayó del cielo. Sí, ese color viene de ahí y, como un meteoro, rompió “no solo la pared” sino también esta tierra. Esta tierra, la suya, la nuestra.

Como dice Así sea, el poema de la peruana Blanca Varela, “No es con los ojos / que se ve nacer esa gota de luz / que será / que fue un día”. Ese poema sólo podía escribirse en la lengua de Varela y la pintura homónima de Gorriarena sólo podría pintarse en la lengua de este país. Estaba hecha para esos ojos y nacida vaya a saber de qué mirada.
Siempre me pregunto cómo un cuadro parece iluminado a la luz de vela para hablar de las caras Santas de Georges de La Tour. En los cuadros de Gorriarena en cambio la luz desborda. Y no casualmente uno de ellos se titula Se va la luz por un costado.
Podría arriesgar: en Gorriarena hay una política del color tanto como hay un color de la política. El abrazo de Evita a Perón lleva como título una frase que recuerda a verso de Manzi: No habrá ninguna igual.
Es claro que hay en este catálogo trabajos de distintas épocas de su obra. Pero a pesar de ello hay, invariable, una mirada que insiste y una pincelada que se vuelve inconfundible. Cuando una de estas obras de Carlos se planta ante nuestra mirada, uno dice sin vacilar: un Gorriarena.
Nietzsche diría que ese pintor de la luz también pintó la otra escena: la de la sombra que no se reduce a la figura (porque, si hay luz, hay inevitablemente sombra). La sombra como un río. La sombra de los días. Así sea, un fluir del tiempo.
El pintor y su sombra. Esa pintura, que lo acompañó en su despedida, no es un espejo de luz; es una sombra. La figura de Gorriarena aparece desdoblada. Detrás suyo hay una ventana espejo que es como un cuadro; a sus pies, la imagen de su sombra está como en otro espacio, en otra dimensión.
Hay palabras devaluadas por frecuencia de uso. Me viene de inmediato a la memoria “epifanía”; pero a la que me quiero referir ahora es a “maestro”. Carlos fue mi amigo. Entiendo que así (“maestro”) lo llamen muchos de los pintores que asistían a su taller. Esa palabra le cabe a él como le cabía a Masotta, porque así lo llamaban los que iban a sus grupos de estudio. Maestro no es el que enseña, sino el que trasmite alguna más en lo que se enseña. Algo que se filtra y transforma nuestra manera de leer o de mirar el mundo.

El título del cuadro de Gorriarena en que pinta a Maradona no podría ser más perfecto para ilustrar lo que quiero decir: Oriente maestro. Un maestro da siempre una orientación, como una brújula. Y Gorriarena tenía esa clase de maestría. Hacía de su arte un oficio. No sé, pero cualquier adjetivo podría leerse como una reducción, una mística de lo inefable.
En mi casa tengo un retrato que Gorriarena pintó de su madre. Más allá de la diferencia de edad y de la imagen de una época, se parece mucho a la mía. Con ese sombrerito a la Garbo. No soy un especialista (aprendí a mirar pintura en los libros de arte cuando trabajaba como librero); pero al ver ese retrato siente algo de la emoción que sentía al abrir los paquetes y descubrir el misterio de las mujeres en una pintura de Paul Delvaux. Una emoción distinta pero intensa como la que me embargaba, de chico, cuando miraba un álbum de figuritas. Una alegría infantil que ilumina los ojos, como dice Jean Paris en El espacio de la mirada.
Este catálogo no solo recorre la obra de Carlos Gorriarena sino también una insistencia de su mirada; la suya, la pictórica. Ella se creó su propio espacio. A eso, le llamo un estilo.