Un relato del crepúsculo
“Anhelo de raíces”, de May Sarton, es una reflexión a la vez sobre la jardinería y la escritura y también una oda a la naturaleza de una autora que tienen tanto de Proust como de Thoreau.
ANDRÉS HAX

Acabo de terminar de leer Anhelo de Raíces de May Sarton. Es como haber entrado por la puerta trasera a una enorme casa llena de vida, aunque en ella vive simplemente una mujer de sesenta años, exultante en su soledad, inundada de luz. Estamos en Nueva Inglaterra, en un pueblo llamado Nelson, en el estado de New Hampshire, a unos 150 kilómetros al noroeste de Boston. Fue fundado 1774 en los años de la Revolución. Sarton llegó a la comunidad rural a finales de los años 50 (al principio de la próspera paz que siguió a la Segunda Guerra Mundial) cuando ella misma rondaba los cincuenta años de edad.
Antes de proceder hay que aclarar que este libro (traducido por Mercedes Fernández Cuesta), en su inglés original se llama Plant Dreaming Deep. Podría ser: Los sueños profundos de las plantas). No ‘sueño’ de dormir, claro, sino sueño de soñar. Es una idea misteriosa. ¿Las plantas tienen sueños? Sarton no hace una declaración explícita al respeto, pero su título afirma sin duda que sí. Y aquí está uno de los ejes de esta narración: el vínculo entre una conciencia humana y lo que podría ser la conciencia del mundo vegetal. Sarton no es una mística, pero es una jardinera y pone ese oficio casi a la par con el oficio de escribir. A través de todo el libro, habla extensivamente, con lucidez y un espíritu lírico, sobre estos dos oficios. En gran parte, este es un libro sobre el proceso de escritura. Sus profundas alegrías y sus angustias catastróficas, pero siempre tomando el oficio –sin mostrar ninguna duda– como un trabajo real. Tan real como el de los señores de su pueblo Hawthorneano que trabajan todo el año, a tiempo completo, manteniendo las calles en estado.

Me da un poco de vergüenza no haber leído a Sarton antes, en el mes de mayo –nuestro otoño, la primavera del norte– ya tercero de nuestra pandemia, en vísperas –según sostienen los expertos– de una Tercera Guerra Mundial y un mundo literalmente en llamas: la selva Amazónica diezmada, al punto de convertirse en una pampa; las capas polares derritiéndose; India bajo una hola de calor mortífera que es un adelanto, según los científicos climáticos más calificados, de lo que vamos a sufrir en la mayoría de nuestras grandes urbes, advertencias que los capitanes de la industria, los políticos y hasta los ciudadanos comunes se dan el lujo de desoír. Menciono esto porque el mundo que describe Sarton, las flores y los árboles, los animales y los climas, funcionan con la precisión de un reloj atómico. Es un mundo donde no se cuestiona que esto –un ecosistema estable y frondoso– nunca podría estar en peligro de ser una base fundamental de la existencia humana.

Uno de los mayores placeres, sensuales y espirituales de Sarton es vivir en la naturaleza e intervenirla haciendo paisajismo y jardinería. Estamos frente una persona que se autopercibe como clase alta. Da un poco de cringe, como se dice, leer cómo se lleva tan bien con la clase obrera que responde a todas sus necesidades y caprichos en su intento de armar una casa y terreno que sea un vergel y una metáfora viva de su proceso diario de escritura. Dice que trabaja mejor cuando observa a los obreros haciendo jornadas de doce horas para limpiar el bosque que ocupa su propiedad de treinta hectáreas.
Anhelo de Raíces se publicó en 1968 cuando la autora tenía 56 años. Subtitulado, en la versión original, como “a journal”, es decir un diario: es un recorrido nostálgico sobre sus esfuerzos de domar una casona antigua y treinta hectáreas de tierra que la autora compró, a ciegas, tras haber vivido en pareja con una compañera por trece años en el estado de Nueva México. Pronto lo llenó de los muebles y adornos de sus padres Europeos que huyeron de su Bélgica natal tras el asesinato de Francisco Fernando en 1914 y la ocupación de su país por tropas alemanas.
“Hay algo de Proust, pero también de Thoreau y Dickinson” en Sarton.
Luego de llegar se instalaron en Boston, Massachusetts, donde el padre de Sarton, un historiador de la ciencia, aceptó un puesto en la Universidad de Harvard. Aunque May se crió y educó en las afueras de Boston nunca perdió sus vínculos europeos y llegó a conocer a lo más selecto de la intelectualidad del grupo Bloomsbury, entre ellos Virginia Woolf y el clan Huxley, con romances incluido.
Pero concentrémonos en éste libro que tenemos en nuestras manos como si fuera lo único que escribió. Si fuera así, sería un libro aún más fascinante, como una fantasía de Edward Gorey. En realidad, es uno de mas de cincuenta títulos que Sarton publicó en vida, entre novelas, diarios, memorias, y un surtido de extras como libros infantiles y una obra de teatro. Si mencionamos la catástrofe mundial en la cual estamos viviendo, climática, política, cultural, no es por recurrir al pesimismo fácil. Es que este libro, Plant Dreaming Deep, cuyo título original onomatopéyico reconoce la autonomía psíquica de las plantas, es para podernos darnos cuenta ahora, medio siglo después de su publicación original, de uno de los relatos del crepúsculo. De un momento cuando no había conciencia alguna del peligro acechante del cambio climático. Y se siente mucho porque este es un retrato estático sobre el clima. Sobre las gloriosas cuatro estaciones de Nueva Inglaterra.
Hay algo de Proust, pero también de Thoreau y Dickinson.
Al principio de mi lectura fui cruel con Sarton, aunque me la aguanté, como alguien que te agarra en una fiesta a charlar y contarte su vida y vos sólo pretendes huir de la manera más elegante y pronto posible hasta que dice algo totalmente inesperado que reconfigura todo. En este caso, fue el capítulo siete. Allí entran sus demonios.

En el fondo, Sarton se fue a Nelson como Ishmael se fue al Pequod. Para comenzar de nuevo existencialmente. Para intentar entender su propia vida, para enfrentarse honestamente con sus fracasos y sus éxitos y afinar su alma en preparación para la vejez. (Y para trabajar también. Era best-séller y daba talleres en universidades.) Pero en ese mágico capítulo siete empieza, casi sin querer, a contar desde su corazón.
Dice: “La crisis de la mediana edad tiene que ver más que nada con una angustia catastrófica sobre el tiempo en sí mismo. ¿Cómo es que uno ha logrado llegar al meridiano y aún estar tan lejos de los logros que uno se imaginaba a los viente? Y quiero decir logros tanto como un ser humano como de su carrera.”
Dice: “No hay recompensas rápidas para la persona deprimida. Es cuestión de hacer un canal y guiar tú nave por ella, día tras día. Para mí el canal siempre ha sido el trabajo. Escribir poemas y novelas. Cada una de estas ha sido una manera de llegar a comprender lo que realmente me está pasando. La experiencia es el combustible. Yo viviría mi vida quemándola al andar para que al final no quedara nada sin haber sido usado; para que cada pedazo de ella haya sido consumido por el trabajo.”
Dice: “Si uno es un animal de escribir, no se rinde.”
Es para hacerse un tatuaje.
Al final parece que Sarton es una escritora para atesorar e ir conociendo. Hay mucho material y sospecho que puede ser de gran consuelo. Y para los que hemos pasado los cincuenta y nos aterroriza lo que viene, Sarton puede ser una guía y un modelo. Aún tras sufrir un ataque cerebral a los 78 años, seguía escribiendo, dictándole a una máquina de grabación. Como Krapp de Beckett, al fin y al cabo, pero, también, luchando sin tregua. Trabajando.