Donde sea que vivas

La cruda violencia de lo real en la narrativa de Colin Barrett

Mariano Granizo

El primer libro de relatos de Colin Barrett, con el que obtuvo el Premio Frank O´Connor de relato breve y el Guardian First Book Award, editado por Sajalín editores, liquida el relato rural y plantea que el relato urbano se ha metido entre las vacas para ya nunca retirarse.
Los intentos por hacer sobrevivir a la literatura rural siguen fracasando ante el avance del mundo, un avance que no es ni bueno ni malo, sino imparable. En tiempos de “ruralismo wifi” es imposible mantener los rasos clásicos de un género, salvo que se los ubique temporalmente en el siglo XX, por lo menos. El ruralismo persiste desde afuera, desde quienes no han pisado esas poblaciones rurales y pretenden mantenerlas en su aislamiento. La literatura estadounidense lo ha resuelto con el gótico sureño, que permite resistir el avance de la ciencia en un campo de imaginación cargado de tradiciones que conviven con lo nuevo, pero que siempre se valen del terror, las sectas o una fuerte religiosidad apocalíptica para justificar que ciertas tradiciones se mantengan inalterables. Pero el fin del ruralismo literario en inevitable, salvo como añoranza conservadora y, las más de las veces, reaccionaria de algún tiempo que se quiere suponer o postular como mejor, mítico, legendario o plagado de determinismos catastrales.

Una narrativa rural del siglo XXI, allí se inscriben los relatos de Glanbeigh, porque Barrett trabaja con lo que podríamos considerar restos de la literatura rural: una población alejada de grandes centros urbanos, población escasa que se conoce entre sí y cuyas historias familiares ancestrales perviven como una marca indeleble, trabajo rural y monotonía de las horas de descanso. Pero si en otros tiempos la literatura rural poseía cierta brutalidad nacida a partir de situaciones de vida difíciles en un marco agreste que no es condescendiente con los seres humanos, en el caso de Glanbeigh es el derrame de la brutalidad ciudadana la que se extiende por sus páginas: lo rural no deja de ser aquél espacio al que aún no ha llegado la urbe en su esplendor. Dicho de otro modo: un primer movimiento de lo urbano como deseo (antiguamente por diarios, revistas y radio, hoy gracias al wifi) y un movimiento final de posesión concreta del espacio rural. El mismo Colin Barrett nace en Canadá y pasa su infancia y adolescencia en Knockmore, un pueblo del Condado de Mayo, en Irlanda, en un movimiento de traslado que arrastra la vida humana desde lo urbano a lo rural.
Barrett sabe que el sexo y la violencia aúnan los espacios; en el mientras tanto de su hacer no hay noción de lo rural ni de lo urbano: dónde sea, será esto, mientras no se trabaja (salvo que se trabaje de eso mismo, como algunos de los personajes de los relatos que integran Glanbeigh). Lo único inalterable de la literatura rural clásica en estos últimos coletazos es la presencia de las zonas urbanas como destino u origen: el que consigue escapar del pueblo o el que cae (o se esconde) en la comunidad rural. En 1995, el escocés Alan Warner publica Morvern Callar, novela que fue un claro suceso para la literatura escocesa. La población rural en la que se desarrolla el comienzo de la historia es muy similar a la que Colin Barrett crea (o recrea) en Glanbeigh: poblaciones rurales escocesas e irlandesas con una equidistancia respecto a lo urbano. En la novela de Warner, su protagonista, Morvern, hace lo que puede para poder salir de ese pueblo (al que retornará luego de un gran viaje que la llevará hasta Ibiza), pueblo en el que solo se puede hacer, día tras día, lo mismo, aquello que Jarvis Cocker describe a la perfección en Common people la canción de Pulp: “You’ll never watch your life slide out of view/ And dance and drink and screw/ Because there’s nothing else to do”. Bailar, beber y coger; no se puede hacer otra cosa en las poblaciones rurales, así como en los barrios bajos de Sheffield, Manchester o en el Edimburgo de Irvine Welsh.

Pese a ser un pequeño universo ficticio, el Glanbeigh de Barrett tiene algo del Edimburgo o el Glasgow de Welsh, ciertos rasgos de la temática costumbrista de obreros marginales, pero sin la canchereada constante de superviviente de la heroína que ha consumido por completo al autor de Trainspotting. Como ocurre con Chris Offutt en su extraordinario Kentucky seco (editado también por Sajalín editores), Barrett hace que los distintos relatos vayan conformando un pueblo, lo hacen vivir en sus aspectos más sórdidos, no como un folleto publicitario de turismo rural. Por eso Barrett inventa un pueblo, para poder escribir sobre aquello que todos reconocemos pero que no nos animamos a decir sobre los nuestros, sobre nuestros vecinos, aquellos que también saben cosas de nosotros. Hasta aquí es el mismo género de literatura rural que conocemos desde siempre. Pero los relatos de Glanbeigh transcurren en pleno siglo XXI, y no se anclan, argumentativamente, en épocas en las que las cosas eran inevitables. Lo que narra Barrett ocurre en el mundo que conocemos, solo que a una distancia prudente de los centros urbanos importantes. Un desfile de personajes que te arruinan la foto y que justifican lo que Barrett trabaja como postulado: la necesidad del escape, sea real, mediante el viaje, o ficticio, gracias a la intoxicación (o a la literatura misma, tal es el caso de Barrett escritor); salir del pueblo, de una u otra manera, porque no es tan solo un pueblo sino una tumba que se va conformando a diario, robusteciendo, fortaleciendo sus brazos para evitar que cualquiera de los hijos de la comunidad salga.
Los siete relatos que componen Glanbeigh transcurren en la monotonía de un pueblo rural que se quiebra siempre por lo mismo: un acto de violencia. (Si en la novela de Warner, Morvern escapa, (la música y el movimiento lo anticipan, en Glanbeigh se da vueltas en un laberinto del que no se consigue salir jamás.) Pero, donde podríamos tener una de esas narraciones nórdicas (esas en las que hay un crimen por resolver en una comunidad rural que ha visto alterada su paz y que poco a poco deja entrever ciertos rasgos oscuros de sus habitantes), Barrett prefiere dejarlo todo como está, es decir, asumir que esa agresividad forma parte de su modo de vida, del acontecer diario; la violencia, en los relatos de Barrett, es algo que se da con la misma naturalidad con la que se dirigen todos al único pub del pueblo, asumen las relaciones familiares y amorosas que los perseguirán hasta que decidan salir de allí rumbo a un pueblo más grande y trabajan de lo que pueden. Para Barrett no hay nada que añorar del pasado. Hoy, el modo de vida de las ciudades se ha trasladado a los poblados rurales, pero con la monotonía de aquello que se repite constantemente.