Sobre estar de pie
En este ensayo inédito, el escritor Francisco Bitar, autor de “Un accidente controlado”, plantea las diferencias de perspectiva entre dar clases sentado o de pie.
FRANCISCO BITAR

UN PEATÓN. Ando en auto, pero siempre me consideré un peatón. No un caminante: me falta el temple, la inspiración y el tiempo libre necesarios para serlo. En todo caso, como los sueños de aprender a tocar el piano o de cultivar un jardín aceptable, el de ser un caminante es un proyecto cuya ejecución dejo para mi retiro, cuando otras urgencias, como la de avanzar en una obra que crece cada día en proyectos atrasados, no adelgacen su impronta. Hasta entonces, mi conducta se corresponderá con la de uno que sale con un plan estricto y que intenta volver a casa cuanto antes, con vida si fuera posible.
No hay dudas: el peatón hace un uso nervioso de la ciudad, pero se lo tolera si no mata a otros peatones y si lo hace por un bien mayor: el de volver a sus cosas, lo que redundará en un ahorro, para la ciudad, de su confusión y de su apuro. Sin querer, la suya es una posición ética, aunque a la inversa: evitando el mal para sí, evita el mal que él mismo, al salir a la calle, significa para los otros. Al contrario de su rígida concentración, por la vereda de enfrente el caminante va con aire soñador: mientras camina está en otra cosa, lo que lo lleva a cambiar de velocidades, a torcer el rumbo en cualquier punto, incluso a perderse. Esto supone casi siempre un exceso de personalidad, sobre todo en una ciudad chica como la mía en la que perderse por caminos archiconocidos depende de una impostura. Para esta sobreactuación hay un segundo nombre: deambular, figura tipificada por los códigos policiales.
En suma, el peatón es el caso no marcado, el elemento esperable de una ciudad, porque la ciudad lo ha inventado y encuentra en él su base (que como toda base permanece invisible). El peatón es el eslabón perdido, sin ninguna prensa en particular, entre el automovilista y el caminante. Estos dos hablan en tablado, uno desde el ruido de las calles, adonde parece reinar; el otro desde el ruido de lo originario, reivindicación muy a la moda que vemos multiplicarse en cigarrillos armados, cervezas artesanales y huertas de tomates en miniatura. Silenciado entre los dos, favorecido por ese silenciamiento, el peatón sólo quiere que lo dejen en paz.

UN PROFESOR SENTADO. Lo mismo (la misma disminución que va del automovilista o el caminante al peatón) ocurre en mis clases, que doy sentado. En una época, cuando empecé, usaba el pizarrón como punto de apoyo, pero cuando me di cuenta de los inconvenientes de estar de pie durante mis exposiciones, también lo di de baja (ahora discrimino con el cuerpo los contenidos que hace falta subrayar: en mis gestos y mi tono de voz. Si rodeo de silencio una palabra, luego de un inflamado staccato, es porque conviene copiarla en el cuaderno; si utilizo las manos para señalar dos franjas en el aire, una superior y otra inferior, es porque estoy dibujando dos niveles de un cuadro sinóptico).
Es que en general los alumnos viven con tensión esa vertical, como si, con la amenaza de un profesor parado, todo en su presentación fuera de importancia. Y lo peor es que transfieren esa ansiedad al profesor, que, de pie como está, se ve en la obligación de complacer esa amenaza, diciendo cosas importantes. Esto es lo que asusta de todo el asunto: no el hecho de verme en la necesidad de decir cosas importantes (no hay nada más fácil, desde que lo importante no se dice: se repite); lo que me asusta es que se espere algo de mí. Ya es suficiente con la presión de los empleadores, que delegaron en los profesores la función siempre extraña e imprevisible de enseñar, como para agregar además la necesidad de los aprendices de aprender.
En cambio, de un profesor sentado, mezclado como aparece entre la marea de estudiantes, cabe esperar muy poco; y es sólo de esta manera, sin las esperanzas de los demás, como este profesor puede por fin empezar con una clase. Estar sentado se presenta como la última fase de un ascetismo: de las épocas en que se paraba para usar el pizarrón a estas en que da la clase sentado, fue en descenso, no por la tranquilidad de saber mejor lo que antes conocía a medias; es solamente que, de tanto ir y venir por saberes parecidos, ya no le importa no entender.
El profesor sentado es capaz de discurrir hasta alcanzar un lugar imprevisto: con sus estudiantes: sólo de sentado vuelve a no saber.”
Así, desde una base tan baja como esta, la clase sólo podrá mantener el mismo nivel (porque no se puede caer más bajo). De hecho, la única virtud del profesor sentado (o su única posibilidad), es ir hacia adelante o hacia los costados, proscrito como está de todo discurso que vaya de arriba para abajo. Pero así, yendo hacia adelante, el profesor sentado es capaz de discurrir hasta alcanzar un lugar imprevisto: sólo al estar sentado al nivel de la clase, el profesor vuelve a ser estudiante con sus estudiantes: sólo de sentado vuelve a no saber, aunque tirando del hilo que le prestan los años de oficio. No es en lo que sabe sino en las zonas ahora nuevas de lo que creía saber —en las palabras que nunca había visto hasta ahora de aquel párrafo que leyó mil veces—: es ese no saber el que lo llevará más lejos.
UN ANFITRIÓN DE PIE. Así y todo, cuando llega la noche, y cuando esa noche es con invitados, me pongo de pie. Podría decirse que se debe a un hartazgo: entre la lectura, la escritura y mis clases, paso al fin casi toda mi vida sentado. Pero no es cierto que, durante esas noches, reaccione contra la posición en la que decidí pasar mis días; de hecho, veo la silla que me corresponde y que no estoy ocupando con cierto orgullo, desde que en ella puedo ver también el lugar vacante entre estar parado y estar acostado, entre la obligación y la inactividad, que es mi lugar natural: activo, pero no trabajando. Eso significa para mí la lectura, la escritura, la docencia: el descanso creativo, el trabajo sin esfuerzo.
(Eso cuando no veo la silla como un hecho en sí mismo: salvo por el respaldo, una silla es una copia de la mesa aunque en miniatura, lo que ya me pone frente a un espectáculo. Ahora, ¿cuál de las dos es copia de la otra? Es decir, ¿qué fue primero, la mesa, hecha para apoyar los alimentos, o la silla, hecha para apoyar la humanidad que viene de conseguirlos y va a comérselos? Es difícil saberlo, desde que parecen tan complementarias que se nos antojan dependientes. Sin embargo, si las separamos, parece ser la silla la que aguanta mejor la soledad, lo que me hace pensar que es la silla la originaria. Eso por no hablar de la belleza de una silla apartada de la mesa, sola por la casa. La silla de tender la ropa en el dormitorio, o la de fumar en el patio. Es la belleza, no de lo que nace solo, sino de lo que renuncia al complemento: la belleza de lo solitario, igual a la dureza de una oración unimembre engastada en el cotínuo sintagmático del párrafo).
Es que, siempre que hay gente, sentarse significa hacerlo en el lugar equivocado; tarde o temprano quiero estar un poco más allá, donde creo que está la acción, pero donde es demasiado tarde para aterrizar (están todos los lugares ocupados). Eso por no hablar del desaire que significa abandonar la silla en la que estaba, lo que no sólo equivale a un rechazo sino que además pone en evidencia a mis compañeros originales frente al resto de la reunión. Si uno se va de ahí para animar la conversación del otro lado, de pronto la esquina que se abandona se volverá silenciosa y taciturna.
(Ahora veo que si me siento en el lugar equivocado es por la vocación que tenemos los hombres de andar juntos de acá para allá, lo que, cuando hay mujeres presentes, es siempre un error. La mejor conversación, así como la mejor compañía, estará siempre entre mujeres, lo que desde la otra punta se vive siempre con agonía. Es por eso que la zona de los hombres es pródiga en chistes o en ocurrencias: es el modo de olvidar la pequeña tragedia de haber quedado lejos de las mujeres, y, entre ellas, de una en particular).
Pero, incluso del lado de las mujeres, sentarse trae consigo un doble peligro: primero, la disminución de la fuerza que viene con el hecho de distender el cuerpo, una caída de la efervescencia. Segundo, la contracción del ángulo de conversación, que obliga a hacer foco peligrosamente en un solo invitado. Esto anula a quien sigue de pie la reunión, en una especie de proxemia al revés. Como se sabe, la proxemia es la disciplina que clasifica el tipo de relación entre interlocutores según la distancia: de un familiar, al amigo, al amante, estas distancias se irán acortando y con ella cambiarán también las formas discursivas que les corresponden. Pero para el que hasta hace un segundo seguía la reunión de pie, acercarse significa perder todo tipo de proximidad, en tanto su atención se va a marear en el enjambre de voces que ahora flotan a uno y otro costado: hasta recién, podía seguir cada una de ellas y entrar y salir en la que quisiera, al sobrevolarlas a todas.
Ahora, al sentarse, queda expuesto a un peligro mayor, desde que la charla uno a uno, salvo un milagro, está condenada a la incomodidad: la de querer darla por terminada, porque no hay mucho más que hablar, y sin embargo, atrapado como se está, verse obligado a inventar algo para seguirla. Ese anfitrión extraña estar de pie, al acecho en la posición intermedia, continuable en todas las demás: sentarse puede ser una opción, si quisiera ir despidiéndose de la reunión. Pero también podría salir a fumar. O incluso superar todas las anteriores, y ponerse bailar.