Un cambio brusco en el clima descoloca al escritor y le revela la aguda relación entre esos días extraños y la escritura poética.

FRANCISCO BITAR

Con el último cambio brusco de temperatura —en este caso con el otoño a la vuelta de la esquina— fui presa otra vez de la vulnerabilidad propia del desacomodo: esperando otro día de calor, mi cuerpo recibía un día luminoso y frío, lo que me arrojaba a pesar mío a una zona incierta de mi pasado. En realidad, no sé si era el pasado adonde me arrojaba; se le parece, esa zona desconocida adonde de pronto me econtraba, por hacerme creer que había algo perdido ahí que yo a lo mejor podía recobrar, quizá por la vía del recuerdo. No era la primera vez que me pasaba y, sin embargo, su repetida excepcionalidad, la conocida sorpresa, no me traía otra impresión que el desconcierto mismo: la sensación de un trauma ligero, acaso de uno feliz. Este día, como cada cambio de temporada, se repetía, y no por eso se sentía menos extraño.

Se diría que se trata de un día fuera de calendario, por sustraerse a la larga sucesión de días más o menos iguales a sí mismos que, en su necesaria continuidad, vendrían a acumularse en el año. Y aún así, incluso cuando, con su alteridad, contradijera la sucesión, el día extraño me recuerda no el año del calendario, sino el de los ciclos, al cual el año calendario estaba originalmente ligado antes de naufragar en las aguas negras de la vida moderna: cuando los días y los meses nos hablaban de la tierra y de lo que de ella podía brotar. Este día extraño no corresponde entonces al año humano sino al otro, que lo excede: el de la rotación de los astros, el de la mecánica celeste. Es en esta repentina expulsión de la historia y de su menudeo cotidiano que se juega parte de su sortilegio: el de estar ubicado no ya en el año interior, el de las fechas, sino perdido en el año exterior, el de la naturaleza.

“Este día extraño no corresponde entonces al año humano sino al otro, que lo excede: el de la rotación de los astros, el de la mecánica celeste.”

Por su carácter de corte, el día extraño comporta además la misma estructura que el viaje largo; este es otro lugar, distinto del pasado, adonde cabe ir a buscarlo, eso si todo viaje no queda también en el pasado (aunque un viaje puede quedar también en el futuro: en todo caso, el viaje queda afuera de toda actualidad). Decía: el día extraño se parece al momento en que pongo un pie en el lugar de destino, adonde el clima es de golpe el contrario (la brusca variación del clima durante el viaje es clave para surtir el efecto de extranjería). Pero a la vez que el clima, lo que asemeja el día extraño al viaje largo es que aquel primer pie que uno pone en un lugar nuevo equivale al paso del extravío: pende sobre nosotros, como viajeros, la posibilidad de perdernos en la ciudad, lo que en buena medida se corresponde con la ansiedad por entrar en ella: al llegar a una ciudad nueva estamos más perdidos que ubicados, hecho que se soluciona sólo a la fuerza, con la ayuda de un mapa o de un guía. 

Así de perdido me siento yo también durante el día extraño, pero a falta de una ayuda exterior, debo guiarme en él con instrumentos afines, tomados de entre mis propias facultades. ¿Cuál es la otra fuente de sensación que, al igual que el día extraño, me captura, interrumpiendo mi regularidad, para depositarme no en el pasado sino en un tiempo denso, no del todo actual? La respuesta es, claro está, el olfato, desde que ningún otro sentido, al activarse desde lo más profundo, produce esa evocación aguda, semejante a la teletransportación. Pongo un ejemplo, menos por sostener lo evidente de la proposición que por acercar el ejemplo a la belleza del día extraño. Días atrás, un amigo me regaló una plaqueta de un gran escritor, uno de mis preferidos. Yo, en otro tiempo lector ávido de plaquetas y fanzines, me sorprendí: los creía desaparecidos, al menos lo estaban para mí. Extraje la plaqueta de la bolsita en la que vienen embutidas, y llegó, desde el interior —pero este olor también estaba suspendido sobre sus páginas— el aroma a pegamento y a papel virgen, de buena calidad. Esto me trajo el recuerdo (o me disparó hacia él) de un mundo del que fui parte, sembrado de existencias precarias pero fuertes, adonde se veía a chicos y chicas ansiosos por dejar una marca pero todavía sin las herramientas para hacerlo (y sin el dinero).

De modo que aquel olor de la plaqueta me había devuelto toda una época, superpuesta al momento actual, aunque todavía identificable. Pero el día extraño, evocativo como se presenta, me reenvía ¿hacia dónde? Lo mismo que con el olfato, que hace convivir una percepción del instante con un tramo puntual del pasado, parece haber en el día extraño una experiencia de superposición. Pero lo extraño de su extrañeza consiste en esto justamentemente: no sé cuál es el fenómeno de base: el pasado del que se desprende el día extraño existe, pero está vacío. Podría decirse que el actual se recorta sobre el día extraño anterior, y ése sobre el penúltimo, y así sucesivamente: la remisión, de un día extraño al otro, no tiene fondo (por eso, quizá, al no tener lugar adonde detenerse, inunda la vida entera). En todo caso, así se vaya hacia atrás o hacia adelante, es imposible reconstruir la fuente de su extrañeza: cuando hablamos del día extraño somos incapaces de responder qué perdimos con él: se trata de la pérdida más radical, por originaria, la pérdida de lo que nunca tuvimos.

En suma, si decimos que los olores, al activarse la teletransportación propia del olfato, tienen un pasado, es porque hay en ellos una segunda naturaleza: el olor de (1) “la plaqueta que me regala mi amigo y que ahora retiro de la bolsita” me estaría hablando de (2) “un episodio clave de mi juventud deseante”. Esto quiere decir que el olor es un signo que se manifiesta ahora, y cuyo significado está en el pasado: el olfato es profundo y su profundidad es una transparente, hecha de tiempo.  El día extraño, en cambio, al estar vacío de referencia, es pura exterioridad que imanta y a la vez rebota toda lectura interpretativa: es el signo que emite un sentido zumbón, ligero pero constante: el jeroglífico, la gran pirámide vacía, el signo que nunca deja de ser signo.  

En su excepcionalidad, el día extraño se parece también al día poético, por aquello de que “no todos los días el mundo se ordena en un poema”. Pero de entre todos los formatos de poema, y en tanto belleza que sólo es posible recorrer por fuera, se aviene mejor al poema objetivista de ascendencia china, el que no necesita hacer otra cosa que copiar lo que tiene delante para que el mundo cuaje en ese episodio repetitivo pero de golpe revelador llamado día. El gran maestro de este poema fue Li Po, quien en un último esfuerzo por descifrar el secreto de la luna murió ahogado en el Yangtzé, al zambullirse en su reflejo. Pero, ¿era esto lo que hacía Li Po? Quizá buscaba algo más grande: elevar su poética a un gesto o elevar la vida al rango de obra de arte, que es lo mismo. “Esta belleza –nos dice en ese caso el maestro chino– no está hecha de otra cosa más que de aquello que está a la vista; si somos tan vanidosos como para buscar en otra parte que en ella misma, dejamos de habitarla: nos hundimos”.

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