Violette Leduc

La sinceridad que incomoda

Maximiliano crespi
Violette Leduc

La relación entre la popularidad de un autor o una obra en su época y su persistencia histórica es la crónica de un desencuentro. David Viñas solía contabilizar las ediciones de Manuel Gálvez en su tiempo para comprobar su olvido posterior en la forma de la justicia histórica. Las razones por las cuales un libro o una obra tienen éxito en un momento se explican por la lógica de las políticas culturales hegemónicas de una época; la persistencia de la lectura es atribuible fundamentalmente a la forma de su fracaso: a su grado y modalidad de interpelación, a las preguntas que la obra plantea sobre cuestiones que impregnan la coyuntura pero que al mismo tiempo la trascienden porque permanecen sin solución.

En el bello y extenso prólogo que encabeza la edición que Capitán Swing presenta de La bastarda, Simone de Beauvoir afirma que, cuando a principios de 1945 leyó el primer manuscrito de Violette Leduc, de inmediato la sobrecogió la certeza de estar “ante un estilo y un temperamento”. El texto del que hablaba era en efecto L’Asphyxie, que Albert Camus aceptó sin vacilar en su colección “Espoir”. Otros lectores franceses que celebraron su aparición fueron Jean Genet, Marcel Jouhandeau y Jean-Paul Sartre. Pero, aun cuando en los libros posteriores, su talento se afirmó y muchos críticos exigentes lo reconocieron, el gran público se mantuvo reticente. La razón de ese desencuentro debería buscarse en ese “temperamento” que de Beauvoir atribuye a Leduc y que consiste en no ceder a la mediocridad (a la simplificación en la fórmula o el slogan) y sostener siempre la actitud crítica, pagando por ello el precio de permanecer en la sombra.

Violette Leduc

Como dice de Beauvoir, “Violette Leduc no quiere agradar; no agrada y hasta aterroriza”. No subordina el pensamiento a la empatía. Los títulos de los libros de Leduc —L’Asphyxie (1946), L’affamée (1948), Ravages (1955), La vieille fille et le mort (1958), Trésors à prendre, suivi de Les Boutons dorés (1960), La Bâtarde (1964), La Femme au petit renard (1965), Thérèse et Isabelle (1966) y La Folie en tête (1970)— son ya confesión de parte: muestran hasta qué punto son libros escritos de cara a los más funestos deseos. Pionera en escribir sobre aborto, polisexualidad y otros tabúes en primera persona, sus novelas presagian la literatura queer y son tan inclasificables como virulentos. Son libros cargados de furia, de odio y desesperación; mundos aparecen siempre devastados por la soledad y el encanallamiento producido en el modelo estructural y alienante de la sociedad burguesa. Que la propia Leduc le escribiera a de Beauvoir la frase “Soy un desierto que monologa”, confirma la franqueza y la lucidez con que la autora enfrentaba ese desastre que en sus libros se narra y que también narra la infame vida silenciada en sus lectores.

En efecto. El desafiante programa poético de Violette Leduc (que se puede leer en La bastarda pero también en La mujer del zorrito y en La cacería del amor, títulos publicados por Sudamericana a mediados de los sesentas y comienzos de los setentas en Argentina) parte de la convicción de que en cada uno hay una zona escabrosa adonde casi nadie se aventura a meter mano, pero que está ahí: los fantasmas de la noche en la infancia, los fracasos secretamente deseados, los renunciamientos canallas, etc. Por eso escribe con las manos sucias. Se introduce voluntariamente en esa ciénaga sin coartadas y casi con obscena franqueza. Eso complica su acceso a los espíritus sensibles del progresismo, sobre todo porque difícil de procesar dentro del imaginario de las “almas bellas”. En La bastarda esa operación de despojamiento brutal adquiere de hecho la forma del monólogo analítico. Como resume Simone de Beauvoir, “una mujer desciende a lo más secreto de sí misma y se explica con una sinceridad intrépida, como si no hubiera nadie para escucharla”.
En una época arredrada y servil como ésta (en la que ya ningún escritor de la infinidad que posa hablando de sí mismo aspira realmente a la sinceridad), volver a leer los libros de Violette Leduc implica salir del círculo de baba que capitaliza ventas plegándose a las voces de las víctimas y a la moral usurera del denunciante y volver a escuchar la inaudita voz que trae la palabra del culpable: esa voz impúdica que incomoda hasta el escándalo a ese juez público que no cesa de acosarla desde el sosiego del sentido común y desde la vergüenza de no haberse visto nunca al propio espejo.