El color de la tierra
Roberto Calasso lector de W. H. Hudson
Roberto Calasso

La tierra purpúrea narra el vagabundeo forzoso de un inglés por la convulsa Banda Oriental y su esperado regreso a Buenos Aires. Considerada unánimemente la obra cumbre de Hudson, la obra llevaba en su primera edición, la de 1885, el elocuente título de La tierra purpúrea que perdió Inglaterra. En esta lectura del magistral ensayista y editor Roberto Calasso aparecida en italiano en la solapa de la edición de Adelphi, aparece redimensionada como la descripción humana de un mundo perdido, tan epifánica en su dimensión mítica cuanto soñada su conversión gradual a una moralidad cimarrona que en algo recuerda a Rousseau y en algo se anticipa a Nietzsche.

«La tierra purpúrea es de los pocos libros felices que hay en el mundo», escribió Jorge Luis Borges. De hecho, esta novela posee la felicidad en el único modo, casi imperceptible, en que se puede poseer a la más volátil de las diosas: una felicidad que se contagia al lector, que se encuentra con este libro como en uno de esos amores súbitos, urgentes y crueles que relampaguean en sus páginas.
En Montevideo, hacia 1870, en un período de ásperas contiendas civiles, el joven inglés Stephen Lamb abandona a su esposa-niña, Paquita, para buscar trabajo en el interior del país. Cuando parte con este propósito, y cierta vanidad británica, no sabe que su mente sigue un pretexto muy lábil, que sólo le servirá para abocarlo a la aventura y la encantada exploración de la inmensa Tierra Purpúrea, ilusoriamente monótona como el mar, punteada de estancias como islas, que esconden experiencias imprevisibles. Stephen Lamb, como todo personaje de la estirpe de Ulises, tiene esa astucia que le permite adivinar siempre los actos convenientes —o por lo menos aquellos que salvan la vida— en un mundo regido por reglas aún desconocidas para él. Por lo demás, es un joven «oprimido por las armas y por la coraza de la cultura», pero que no se atreve a confesarse a sí mismo el aburrimiento que esta última le inspira: cargado de vitalidad, está preparado para encontrar cualquier excusa con tal de postergar el regreso a los brazos de su «adorada esposa». Cada excusa es un encuentro, cada encuentro el descubrimiento de un cruce sorprendente de vidas, y cada descubrimiento trae enseguida sus propias consecuencias, que a veces se disuelven en el humo de una pistola o en el resplandor de un cuchillo.

Cada lugar deja en la memoria del lector un puñado de imágenes animadas por esa portentosa energía en que radica el secreto de la obra de Hudson —un secreto verdadero e irresoluble, como ya observó Conrad: «No es posible decir cómo hace este hombre para alcanzar sus efectos. Escribe como crece la hierba.» Muchas y variadas cosas encontramos en nuestro viaje junto a Stephen Lamb: gauchos taciturnos y temibles, ingleses excéntricos y miserables, que ahogan en ron sus nostalgias; un enigmático jefe revolucionario; animales; mujeres de la más diversa fascinación, entre ellas una espléndida pasionaria que nuestro personaje —también en esto de la estirpe de Ulises— no podrá sino tratar de manera mezquina; un viejo de diabólica prolijidad; un guerrero ciego y loco; asesinos y jueces —y todos los oscuros destinos, las batallas y los fantasmas de la Tierra Purpúrea.
Al final, como quiere la regla del género literario «nómade y arriesgado» a la que el libro pertenece, el protagonista vuelve a su punto de partida. Pero entonces está ya del todo acriollado, benditamente corrompido por la semibárbara Tierra Purpúrea, a la que ya no augura, como al principio de sus aventuras, los beneficios civilizadores del dominio británico. Por el contrario, ahora ve que cualquier intervención europea en ese maravilloso y precario equilibrio no podría resultar sino destructivo, y sus reflexiones anticipan aquello que más tarde ha sucedido. Ha sido Ezequiel Martínez Estrada, precisamente, quien ha escrito que «en las últimas páginas de La tierra purpúrea… se contiene la máxima filosofía y la suprema justificación de América frente a la civilización occidental y a los valores de la cultura académica».
Con estos lúcidos pensamientos, que podrían impulsarnos muy lejos, Hudson nos abandona, aunque su gesto de despedida no pertenece a la reflexión sino, una vez más, a la vida. Puesto que, como él mismo dice, adaptando una frase famosa, «cada vez que intentaba ser un filósofo era interrumpido por la felicidad».
