Los tiempos violentos

En la semana de su aniversario, una relectura del gran narrador brasileño Rubem Fonseca

Mariano Granizo

Rubem Fonseca (1925-2020) escribía desde el género, desde la impunidad y el blindaje que ofrece mantenerse dentro de ese acuerdo de normas, entre autor y lector, para narrar una historia. El género en el que usualmente se ubicaba a Fonseca era el de la novela negra, o el policial, según la intensidad con la que se quisiera medir y aceptar la violencia dentro de sus textos. Novela negra y otras historias (Tajamar Editores) es una muestra del oficio que Fonseca pone en juego, justamente, para eso que se nombra en el título: contar historias. Parece fácil, pero Fonseca sabe que las historias son el único vehículo posible para que los lectores se encuentren con aquello que les debería generar algún tipo de incomodidad cotidiana, y que ya se les ha hecho natural a diario.

Los siete relatos que componen el libro (las siete historias, para ser más preciso, ya que no pueden ser consideradas como cuentos clásicos sino como irrupciones abruptas en el mundo de algo narrado sin intención ni finalidad clara) juegan constantemente con diversos géneros, además del policial y eso que llamamos noir. Gente que huye y se oculta, o que ha cometido un crimen y lo mantiene en secreto, parece ser aquello sobre lo que pivoteará la historia, pero el foco se corre constantemente dejando las reglas del género tan solo como marco de algo más que quiere contarse y para lo que, el género, asumido como marca literaria por los lectores, le permite poner en funcionamiento. Es así cómo, en Fonseca, cualquier idea puede ser vehiculizada por una historia que remite a un género específico pero que se aleja de sus normas según las conveniencias del autor; Fonseca juega con los géneros hasta el punto de traicionarlos, pero manteniéndolos reconocibles en sus marcas más elementales: el diario apócrifo de Joseph Conrad, “Llamaradas en las tinieblas”, en donde solo se habla, una y otra vez, de Stephen Crane y su extraordinario La roja insignia del valor; “El libro de panegíricos”, esa especie de policial con algo de relato negro en su ambientación y, por qué no, de un gótico que se perfila tímidamente en algunos gestos, en el que el supuesto personaje principal (adjetivos que surgen del carácter móvil del foco narrativo) huye de algo indefinido; el periodismo, en “La negativa de los carniceros”, que echa mano a los recursos de la Historia para no tener que ser demasiado frontal con una expresión ideológica, aunque concuerde más en su estilo con ciertos rasgos del periodismo informativo, su aporte de datos y narración de hechos, pero sin la pretensión literaria de la crónica; el relato de una historia que oscila entre el estilo folletinesco y la narración de los pasos de un flâneur en “El arte de andar por las calles de Rio de Janeiro”; en la variedad está el gusto, porque el gusto, en el caso de Rubem Fonseca, está en poder filtrar algo, una idea, entre medio de ese amplio muestrario de oficio narrativo.

La idea que atraviesa la obra de Rubem Fonseca, tanto en sus historias breves como en sus novelas, (tal es el caso de El gran arte), es la violencia injustificada, esa que a nadie genera sorpresa, en la sociedad brasileña, y es quizá por eso que se lo caracterice como autor de policiales, aunque solo se valga de algunos de sus elementos para narrar sus historias. Fonseca, en definitiva, es un gran acumulador de excusas, cuyo único fin es contar una historia. A Fonseca solo le importa aquello que le permita seguir narrando, seguir contando la historia en la que se ha embarcado (y más de una vez parece haberlo hecho sin un objetivo porque crea una imagen ilusoria de estar improvisando, palabra a palabra), avanzar hacia ese ninguna parte que es el fundamento de un relato perfecto. En Fonseca no hay intención de demostrar cosa alguna, salvo la expansión de la escritura en relación a lo narrado con su habitual naturalización de la violencia. En la forma y los modos del relato está la opinión de Fonseca. En “El arte de andar por las calles de Rio de Janeiro” alguien recorre la ciudad, primero solo y luego con una prostituta y un viejo, cargas (y resabios) de su mismo avance narrativo, porque narrar es lo contrario a despojarse cuando no hay nada que demostrar salvo aquello que aparece, indefectiblemente (la violencia) en el camino que se recorre. La mentira y las contradicciones son útiles para no detenerse (alguien que dice no saber leer, párrafo siguiente compra un diario) en esa ilusión de no tener rumbo, en constantes movimientos de embrague que le permiten a Fonseca cambiar la marcha, el movimiento de esa máquina que es el relato. Una narración que se siembra constantemente con el único fin de poder continuar, eso es lo único que importa; una escalada en la que se busca apoyo, agarre, y se colocan clavos para engancharse luego, pero una escalada en la que la cima no importa, en la que el narrador, antes de triunfar, se dejará caer al vacío. Todo lo dicho para avanzar en el relato es retomado luego cuando el mismo relato exige la explicación de aquello que ha sido plantado con anterioridad, como si se utilizara el arma de Chéjov solo por obligación. Tapa agujeros narrativos constantemente, estructurando una imagen de relato improvisado: “Goldblum –olvidé decirlo-, era un hombre gordo…”. Todo adrede, pero sin control previo; no es ajedrez, ni una estrategia militar con señuelos y movimientos distractores, es una estafa que improvisa a medida que se desarrolla, el ejercicio del acto violento del cambio de rumbo y la traición a la credulidad del lector. Fonseca descubre, como un arqueólogo, aquello que ocultaba la selva o la arena, y no entiende muy bien qué es eso que está allí, ni para qué sirve, hasta no descubrirlo todo, en un trabajo no siempre minucioso. Lo escabroso también está ahí, presente en el relato, como algo más, como algo cuya presencia es irremediable para la narración, porque el narrador nada puede hacer para solucionarlo más que nombrarlo, hacerlo parte de la historia.

El territorio de Fonseca, aunque se nombren ciudades europeas y países, es el de la literatura, lo que evoca y aquello que la conforma; un territorio que se cubre con los despliegues de sus recursos narrativos (donde lo imaginativo cumple un lugar fundamental). De una u otra forma, los siete relatos tienen que ver con seres que escriben, teniendo en cuenta las distintas materialidades que puede tomar una escritura: un libro que es un proyecto de toda una vida (una excusa para vivir o hacer como que se vive), un apócrifo diario de Conrad que terminará en el fuego (como corresponde), la construcción de un asesino, paso a paso, y su escritura mental del cambio que se produce en él al descubrir el placer que produce matar lo que te mira (un asesino que es, además, de profesión escritor), una mujer cuyo voyeurismo permite la narración sobre alguien a quien espía y acosa; el foco de la narración, y sobre quién raposa esta (su objeto, en definitiva) se corre constantemente con el único fin de avanzar, de hacer posible que la historia no se estanque: es así cómo un mismo relato, tal es el caso de “La santa de Schöneberg”, puede pasar de un registro narrativo cercano al modo de narrar las relaciones humanas y amorosas distantes de Milan Kundera a un registro netamente kafkiano solo con correr el foco de lo que se cuenta, con la excusa de un viaje a otra ciudad; el resonar de lo kafkiano también en una frase tan contundente como “El arte es hambre”, visiones sórdidas provocadas por el ayuno en el relato de un depredador que prueba la carne, que prueba al otro, y se fascina.
Que los relatos tengan escritores o presencia de los libros no los convierte en narraciones con pretensión clasista, alejados del mundo cotidiano, relatos a salvo de aquello que ocurre en la calle; en definitiva, no son relatos de escritores sino relatos en los que escribir solo es un oficio más, como si se tratara de médicos o ingenieros. Quizás la presencia de lo burdamente literario en la literatura de Fonseca solo tenga la intención de dejar claro que, pese a que se quiera razonar, disimular o suavizar el mundo con gestos intelectuales, la violencia está a la orden del día y nos afecta menos de lo que nos gustaría aceptar. La negrura de sus relatos está en ese sinceramiento de que no hay buena intención que pueda cambiar cosa alguna.