Heliogábalo
El emperador libertino y maldito que fascinó a Antonin Artaud
Maximiliano Crespi

En 1777, en su monumental Decadencia y Caída del Imperio Romano, siguiendo los principios historiográficos de Tácito y con el claro precedente de las Considérations sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence (1734) de Montesquieu, el gran Edward Gibbon plantea que, tras la Edad de Oro racionalista de los Antoninos, se inicia la llamada decadencia del Imperio Romano. En ese punto preciso de la historia sitúa el inicio del desastre que derivaría en el triunfo de lo bárbaro y lo cristiano, el periodo en que la irracionalidad toma el poder de Occidente.

Compartida por importantes historiadores positivistas del siglo XIX como Jacob Burckhardt u Otto Seeck, la célebre tesis de Gibbon permitió a los estudiosos de la cultura delimitar el marco en el cual empieza a materializarse la desintegración cultural de la civilización clásica —lo que años después Franz Altheim describirá como “la lamentable barbarización del imperio”. En el contexto de esa larga agonía emerge la figura histórica de Vario Avito Basiano, el noble y sacerdote romano, emperador de la dinastía Severa, que reinó desde 218 hasta 222 y que fue popularmente conocido como Elagabalus (porque en su juventud había sido un sacerdote consagrado al dios sol El-Gabal).
Pero el nombre de Heliogábalo no fue recordado por una referencia a la luminosidad que a la postre terminaría por constituirse en metáfora de la Razón iluminista. Quedó grabado en la memoria de los pueblos como el Emperador bajo cuyo mandato se transgredieron todas las tradiciones religiosas y los tabúes sexuales de la Roma clásica. En el plano religioso, Heliogábalo llegó incluso a reemplazar al dios Júpiter, cabeza del panteón romano clásico, por el Deus Sol Invictus, y forzó a los funcionarios principales del gobierno de Roma a rendir culto y participar en los ritos religiosos en honor de esa ascendida deidad.
Su vida personal fue pública e hizo de la trasgresión de los códigos y protocolos tradicionales una religión. Heliogábalo había ascendido al trono imperial a los catorce años y se sostuvo en él durante sólo tres. En ese breve periodo, se casó cinco veces, organizó incontables orgías sangrientas, otorgó arbitrarios favores a sus amantes homosexuales, y del inicial travestismo hasta llegó a prostituirse y practicar la zoofilia para hacer la experiencia de la desposesión. Lógicamente, su escandaloso comportamiento provocó una creciente incomodidad y no pocas fricciones en todos los estamentos del sector político y religioso, incluyendo la insubordinación de la Guardia Pretoriana y del cuerpo general del Senado. En medio de un malestar general (que había comenzado al interior de las clases privilegiadas y se había exacerbado al impregnar el sentido común de las clases populares), a los dieciocho años de edad, en una conspiración tramada por su propia abuela (Julia Mesa), Heliogábalo fue asesinado a traición. Su cuerpo fue arrojado a las cloacas y su presencia en el poder fue rápidamente reemplazada por su pusilánime primo Alejandro Severo.

Para la posteridad, la figura de Heliogábalo quedó signada por una reputación inaceptable. La caracterización de excentricidad, depravación y fanatismo pagano fue ciertamente exagerada por la pluma de la historia y sus efectos derivaron en que Heliogábalo haya sido uno de los emperadores romanos más despreciados por Gibbon, quien lo despacha diciendo que “se abandonó a los placeres más groseros y a una furia sin control”.

Esa misma imagen que le prodigó el rechazo de sus contemporáneos fue siglos después la que lo volvió atractivo a un pensamiento crítico de la racionalidad moderna. En el repertorio de anécdotas truculentas y llenas del fastuoso vicio de la decadencia romana (que no cesa de excitar la imaginación y el pensamiento del bajo materialismo del siglo XX), la figura de Heliogábalo vuelve a ser convocada en 1934 por Antonin Artaud. Su Heliogábalo o el anarquista coronado (Argonauta) lo trae al ruedo para pensar esa etapa de desconcierto que da lugar a la transgresión y que va de la delectatio erótica a la fascinación por el sufrimiento, el éxtasis y la muerte. Administrador emblema de la disgregación y de la anarquía en el seno del orden político más grandioso que el mundo clásico, Heliogábalo representa para Artaud el ejemplo admirable de la exasperación de todos los contrastes, en una vida prendada de excesos y por completo ajena al cálculo de la duración.
Estos rasgos característicos de la figura del “Emperador Dios-Sol”, sumados a la teatralidad y la determinación con que abrazó una fusión religiosa oriental-romana, resultaron irresistibles para Artaud, en el singular “periodo crítico-reactivo de su pensamiento” (Deleuze) durante el cual, concentrado en la figura de la crueldad, encaró la factura de su particular “novela histórica”. Huelga decir que la ausencia de base documental no hace menos verdadero el texto literario de Artaud que las (no menos caprichosas) elucubraciones y desprecios de los historiadores del siglo XIX. Pese a que la caracterización de algunos de sus personajes históricos es realmente impactante, como el Van Gogh (Argonauta), el Heliogábalo de Artaud no se sostiene por la fidelidad referencial sino por su capacidad para convertir la historia del desgraciado emperador romano en un “boceto metafísico” que pone en escena la guerra de las efigies, el choque de las fuerzas de la vida y la muerte en el turbulento río espiralado del eros y la sangre derramada.
Ese mismo choque de fuerzas ardía en el propio corazón de Artaud. La de Heliogábalo era sin duda también su guerra —y sus huellas sensibles e indelebles persisten hasta en los Cuadernos de Rodez. La anarquía coronada es la emergencia cruda y cruel de las fuerzas vivas (aunque veladas) bajo los pálidos semblantes de la Razón y el Orden.
