Las calles de Virginia

“Paseos por Londres” reúne las lúcidas observaciones de una escritora extraordinaria como Virginia Woolf en sus paseos sin rumbo por la ciudad.

MARINA WARSCHAVER
Londres

“Salgo y es como si de pronto apareciese una alfombra mágica sobre la que me siento transportada al seno de la belleza sin levantar un dedo. Las noches son sorprendentes, con esos pórticos blancos y las anchas y silenciosas avenidas. La gente entra y sale, ligera y alerta como liebres. Y yo tomo por Southampton Row, húmeda como la piel de una foca, o roja o amarilla de sol, y miro los autobuses que van y vienen y escucho los viejos organillos desvencijados. Uno de esos días escribiré sobre Londres y cómo carga la vida y la transporta sin esfuerzo”, escribió Virginia Woolf que, al salir de su casa un día cualquiera, muchas veces sentía júbilo con sólo estar allí en esa ciudad: una mujer en la plenitud de sus facultades, fascinada por las imágenes y los sonidos que encontraba, por las escenas que en cada esquina ofrecían “el mayor de los descansos” en sus largas caminatas sin rumbo a través de Londres. Algunas de esas escenas se encuentran en Paseos por Londres, el libro traducido por Lluïsa Moreno con prólogo de Laura Freixas, que publicó La línea del horizonte. Esas caminatas de hecho también están plasmadas en  su literatura. En el principio de La señora Dalloway, Clarissa Dalloway camina por St. James’s Park para comprar flores, absorbiendo el aire, meditando sobre un centenar de cosas y confesando, al detenerse en el cordón de la vereda mientras pasan los taxis, que tiene la perpetua sensación “de estar fuera, muy afuera en el mar y sola”, lo cual, sea como fuere, enfatiza el placer de caminar hacia la atestada Bond Street esa mañana soleada.

Paseos por Londres

Ese sentimiento de amor de caminar por Londres que siente la Sra. Dalloway es el sentimiento de Virginia Woolf quien sola o con algún integrante de su familia, solía dar paseos diarios por Kensington Gardens, esos majestuosos jardines que se extienden por más de 105 hectáreas y cobijan el Kensington Palace, la estatua de bronce dedicada a Peter Pan y también algunos árboles centenarios. En sus textos, Virginia describió este escenario de una manera formidable. “…Y mientras paseábamos, para mitigar el aburrimiento de los innumerables paseos invernales, nos inventábamos historias, largas, largas historias, que cada uno continuaba en el punto en el que otros las habían dejado”.

Virginia Woolf vivía al borde de “un lago de melancolía”, como escribió en 1929. En cualquier momento podía caer y ahogarse: solo el trabajo la mantenía a flote. El trabajo era su vida. Se concentraba en la dificultad de escribir, se devanaba los sesos hasta llegar al borde de la extinción. A veces se preguntaba por qué infligía tanto dolor a su mente. “Lo que llamamos una razón para vivir –dice Camus- es también una excelente razón para morir”. No sólo fue una de las escritoras más renovadoras de la literatura del siglo XX sino también una lectora despierta, apasionada, inteligente.

“Y mientras paseábamos, para mitigar el aburrimiento de los innumerables paseos invernales, nos inventábamos historias, largas, largas historias, que cada uno continuaba en el punto en el que otros las habían dejado.”

Virginia Woolf también fue, en alguna medida, una víctima de su mundo y de su tiempo, en el cual los cambios culturales fueron acompañados por una gran violencia política y social. Nació durante los últimos años del victorianismo, vivió durante el afianzamiento de las ideas socialistas, fue testigo de dos guerras mundiales y también del auge del fascismo en Europa. Esos cambios, esa vida fascinante fue la que atravesó su literatura y sus extraordinarias observaciones sobre la ciudad resultan un modo de conocer su tiempo y entender ese mundo convulsionado.