En este ensayo inédito, Francisco Bitar articula su conflictiva relación conflictiva con la ciudad y reflexiona sobre su origen y el lugar del escritor.
FRANCISCO BITAR

A Timo Berger
Viene desde lejos un amigo a visitarme. La noticia me alegra al mismo tiempo que me inquieta. Es una inquietud que, hasta su llegada, prevalecerá, aunque no al punto de hacerme perder los estribos y recomendarle un buen hotel en la ciudad de al lado. Se trata simplemente de la clase de preocupación que me pone en el lugar de demostrarle, como quien dice, el tamaño de mi afecto con la estatura de mi hospitalidad. Con los planes para este fin de semana yo quiero decirle: “hasta este punto estuve pensando en vos: tu visita no es para mí una visita de cualquiera, me he abocado a ello”. O, en su defecto, que esos planes digan: “hasta acá es posible llegar en una ciudad como esta”.
No tengo un protocolo de emergencia para estos casos, por lo que cada vez que un amigo amenaza con su visita, yo debo volver a la pregunta de toda praxis: ¿qué hacer?, a la que mi ciudad no parece devolver por sí sola una respuesta evidente. Por suerte, Santa Fe es para mi amigo uno entre otros destinos argentinos: en mi condición de anfitrión preocupado, no hubiera tolerado que apostara todas sus fichas a mi ciudad. (Esto, sin embargo, no me ahorra un solo esfuerzo; igual quiero que la experiencia de mi amigo sea significativa. Así, una vez de vuelta en casa, él podrá diferenciar este fin de semana santafesino del conjunto de su estadía, lo mismo que yo podré separarlo de mi larga rutina. Yo quiero para mi amigo el bien, pero no sólo por mi amigo: al mismo tiempo quiero ser parte de mi donación).
Para colmo, mi amigo viene de Berlín, donde el encantamiento es de acción inmediata, como una aspirina de marca. Allá todo parece suceder en otra parte, pero en lugar de sentirse desplazado, el visitante se ve capturado por el influjo de esta ajenidad: uno está adentro y afuera al mismo tiempo. Por su belleza espaciosa, es decir, lejana, Berlín hechiza. Y esto ocurre así porque la distancia entre una cosa y la otra surte un efecto de recuerdo automático: quitando del medio el tiempo necesario para que el recuerdo se produzca —al quitar del medio el “trabajo del tiempo”—, Berlín se está recordando en el mismo momento en que uno la ve por primera vez. En este sentido, Berlín es lo contrario de Roma, que hace del recuerdo una baratija ya históricamente decidida (un recuerdo perpetrado por otros, por occidente entero), al fin y al cabo una imagen repetible y por lo tanto mercantilizada del recuerdo. Con la abundancia de aire que deja entre el observador y lo observado, Berlín es, al momento mismo de ser vista, el recuerdo en el momento de producirse: Berlín es el recuerdo aquí y ahora, el ready made del recuerdo.

Y tengo la impresión de que con Santa Fe ocurre exactamente al revés: por no haber chance alguna de alejarse del objeto de contemplación, porque mientras tomamos distancia tropezamos con lo que hay atrás, es decir, por no haber modo de alejarse de lo que veo como para hacerle lugar en mí, no hay nada tampoco a lo que prestarle atención: tanto el visitante como el nativo se ven demasiado pegados a la realidad como para distinguirla. Al igual que ocurre con su suelo, que no presenta la más mínima ondulación, Santa Fe corre el riesgo de resultar una ciudad sin relieves para la memoria del viajero.
Esta imposibilidad de ver la propia ciudad no tiene que ver con un endurecimiento mío, el de haber vivido toda mi vida en esta ciudad, o no solamente tiene que ver con eso. Se debe a una deficiencia, digámosle así, estructural: Santa Fe, ciudad dos veces fundada, debe su segundo emplazamiento, cuándo no, a las bondades de un puerto que pronto quedó chico. A esta altura, una tercera fundación resultaba ridícula, y la ciudad quedaba condenada a crecer en un lote de proporciones mínimas, tabicado hacia donde se mire por lagunas y ríos. En consecuencia, todo en ella fue levantado para ajustarse a su estrechez: sus veredas angostas, la pronta favelización interior de sus manzanas, su botánico oscuro por la cercanía entre un árbol y otro, sus monumentos de juguete.

En fin, por un motivo u otro, o por todos a la vez, la visita de mi amigo pondrá a prueba esto justamente: la habilidad para separarme de mi ciudad y poder mostrarla: mi habilidad, en suma, para hacer visible mi ciudad. La ocasión se presenta inmejorable, desde que por lo general olvidamos la ciudad en la que vivimos hasta que alguien nos la recuerda con su propia extranjería (para decirlo con cierta simetría, así también descubrió Benjamin su Berlín, alejado como estaba de ella por el tiempo y la distancia: a causa de un encargo de la revista Literarische Welt). Y es que, si no hay nadie que nos proponga una separación, permanecemos adheridos a su consistencia pegajosa (el pegote de la realidad, no necesariamente el de la ciudad).
El sentido de esta operación-anfitrionazgo, que es una operación de distanciamiento, consiste justamente en ver mi ciudad con ojos nuevos. Al separarme de estos lugares, se me revelarán como propios, lo que significa que tanto mi huésped como yo seremos al mismo tiempo testigos de la revelación. Las circunstancias me ponen a mí en el lugar de anfitrión por cierto conocimiento cartográfico y por mi posibilidad de agregar algunos datos históricos sobre la marcha. Pero además de esto, voy a estar tan de visita como mi amigo: mis lugares se mostrarán al mismo tiempo para mí y para él. Y es aquí donde se produce la magia que me exime de toda preocupación: como no hay manera de anticiparme a la revelación de estos lugares, no es necesario hacer otra cosa que salir a ver.
En suma, nos largaremos a caminar, y lo demás se resolverá en el camino.

*
Pero soy incapaz de abandonarme y dejar el recorrido librado al azar del paseo. Al menos, me digo, necesitamos un lugar por donde empezar. Vuelvo de golpe al punto de partida: ¿adónde llevarlo, qué mostrarle? No me queda demasiado claro: los lugares “turísticos”, aquellos que valen por la ciudad entera (el puente o el casco histórico) podrían interesarle a mi amigo pero me sumergen a mí en una inexplicable melancolía (o es una melancolía que tiene esta explicación: la de sentirme ajeno a una gesta colectiva). Descartados estos lugares que resuman santafesinidad por derecho propio, queda el método diferencial: ¿qué tienen Santa Fe y su zona que no tengan otros lugares que visitará mi amigo? No tiene el orgullo de la crónica bahiense ni el vergel del paisaje mendocino ni el glamour de Rosario ni la sobreoferta porteña, que permite al anfitrión echarse a descansar mientras la ciudad hace su trabajo. Santa Fe es en este sentido la ciudad ni-ni, ni esto ni aquello de otros lugares, y que sin embargo no termina de crecer desde ese aplanamiento de sentido. Es el grado cero de las ciudades; en términos lingüísticos, la palabra inventada pero todavía sin significación: la que se diferencia de la palabra inexistente nada más que por existir.
“Mi ideal de ciudad entonces es este: allí adonde fuera posible sacar a pasear un pensamiento”
Qué deprimente. Entre el asco hacia lo turístico (es decir, hacia “lo propio”) y mi sospecha hacia la improvisación, me veo obligado a separar mis lugares preferidos del conjunto pringoso, pero sin dejar nada librado al azar. Si tan sólo mi amigo se hubiera hecho alguna ilusión respecto de mi ciudad, si al menos acusara un interés anterior, desprendido de la literatura o de los libros de historia, que con su visita él vendría a verificar, entonces yo me vería relevado del papel de anfitrión para asumir el de un mero guía. Con ponerme las zapatillas de caminar y afilar mi dedo conocedor para señalar hacia el punto indicado —con el click de mi dedo en el link del comentario— sería suficiente. No me queda otra opción que preparar para mi amigo mi versión de Santa Fe, y con ello presentármela a mí mismo por anticipado.
Pero, otra vez: ¿cuál es esa Santa Fe mía? No estoy seguro: quizá cuando era más joven y pasaba más tiempo en la calle, podía imaginar sin esfuerzo un itinerario. Pero aquellos lugares ya no me interesan y, en cuanto a los que me interesan hoy, asumo que el recorrido no terminará cuando le muestre a mi amigo mi estudio (aunque yo quisiera que nos quedáramos ahí para hacer silencio y escribir).
Mi estudio no es la respuesta, y sin embargo hay allí un hilo del cual tirar. Porque se me hace que mi lugar en la ciudad estará allí adonde yo pueda llevar mis rutinas hacia afuera. En este sentido, Santa Fe se presenta como el lugar justo: no es una ciudad chica ni un pueblo grande, como podría pensarse de un lugar con estas dimensiones: es la clase de ciudad adonde pueden continuarse mis rutinas interiores. Una gran ciudad, con sus demasiadas atracciones y sus demandas de consumo, funcionaría como una distracción o como una exigencia, pero de un modo o de otro interrumpiría el flujo de mis hábitos. Un pueblo me dejaría demasiado expuesto, casi en la incomodidad de la extravagancia (“ahí va el que lee”, dirían; o peor: “ahí va el que escribe”) lo que me paralizaría de vergüenza. Ni en la riqueza ni en la pobreza: sólo en la austeridad puedo seguir con mis cosas sin ser visto: sólo en Santa Fe.

Mi ideal de ciudad entonces es este: allí adonde fuera posible sacar a pasear un pensamiento, aun cuando en el transcurso pueda olvidarlo. Y Santa Fe es la clase de ciudad que, incluso cuando yo olvide el pensamiento que me embarga, me permitirá tarde o temprano volver a él. Santa Fe es la ciudad que no se interpone, que empareda en sus calles un pensamiento y lo lleva hacia adelante, pero sin nunca oponérsele (oposición y opulencia, al parecer, tienen la misma raíz; al menos, suenan parecido).
Y esto es lo que haré con mi amigo, sostener, en la charla, un pensamiento cualquiera, aunque siempre terminemos por revisar lo que nos inquieta (es decir, lo que desde hace poco veníamos pensando) de nuestro tiempo personal o histórico. En el transcurso, levantaremos la vista, habrá alguna alusión, una referencia a edificios o monumentos o corrientes de agua, pero sin vernos amenzados por la ciudad que hay a los costados; al contrario, auxiliados por esa ciudad que corre, sin interrumpirnos, de fondo, hasta acumularse entera atrás nuestro.

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POSDATA: Creo que mi intuición fue acertada: con mi amigo anduvimos por las calles santafesinas sin otra orientación que la de nuestros pasos, para detenernos acá o allá en un centro cultural autogestionado y casi vacío, o en un bar de sillas plásticas con tubo fluorescente (ambos elecciones de mi amigo, que yo secundé). Todo el tiempo conversamos, sobre su hijo y mis hijas, sobre otros amigos, sobre los estragos de la pandemia, sobre nuestros padres muertos. Y si la presencia de la ciudad nos desviaba de lo que decíamos era solamente para anunciar que la conversación tenía todavía un trecho largo por donde discurrir (las vías del ferrocarril nos llevarían lejos, hasta el viejo taller de locomotoras; el paseo del puerto nos permitiría ir adelante entre la ciudad y el río).
Pero, ¿qué hay de aquel proyecto incial, la operación-anfitrionazgo que me permitiría descubrir mi ciudad con ojos nuevos? Y bien, no fue afuera que logré hacerlo sino en las reuniones que organizamos en casa. Allí mis amigas brillaron, Ángeles estuvo ocurrente y graciosa, mis hijas repartieron besos y abrazos. Nada de esto representaba una novedad, unas y otras se conducían como siempre. Y sin embargo a mí se me aparecían en toda su gracia como por primera vez. Gracias a la mirada de mi amigo, que ahora las conocía, yo también viajaba, pero esta vez hasta mis impresiones iniciales: volvía a encontrar la punta del hilo que me llevaba al amor por mi mujer, al romance amistoso con mis amigas, al asombro por la belleza cambiante de mis hijas. Mi amigo no era indiferente a este regalo: sus ojos brellaban tanto como los míos. Así el agasajo terminaba de producirse: yo era él redescubriendo mi vida.