A partir del libro de Oliver Marchon, Salvador Gargiulo traza un recorrido por islas remotas, archipiélagos en disputa, montañas apátridas y tierras sin soberanía.

SALVADOR GARGIULO

Las rarezas geográficas podrían ser acápites de un discurso inmerso en estadísticas, como es el de la geografía académica. Discurso que los colegios enseñaron a odiar y los viajes a amar. Curiosidades, digresiones, incongruencias, que vienen a romper el orden aparente de nuestros planisferios para dar fe de que, en definitiva, las convenciones a las que se ata la geopolítica pueden ser tan caprichosas como un ataque de caspa o un acceso de tos.
De la lectura del libro de Rarezas geográficas, de Olivier Marchon, surge una certeza: vivimos en un mundo extraño. O al menos, más extraño de lo que imaginamos. Diría mi abuela que lo malo no es el lugar sino quienes lo habitan (y entonces me señala con un dedo acusador). Y conste que tenía razón. O casi, si a la extrañeza propia del Universo le sumamos el reparto que gente munida de regla y compás tramó para contribuir al caos de nuestro planeta.
Marchon traza una miscelánea de todos aquellos sitios que una diplomacia mal avenida dejó huérfanos, muchos de ellos enclaves en un país ajeno, tierras sin soberanía, montañas apátridas, archipiélagos en disputa, parajes malditos y geografías fantásticas. Sabe que para dar fe de lo insólito es menester afirmarse en el suelo y ceñirse al rigor histórico para que el disparate sepa decente. Y para lograrlo echa mano a una prosa ajustada, elegante, zumbona y acrítica, apegada a las fuentes de consulta pero atenta y a sabiendas de que hace pie en un territorio que, por disperso, resulta prácticamente inexplorado.  

En el caso de estas historias, las causas importan menos que las consecuencias. Me explico: que una suite del Claridge’s hotel de Londres haya sido declara yugoslava por un día tiene su justificación en un entuerto jurídico. Ese entuerto puede correr el albur de opacar la feliz incongruencia del hecho y reducirlo, por así decir, a un altercado diplomático. Las causas son hasta predecibles en su monótono apego a la egomanía o a la politiquería: las consecuencias, en cambio, pueden ser risueñas –Matthew Shield proclamándose rey de la isla Redonda, sin pedir permiso a nadie–, inverosímiles –el Principado de Sealand, fundado por Roy Bates en una plataforma de concreto elevada en medio del océano– o paradójicas, como el contra-contraenclave de Cooch Behar, tierra india situada en el centro de Bangladesh, que a su vez estaba en territorio indio, que se encontraba también en tierra bangladesí.
El libro está minado de felices locuras tratadas del modo más razonable. Algunas parecen resistirse a los mandatos del nuevo milenio, como la república monástica de Monte Athos, en Grecia, que prohíbe la entrada de mujeres desde el siglo X. Otras parecen arrancadas de una página de Juan Rulfo, como el triángulo de Bir Tawil, páramo de arena y piedra que los egipcios ceden gentilmente a Sudán, y Sudán a Egipto.

Por supuesto, el islario fantástico ocupa aquí un lugar de excepción, desde Bermeja, la esquiva ínsula del mar Caribe, a Rockall, la migaja de tierra que mereció una custodia digna del palacio de Buckingham. No todas son imaginarias, aunque todas lo parezcan. Y las hay de resonancias míticas, como el islote del Perejil –Leila, para los marroquíes–, que el helenista Victor Bérard identificó con la fabulosa Ogigia, en la que la ninfa Calipso retuvo amorosamente a Ulises durante siete años de su incalculable odisea. Lo esencial, en estos casos, no es invisible a los ojos.

Marchon encontró curiosa nuestra Martín García y le dedica más atención que al resto de sus invitados. Destaca su condición de enclave argentino en aguas uruguayas, su mudable condición de fortaleza-sanatorio –allí se alojó Rubén Darío en 1895 para tratar sus adicciones–, cárcel –Juan Domingo Perón, su más destacado presidiario–, albergue de los náufragos del Admiral Graf Spee y cantera –muchas calles porteñas están tapizadas de adoquines procedentes de la isla–, para alzarse finalmente con un galardón inapreciable: Martín García fue también la Argirópolis sarmientina, la utopía de una potencia rioplatense, nuestra Washington austral, capital de un hipotético Estados Unidos de la América del Sud, cuya estrella no llegó a brillar sobre ningún otro cielo que no fuera la pluma visionaria del “padre de las aulas”, ínsula hoy célebre, aunque no tanto, por amasar el pan dulce predilecto de Carlos Saúl Menem.

Este libro viene a sumarse a una selecta biblioteca de teratología geográfica: el Atlas Fantasma, de Edward Brooke Hitching, o el Atlas de Micronaciones, de Graziano Graziani, también publicado por Ediciones Godot. Podría incluirse Socotra, la isla de los genios, de Jordi Esteva o el Atlas des îles abandonnées, de Judith Schalansky, que tiene traducción castellana publicada por Capitán Swing como Atlas de islas remotas (2016), que también podrían aparejarse a este tipo de obras, lo mismo que sus compañeros de serie, el Atlas del cités perdues, de Aude de Tocqueville, o el Atlas des fortunes de mer, de Cyril Hofstein. Obras todas de dudosa catalogación, que no abonan un género definido y que podrían ser consideradas, sin orden ni jerarquía, especímenes procedentes de un gabinete de curiosidades librescas que apelan al asombro y que nos impulsan a volver sobre los mapas para atestiguar lo dislocado de estos hallazgos.

Del otro lado de la tenue frontera que separa realidad de ficción se alistan obras aun más solitarias, como el Viaje a Cotiledonia, de Cristóbal Serra, o los viajes imaginarios reunidos bajo el título de Ailleurs, de Henri Michaux, donde la ecuación anterior se invierte: es la fantasía la que presta libreto a la realidad.
Como vemos, no faltan obras para completar una modesta biblioteca, pero lo cierto es que lo publicado en español resulta escaso. En este punto habrá que reconocer que es mérito del editor salir al ruedo con una obra de esta naturaleza, concebida a horcajadas entre la geografía y la historia pero tratada en escorzo, con la vara puesta en su letra chica, en sus remiendos inexcusables. Obras que, como dijimos, no se dirigen a un público determinado sino que deben, a fuerza de encanto, inventar a su propio lector.
Marchon sale a la caza de lo descabellado como fray Jacopo da Sanseverino habrá salido, cayado en mano, en pos de las maravillas de la India, amparado por el discurso de la historia y con la mira puesta en sus sombras y repliegues. Ni uno ni otro debieron hacer reservas ni forzar despedidas: les bastó una biblioteca para cifrar sus conquistas. Y no es deshonra creer que sólo en esta época de wikis y pedias un libro semejante se torna posible. No logro imaginar esta miscelánea sin la tutela de unas cuantas fuentes, confiables o falibles, de ardua consulta.
Hacer de la geografía un arma de seducción jamás fue un objetivo para nuestros maestros y pedagogos. Estas miradas sobre el mapa nos recuerdan que bajo el impertérrito manto de cifras, de topónimos, de datos de relieve y de climas, laten las anomalías y paradojas que hacen a nuestra peregrina condición. En ese entramado de lindes y nombres llamado planisferio existen fisuras  que insisten en afirmar que a la realidad poco le cuesta eclipsar la más tremebunda de nuestras fantasías. Estos derroteros no se cansan de demostrarlo. Basta afinar la mirada para que el mapa muestre su hilacha y, al cabo, se ría de nosotros.

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