La forma Cheever
Los trece relatos de Fall River muestran la escritura del gran narrador norteamericano durante sus años de formación.
Mariano Granizo

“Siempre he pensado que el cuento es el motor
que mantiene en movimiento tanto a la novela como a la poesía.”
John Cheever
No es difícil asegurar que Cheever, a quien se considera por sobre todas las cosas el cuentista que narró apogeo y decadencia de la clase media americana, fue adem´ás un novelista que adaptaba la forma a las necesidades del mercado. La estructura de los relatos de Cheever —donde se construye mucho más que los efectos y resultados de una acción—, así como el desarrollo de personajes y locaciones, está más cercana a la novela, ese proceso de descomposición de la forma, que al cuento (bajo su concepción clásica). El acercamiento a la idea de relato ya es útil para confirmar esto: Cheever es incapaz de producir un cuento tradicional que presente un final claro, que además tranquilice la ansiedad del lector, que sea una recompensa a sus expectativas, en una transacción leal entre productor y consumidor. Si Cheever no desarrolló (no, esa no es la palabra: si no expuso) la profundidad de sus personajes es porque el requerimiento económico así lo determinaba. Publicando en revistas, como lo hacía, era más productivo escribir la forma relato que la opción de la novela (un trabajo de expansión declarada que requeriría mayor tiempo de producción sin asegurar por ello mayores réditos económicos). Cheever mismo, quien trabajó en novelas que, al momento de ser publicadas (las que llegaron a buen término) no fueron bien recibidas por la crítica ni por el público, aseguraba que “el cuento fue escrito, pagado, impreso y aplaudido en el lapso de una semana. ¿Por qué debería intentar hacerlo más sustancioso?”

Fall River, aparecido bajo el sello Tropo Editores, incluye trece cuentos escritos entre 1931 y 1949 y publicados en revistas como Cosmopolitan, Collier’s, The Atlantic Monthly, The Left o The New Republic, son relatos que muestran la construcción de su oficio de narrador, la búsqueda de una forma consolidada para la Gran Novela Americana, ese Santo Grial de los escritores estadounidenses del siglo XX. En estos cuentos ya encontramos los lugares y personajes que luego desarrollará en sus obras de madurez: gente que bebe (y mucho), decepción y relaciones humanas en la época posterior a la Gran Depresión.
Ya en “Su esposa joven” encontramos al novelista contenido, atomizado constantemente por la necesidad de cuadrar la relación tiempo/dinero; estos primeros relatos no antologados por el propio Cheever en su famoso “libro rojo” de 1978 (que le valió el Pullitzer), presentan historias y personajes que se atañen mucho más a lo que el cuento pide: una historia que no se extiende más allá de lo que se cuenta puntualmente, que no necesita extenderse para que entendamos la narración, y personajes que podrían profundizarse mucho más pero que, de hacerlo, huiría del cuento más clásico. Eso sí, siempre rescatando el pasado de los personajes. Es allí donde Cheever desarrollará, astuta y austeramente, su estética de relatos cercanos a la novela, pero sin dejar de ser relatos breves vendibles. Fall River es una muestra del estilo que podría haber continuado Cheever si solo hubiera querido ser un cuentista (y de haber tenido rentas que le permitieran vivir holgadamente). Pero Cheever era mucho más que eso, era un narrador que debía crear su propia forma o adaptar alguna ya existente para que aquello que intentaba representar pudiera ser de la forma más efectiva. Y el dinero, claro, el dinero que tiene maneras más simples de llegar a la cuenta. Decir que Cheever es autor de relatos, narrador de relatos, nos acerca a una certeza en cuanto a su estética densa y atomizada: densas novelas de poco más de diez páginas.
“Fall River”, el relato que da nombre al libro, pone en escena los resultados de la Gran Depresión con un estilo más cercano al de Hemingway que al narrador en el que se convertiría posteriormente. Pero ya existe en él esa capacidad de construir una narración fragmentada en diversos relatos, por tono y carácter, un conjunto de historias que hacen a un espacio puntual, que cuentan de manera desordenada, como por puro azar. Miseria y pobreza, desencanto y frustración de la gente desechable: es el país previo a aquél que Cheever eternizará en sus relatos sobre los suburbios estadounidenses, cuando ya es la estrella de The New Yorker.

Ricardo Piglia, al referirse a las novelas breves de Onetti, sostiene que él las convertía en novelas breves al publicarlas por separado, independizándolas de los otros, en esa “forma indecisa” que es la nouvelle. ¿Y acaso la publicación de un relato en revistas, más precisamente de relatos construidos con la forma Cheever, no es una manera de publicación independiente de un texto? Si tenemos en cuenta que la novela corta se pregunta por lo que ha pasado y el cuento por lo que va a pasar, el pasado y el futuro como componentes de un relato, es claro que los relatos de Cheever están más cerca de una novela corta, híper corta, atomizada, que de un cuento. Es el pasado el que viene en todo momento a asomar la cabeza entre las ramificaciones de lo narrado, por eso, nos resulta mucho más familiar y simple hablar de Cheever como autor de relatos más que de cuentos.
La relación que podemos establecer entre Cheever y Onetti es constante, no solo por cómo se publican esas formas breves de la escritura de una novela sino por cómo reaparecen en el resto de la obra personajes y lugares, secretos escatimados hábilmente en algún lugar para ser expuestos (nuevamente la exposición de algo) en otros: Santa María y Shady Hill —un Shady Hill que es Bullet Park—, bebedores que se parecen, fracasados que cambian de nombre pero que son el mismo (no es casual que, en ese rescate contemporáneo de la obra de Cheever que fue Mad Men, Don Draper sea un impostor, un usurpador de identidad). Y yendo más allá, ¿no es ésta la forma de los Relatos de Nick Adams de Ernest Hemingway, fragmentados, replicados y diseminados en el resto de su producción? Onetti, Hemingway y Cheever, transgresores de la forma.
Las novelas de Cheever, las que respetaron la forma más tradicional, son buenas, algunas muy buenas, y quizá por la misma razón por la que los críticos, en su momento, las denostaron: ese entrelazamiento de personajes, esa repetición de catastro, excesiva por momentos, un encastre caprichoso de relatos para llegar a la forma de novela. No es otra cosa que un sinceramiento estético por parte de Cheever, un gesto de dar por hecho que ya no necesitaba de la forma breve de novela atomizada porque los dólares estaban en la cuenta.

El escritor John Irving, gran defensor de la forma Cheever, se refería a sus cuentos como “comprimidas novelas”. ¿Es acaso “El nadador” un relato o una novela comprimida por razones comerciales? Si esto importa es tan solo para aclarar la necesidad de no separar nunca la escritura de un narrador, la forma por la que opta, de la retribución económica que consigue este con su producción.

La literatura estadounidense, está claro, fue y sigue siendo un negocio que permite vivir de lo que escriben a quienes consiguen dar con aquello que puede querer el público. (Que se haya hecho una película de “El nadador” —extraña, sin lugar a dudas— implica que había algo que excedía al relato, algo que buscaba ser materializado más allá del giro final, de ese descubrimiento del “secreto”, que tiene que ver con el pasado.) “El ladrón de Shady Hill”, “¡Adiós, juventud! ¡Adiós, belleza!”, “El marido rural”, “Las amarguras de la ginebra”, “Adiós, hermano mío”, “Una culta mujer norteamericana”, entre otros, son relatos (¿breves en su extensión?, ¿extensos en su densidad?, ¿cómo definir algo así?) que resultan la muestra cabal del oficio de Cheever, no solo para narrar y captar la esencia de la sociedad que retrata, sino para atomizar dichas historias en relatos cuya densidad no se pierda y consigan ser publicados en revistas. Era mucho más rentable publicar en revistas que dilapidar el tiempo en escribir una novela de cuya venta dependiera su economía. Una apuesta muy fuerte y peligrosa para alguien que debía escribir para vivir. Si puntualizamos en “El nadador”, el relato cumple con las condiciones del cuento clásico (historia principal y secundaria, un secreto que sale a la luz, o no, en las últimas líneas del relato), pero la profundidad del personaje principal y las posibilidades de aquellos con quienes se va encontrando en un derrotero que atraviesa distintas situaciones y que conquista, de esa manera, toda una urbanización con la que se podría construir una novela tolstoiana, o lo que en el siglo XXI puede ser la construcción tolstoiana de una época: Mad Men. (Bullet Park, por ejemplo, podría tomarse como un tardío desarrollo de estas temáticas en la forma de novela, y justamente tuvo la sentencia de algunos críticos tachándola de conjunto de relatos unidos de forma más o menos eficaz, según el caso).
Los cuentos de Fall River son escritos en su etapa de aprendizaje, entre los diecinueve y los treinta y ocho años, una edad a la que otros escritores estadounidenses ya habían publicado lo principal de su obra, pero que para Cheever fue la época de aprendizaje del oficio. Época nómade entre la colonia para artistas Yadoo en Saratoga Springs, donde podía recalar para alejarse del alcohol y la pobreza, y una pensión para desocupados portuarios en Manhattan. En la construcción del oficio trabaja haciendo sinopsis de novelas para la Metro-Goldwyn-Mayer, editando guías de New York y como guionista para documentales del ejército. Estos años de aprendizaje y penurias culminan con la venta del relato “Su joven esposa” a la revista Collier’s por 500 dólares, que ya puede ser considerada una nouvelle por la profundidad y complejidad en el trato de personajes. Malcom Cowley, su editor en aquella etapa, le recomendó que, para lograr vender sus relatos y así poder ganar el dinero que tanto necesitaba, debía acortarlos a menos de mil palabras, atomizar lo que contaba. El dinero hace al estilo, sin lugar a dudas: por “La oportunidad”, el último relato del libro, Cosmopolitan le paga 1750 dólares, la mayor cifra hasta ese momento cobrada por Cheever. Posteriormente escribiría “Adiós, hermano mío”, dando inicio a una nueva etapa como escritor con un estilo y un oficio logrado plenamente; Cheever tenía treinta y ocho años y había terminado su dura etapa de aprendizaje.