A los 25 años, David Foster Wallace escribió su primera novela, “La escoba del sistema” que, ahora reeditada, demuestra la genialidad del último gran escritor norteamericano.

ANDRÉS HAX
En 1996. Fotografiado en su casa de Bloomington, Ill. — © Gary Hannabarger/Corbis

1.

En una entrevista con el periódico The Boston Phoenix, publicada el 23 de Febrero de 1998, David Foster Wallace dice algo que es una clave para entrar a su obra nuevamente hoy. El periodista, Tom Sococca, le pregunta a quien en ese momento es uno de los jóvenes escritores más famosos y celebrados en los Estados Unidos si el concepto de hipervínvulo en la naciente World Wide Web influyó en esa práctica disruptiva, obsesiva y sin precedentes a semejante escala en la ficción contemporánea, de usar pies de página.
El autor responde: “Gente me ha dicho eso y me encantaría que pensaran que hay una gran teoría. A veces uso una computadora para tipear cuando tengo que hacer muchas correcciones, pero no tengo un módem. Nunca he entrado en Internet.”
Antes de seguir agreguemos otro dato sobre la composición de La broma infinita: la escribió a mano, en carpetas, con un puñado de bolígrafos Bic (eligiendo uno u otro cada día, por más que todos fueran idénticos, según cuánto le ayudaba a fluir en su escritura). Luego transcribió el texto completo a una computadora, tecleando con un solo dedo. 
Les invito a que vuelvan a leer, o lean por primera vez La broma infinita (con sus mil páginas de texto y cien páginas de notas de pie) teniendo estos dos datos en mente. 

2.

¿Cómo se llama la generación, que aún camina sobre nuestro planeta sin haber ni siquiera haber alcanzado la ancianidad, que llegó a la adultez en un mundo sin Internet? Es un tema que va más lejos de la mera tecno-nostalgia. Los que estuvimos allí, en ese mundo —leyendo, escribiendo viendo cine, escuchando música, estudiando, trabajando, jugando videojuegos, comunicándonos a distancia por teléfono y el correo, masturbándonos— sabemos en las tripas que era otra existencia. Y aunque estamos hablando de otro mundo (uno que nunca, pero nunca más volverá a ser), no fue hace tanto tiempo. David Foster Wallace hoy tendría sesenta años.

3.

No llegó a los sesenta. Ni siquiera llegó a los cincuenta. Se murió, en 2008, a los cuarenta y seis. Si leemos la biografía del autor de la reedición de su primera novela (La escoba del sistema, 1987, que en español publicó Pálida fuego, con una edición especial por su décimo aniversario) en el coqueto y canónico sello de Penguin Classics, no sabremos por qué o cómo. Lista sus obras, su fecha de nacimiento y muerte, y las obligatorias frases halagadoras, hagiografías, y nada mas. En casa del ahorcado…
Si queremos volver a leer y realmente entrar a la vasta y delirante obra de David Foster Wallace tenemos que agregar un dato más. Entre todas las cosas que fue este escritor, también fue una persona atormentada desde el principio de su vida por una desazón existencial vertiginosa. Lo que, a falta de otro concepto, llamamos depresión clínica. 
Era competitivo. Jugó fútbol americano en la posición de los elegidos – quarterback— hasta los doce años y al empezar la secundaria, cuando los cuerpos de los niños pegan un abrupto golpe y se convierten en proto-adultos, Wallace se dio cuenta de que no le gustaba ser golpeado o golpear y prefirió el tenis, que jugó competitivamente a un muy alto nivel durante toda su adolescencia. Aprendió por su cuenta en las canchas públicas de su pueblo natal, Urbana, Illinois y por un tiempo su meta fue convertirse en profesional. David Foster Wallace se presentaba un poco como un tímido pero era un Lobo Alfa. Quería ganar y quería ser el mejor del mundo.
Y brillaba. Brillaba como una estrella que explota. Se subió a la escena literaria como un peso pesado se sube al ring. Se hacía el tímido, pero quería escribir libros que se pudieran leer en el futuro.  

Pasó por la secundaria con un boletín perfecto y entró a Amherst College, una universidad de elite, tanto académicamente como el repudiable sistema de casta social. Esa característica descolocó a Foster Wallace, que venía de un mundo próspero, pero humilde de espíritu y sin pretensiones sociales. Sus padres eran eruditos y excéntricos profesores: el padre enseñaba Filosofía en la Universidad de Illinois y la madre Lengua Inglesa en un secundario. La familia, que incluía una hermana menor, parecía un clan sacado de Salinger o de una película de Wes Anderson. Se comunicaban en chistes y por escrito, empujando cartas escritas por debajo de las puertas cerradas de sus dormitorios. 

A pesar de estas escenas al parecer idílicas persistía una profunda tristeza en su interior, incomprensible tanto para él mismo como para sus seres queridos. 
En Amherst brilló bastante pero tuvo que tomarse un año de licencia para volver a casa y lamerse las heridas internas producidas por el incesante e incomprensible dolor que atravesaba su existencia. Trabajaba conduciendo un bus escolar y vivía con sus padres cariñosos y comprensivos. Eventualmente, cuando fue alumno en la maestría de escritura creativa en la Universidad de Arizona –con una beca completa– empezó a usar una bandana cubriendo su cabeza, atada en tres puntos en la nuca. Decía que era porque sentía que su cabeza estaba a punto de explotar.

En Amherst, con veintidós años, escribió en cinco meses el primer borrador de lo que sería La escoba del sistema. Eligió ser escritor pero se lamentaba por haber empezado tan tarde. En Arizona publicó, aun siendo alumno, un cuento que fue premiado con un extraordinariamente prestigioso O. Henry Award. Sus profesores, indignados, lo amenazaron. Eran de la escuela del realismo duro a la Raymond Carver y no les gustaba un carajo la forma de escribir de David Foster Wallace. Lo que no les gustaba, seguramente, era tener que reconocerse como fracasados. Cuando soñaban ser escritores lo soñaban como lo soñaba este pibe. Las ambiciones y la furia por el trabajo de David Foster Wallace en el acto de escribir y su deliberada ambición de convertirse en “El Gran Escritor” era colosal. Y las logró siendo muy joven. Se hacía el tímido, pero tenía la ambición furiosa de Mike Tyson.
Es mucha presión vivir así, por más que brillare, por más que le lloviera el éxito de manera incesante. Vivía dentro de un huracán de éxito. Tras recibirse en Arizona dejando a sus profesores pusilánimes freírse en el desierto y seguir enseñando a escribir, David Foster Wallace consiguió una beca completa para doctorarse en Filosofía en la Universidad de Harvard. Eso es como ganar Wimbledon. 
Pero siempre estaba el dolor. Entonces, por primera vez supo que se iba a matar. Cuando avisó en la oficina de asuntos estudiantiles, se activó un protocolo. Su destino fue un loquero, pero uno con pedigree: McLean, un hospital psiquiátrico asociado a Harvard, en las arboledas afueras de Boston. En un momento de su historia se llamaba The McLean Asylum for the Insane. Aunque se endulza el cuento siempre mencionando que por allí pasaron seres iluminados de las letras estadounidenses como Robert Lowell, Sylvia Plath y Anne Sexton, es un lugar de terror. A Wallace lo encerraron en una celda de paredes pintadas de rosa y en pocas semanas lo despacharon con un diagnostico de Depresión Mayor y una receta de Nardil. 
No volvió a Harvard, aunque se quedó en Boston un tiempo más trabajando como guardia en una empresa de computadoras y luego en un gimnasio, dando toallas a la clientela. Se sentía humillado. Estaba momentáneamente perdido. Pero recalculó y con su amigo y contrincante Jonathan Franzen (el  Björn Borg a su John McEnroe) se mudó a Syracuse, Nueva York, donde el alquiler era barato y pudo dedicarse exclusivamente a escribir, jornadas completas, todos los días, por un año. Allí, con sus Bic y sus cuadernos, sin Internet, lo único que hacía era escribir.

Seguía brillando como una supernova. Publicó libros que fueron amados con fervor. Era el nuevo Rey. Era lo nuevo. Lo impensado. Sucesor de Roth, Pynchon, Updike, esos Lobos Alfa avejentados de las Letras estadounidenses donde todo es, en el fondo, una competencia a matar o morir. Le dieron el MacArthur Award, conocido informalmente como The Genius Award: algo mejor que un Nobel. Consiguió un trabajo extraordinario enseñando escritura creativa en el Pomona College de California. Sus alumnos lo amaban. Pero siempre lo rondaba la depresión: esa presión de la depresión. Quería demasiado. Todo fue demasiado. Cultivaba un aire humilde, pero quería volar lo más cerca posible del sol.
Y se quemó. 
Se calló. 
Se mató.
Se ahorcó.
En Amherst escribía. Escribía papers para sus compañeros, escribía para sus clases y escribía ficción. En un cuento que se publicó en la revista estudiantil contó su más íntimo secreto. A los veinte años, más o menos, escribió su carta de suicidio, 25 años antes de cometer el acto. Un fragmento se lee así:
“Vos sos la enfermedad… te das cuenta de esto… cuando miras al agujero negro y está disfrazado con tu cara. Eso es cuando la Cosa Mala te devora absolutamente, o mejor dicho, cuando te devorás a vos mismo. Cuando te matas. Todo este asunto de gente suicidándose cuando están ‘severamente deprimidos’. Nos decimos, ‘¡Dios mio! ¡Deberíamos hacer algo para pararlos, matarse a si mismos!’ Están equivocados. Porque toda esta gente, ves, ya se ha matado donde realmente cuenta… cuando ‘se suicidan’ simplemente están poniendo las cosas en orden.”
David Foster Wallace tendría sesenta años. Hubiera sido útil tenerlo aquí, ahora, aún con nosotros. Nos hubiera explicado el mundo, como hacía él en sus libros, como lo hizo desde esa primera novela deslumbrante que es La escoba del sistema. Su brillar aún nos hubiera iluminado.