El mundo perdido

Memoria y pensamiento en la obra de Israel Yehoshua Singer

Facundo Milman

Hay textos que nunca se terminan de escribir por cuestiones existenciales o por condiciones de producción. Solo con pensar en Sigmund Freud se me ocurren algunos ejemplos. De hecho, Franz Kafka nunca termina de escribir El proceso. La serie dual (Freud y Kafka) tiene un nexo en común: la Tradición. Cada Tradición vive, experimenta y hace a su familia. En efecto, la Tradición produce un nuevo capítulo en la historia de la asimilación y emancipación judía. Freud critica de forma ferviente a los antisemitas al afirmar su judaísmo y Kafka reformula el judaísmo familiar. Ocurre que donde hay dos, entonces hay tres. Lo dual se metamorfosea en tres: Freud, Kafka y Singer. Singer constituye un intersticio entre uno y otro porque escribe un libro que nunca acaba, es un judío que muere de pronto y la erfahrung que transmite no deja de hacer vibrar su resonancia. Sin embargo, algo subsiste en la forma siempre errante, siempre extranjera de estos tres avatares judíos de la modernidad: la consciencia judía.

De un mundo que ya no está (Acantilado) de Israel Yehoshua Singer, reconocido por ser el hermano de Isaac Bashevis Singer y Esther Kreitman, narra la vida perdida del shtetl (el viejo pueblo judío de Europa del Este). Singer quería escribir su vida a través de los años hasta su llegada a Estados Unidos, pero la existencia lo impidió. La consciencia judía de Singer lo persigue en cada momento del relato. Si con Isaac Bashevis Singer aparece la recuperación de ciertas mitologías judías, con Israel Yehoshua Singer hay una consciencia judía superyoica envestida de obligaciones y preguntas. Entonces cabe interrogarse, ¿por qué ese corte? ¿Por qué cortarlo justo ahí? La respuesta es clara y sencilla: porque la vida (se) acaba. El final de la vida de Israel Yehoshua Singer es la marca, el signo y el sello de tal escritura.
El libro fue publicado en el año 1946 y escrito en la lengua materna, el ídish. El editor dijo que este texto nos debía dar una idea sobre cómo era la vida hasta 1933, es decir, hasta la llegada de Singer a los Estados Unidos. Singer no llegó a tanto porque, como sostuve, no terminó el libro. Singer dejó el libro inconcluso. La pregunta es, ¿hasta dónde escribió? Israel Yehoshua Singer escribió hasta los trece años y, en la tradición judía, los trece años significan algo: el Bar-Mitzvá, la mayoría de edad en aspectos legales-comunitarios judíos. Pero conviene decir algo: este libro se conecta con otro de una forma no premeditada. El libro se encuentra enlazado con Me acuerdo de Martín Kohan. La conexión es doble: por un lado, la publicación de Acantilado y Ediciones Godot se da en el mismo año y, por otro lado, ambos libros hacen un corte a los trece años. Singer corta o, mejor aún, es cortado por la existencia y Kohan por decisión propia. Kohan deja de evocar recuerdos. En conclusión: ambos libros, tanto el de Singer como el de Kohan, tienen un elemento en común: una infancia (por un lado, en forma de lista y, por otro lado, narrada). Difiere la forma del libro. Por lo tanto, solo queda repetir el viejo refrán judío: dos judíos, tres opiniones.

Israel Yehoshua Singer no solo relata la vida de un viejo shtetl, sino también la vida de su familia y lo que llegó a ser dicha institución. Su padre, por ejemplo, descendía de una familia de rabinos jasídicos y detestaba las responsabilidades individuales porque decía que todo dependía de Dios. El plan divino, el destino y la casualidad estaban en manos de Dios. Su madre, hija de un gran rabino, le escribía cartas avisándole las condiciones de su estabilidad económica porque la manutención por parte de su suegro llegaba a su fin. Pero lo que ocurrió no era otra cosa que lo forjado por su padre en el nombre del Padre: ese hombre era la figuración típica del sujeto sencillo de pueblo, un hombre del shtetl, lleno de compasión y amigo de las personas sencillas. No tenía una personalidad rebuscada ni un carácter conflictivo. El suegro no lo podía entender ni, mucho menos, aceptar. El padre rezaba, como buen soñador y devoto de Dios, que con Su ayuda —con la ayuda de Dios— todo iba a salir bien. Es cierto, no dejaba de tener razón, aunque algunos percances ocurrieron en ese lapso: guerras, persecuciones e hijos.
El pecado, la estabilidad de la familia y la presencia de las mujeres es una constante del libro. El padre —de quien desconocemos el nombre— vaticinaba que el aprendizaje de la Torá en el jéder, en la escuela elemental judía, debía ser dulce. Por el contrario, uno de sus hijos, Israel Yehoshua —el mayor— no disfrutaba nunca de esto, no era dulce. En lo que puedo designar como primera infancia, él la sufría. Si bien estos relatos narran los hechos de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, están ubicados en la misma errancia de Kafka y Freud. No era la asimilación judía (y su apogeo que produjo las condiciones de producción del complejo de Edipo de Sigmund Freud), que encuentra su cumbre en la Viena del siglo XIX, sino la emancipación judía soñada por Moses Mendelssohn y debatida por Lessing y Lavater. Esa misma emancipación que soñó Jacob Freud, el padre de Sigmund, y por la cual le regaló un Tanaj en alemán. Jacob le regaló a Sigi una Biblia Philippson, es decir, el Padre le donó en un gesto de legado-herencia una nueva traducción del Libro.

Jacob Freud anota la muerte del zeide y, una semana después del nacimiento de Sigmund, escribe la fecha de nacimiento del futuro psicoanalista con una nota: “admitido en la Alianza”. La Alianza solo pudo significar algo: el bris, el pacto que renueva el compromiso entre el hombre y Dios. Pacto que se escribe en carne o, como sostiene Jacques Derrida en Schibboleth: para Paul Celan, la fantástica fabulación. En el gesto, el padre del psicoanalista lo inscribe en “la comunión de los santos”, aunque emancipándolo de su familia y de la Tradición. El pueblo judío, en tal caso, es el pueblo del Libro pero más allá de él. Freud, Kafka y Singer eran judíos no judíos, es decir, judíos herejes que trascienden el judaísmo y permanecen en la tradición judía. De tal modo, el pueblo judío es el pueblo de la escritura sin fin. Porque escribe, se inscribe y se prescribe en un libro que no deja de ser nunca el Libro. El Libro es el desierto, la negatividad del lenguaje que atraviesa (a) la muerte. La escritura continúa. El texto, por ende, de Singer forja los primeros signos de la emancipación judía —de modo insospechado—, pero también el rechazo por la educación religiosa. El mismo rechazo de Singer es la misma declinación que se escribe en Sigmund Freud y Franz Kafka. En Singer, a los niños no le interesa el solemne silencio de lo religioso. Ellos quieren reír, gritar y jugar a través de la vida shtetliana.
El rechazo a lo religioso también termina convirtiéndose en la envidia del niño por las niñas. Él no quería quedarse con el maestro y los demás niños para estudiar, en cambio deseaba poder irse como las niñas. Singer se quejaba ante Dios de no poder haber sido una niña. Es más, él rezongaba de su existencia frente a la in-existencia divina. Si Dios se calla para que el ser humano exista, entonces ¿a quién quejarse? ¿Con quién? ¿Para quién? Todas las quejas frente a Dios, frente a su calladura, frente a su in-existencia. Es la misma in-existencia con la cual Singer termina enojado por la actitud de su madre. La madre, que invisibilizaba sus lágrimas, es la misma madre que no lo defendía mientras él se ocultaba en sus faldas. Las expectativas de la familia fueron un peso pesado en el libro porque solo quería un banquete por aprobar su examen del Pentateuco como resultado de sus estudios en el jéder. El profesor, al contrario de aprobarlo, lo desaprobaba. Él buscaba la ayuda de su padre. En vez de acompañarlo y ayudarlo, el padre se burlaba. Se burlaba de la misma manera que sus compañeros del jéder. Ya no era su Padre, era su padre. La figura paterna es reducida de forma paradójica a la del niño.

Pero no solo buscó un apoyo en las palabras del padre, sino también una ayuda en una tela que transmitía ese calor materno, esa madre, pero que no tomaba la posición de la Madre. Mientras la madre ocultaba sus lágrimas debido a la decepción, él no podía hablar. Por un lado, lo oculto y, por otro lado, lo que no salía o no podía decir. Entre lo gnóstico y lo infalible. Singer deseaba un banquete, que lo subieran a una silla, que celebren su hazaña sin tanta épica y que escuchen una disertación. Nada más (y ningún honor más venerable dentro del judaísmo mainstream). En esto otro, en el fracaso, es la similitud que coincide con Franz Kafka. Israel Yehoshua Singer se convierte en una especie de Kafka del shtetl. De su fracaso hace literatura, hace a la literatura. Halla un triunfo literario a través del fracaso de la vida. Porque esta es la fórmula kafkiana: fracaso en la vida social, éxito en la vida literaria. Aquí la fórmula singeriana es fracaso en la vida shtetliana, éxito en la vida literaria. Su fracaso hace, su fracaso lo hace. A partir del fracaso, él se construye. El ademán singeriano es constituido desde las ruinas del Yo. Él replica el método de construcción judío: no se construye para abajo, sino se empieza desde los escombros hacia arriba. La torre de Babel es construida para arriba con el fin de alcanzar a Dios, pero el resultado fue otro: la destrucción del humano y su lengua dividida en setenta fragmentos. Singer reconstituye la Babel a través de su lengua materna para fragmentarla en la modernidad. Porque esta modernidad es la genocida de las diferencias y la amante de los esencialismos. Y sin embargo, Singer compone la antítesis de la modernidad ya que mantiene la singularidad judía de Europa del Este en su escritura: el idishkayt.
El pecado se integra a la familia, la tradición y las mujeres. Ocurre que no son escindibles. Si una vida no debe estar compuesta de mandatos, el pecado se vuelve una necesidad. Los chicos no deben ni tienen que permanecer en la escuela más que lo proyectado. Los niños pueden divertirse. La estabilidad de la familia se rompe, se escinde y va por más: se resquebraja. Familia estable es un oxímoron. La familia estable no existe. La familia, por definición, es desestabilizada. Singer relata que pecaba, lo sabía, pero lo hacía. No podía ignorarlo. Él escuchaba las palabras obscenas, corría a través de un campo en un día sagrado y tocaba cosas prohibidas. Lo sabía, sí, pero era inevitable. Entonces el cuerpo habló. El cuerpo, su rostro y las mejillas. Las mejillas coloradas, coloradísimas, estaban prendidas fuego. El cuerpo era el punto débil, su punto débil. En el regaño, en el lloriqueo y en las burlas de sus padres, el niño Israel Yehoshua Singer conoció su desgracia: el delatar del cuerpo.
En un principio, el cuerpo le negó ser el sexo opuesto. Luego, el cuerpo declinó ser “lo suficientemente inteligente” para alcanzar los resultados esperados por ser el hijo del rabino. Por último, el cuerpo lo delató a la hora de enfrentarse a su propia familia. Singer convivía con su enemigo, el cuerpo. Pero, en sí, tampoco era el cuerpo su enemigo ni su entorno social. Era su ser el que lo expulsaba a través del cuerpo. Su ser se transmutó en su judaísmo o, al menos, su vía de expresión judía. Judaísmo y cuerpo, judaísmo y carne, judaísmo y sangre. Así, como Israel Yehoshua Singer, habrá que explicar que no hay un judaísmo —como el judaísmo mainstream/rabínico—, hay judaísmos que encuentran diversas vías de expresión. El judaísmo es —en parte— lo religioso, pero no es solo eso. Sin lo religioso no se puede, pero solo con lo religioso no alcanza. También lo es la escritura, la comida, el psicoanálisis, el humor y lo que la tradición nos diga. El judaísmo, como dice Emmanuel Taub, es una tradición interpretativa. De tal modo, el pueblo judío no es el pueblo del Libro. Es el pueblo que escribe el libro, que lo subraya, que anota en los márgenes y que no salió del desierto: el éxodo es aquí y ahora.
La escritura de Israel Yehoshua Singer es testimonio de las roturas de lo religioso porque comprende que tiene que ir más allá. El judío es quien sabe que puede escribir un libro mejor, pero ese libro necesita tres componentes: otro libro, un lápiz y un lector. Lectura y escritura producen sentidos, producen textualidades, y este encuentro irreductible con una (nueva) errancia es testigo de ello.