Una ciudad ucraniana como metáfora del conflicto actual en la literatura contemporánea.
GUADALUPE FERNÁNDEZ MORSS

Entre los estantes de la biblioteca dedicada a la mitteleuropa encuentro algunos poemas luminosos y sensibles de Adam Zagajewski, el escritor en lengua polaca que murió el año pasado. Uno en particular me resulta conmovedor desde el epigrafe: “Le pregunto a mi padre: ¿qué haces todo el día? Recordar”. El poema se llama “En un piso pequeño” y se encuentra en el libro Antenas, traducido por Xavier Farré. Me fascina el juego entre la realidad del encuentro entre el hijo y el padre en un piso polvoriento de Gliwice, en una ciudad que debe evocar un cuartel como modelo soviético y la fuga de esa cabeza paterna en la que revive casi a diario “el claro septiembre del 39, el/ silbido de las bombas,/ y también el Jardín de los Jesuitas en Lvov, brillando/ como antes/ con la luz verde de los arces, de los fresnos y los/ pajarillos,/ las canoas en el Dniéster, el olor de la mimbrera y de/ la arena húmeda,/ un día caluroso, cuando encontraste a una joven/ estudiante de derecho…”

El poema parte de una realidad en ruinas y nos lleva hasta esos momentos en los que la necesidad de vivir se enfrenta a la guerra, el amor a las peores pasiones del ser humano. Odio y miseria son atravesados por las relaciones humana y el encuentro con la naturaleza. Un hijo imagina los recuerdos del padre y de esa manera, el poema fluye hacia las epifánicas escenas de una memoria luminosa y Zagajewski concluye: “Tu memoria trabaja en este piso callado: trabajas,/ metódico, en silencio, para resucitar por un instante/ el doloroso siglo veinte”. Zagajewski nació en Lvov, en 1945, una ciudad que pertenecía a Ucrania; siempre escribió en polaco y sus obras fueron prohibidas por el gobierno comunista hasta el punto de que en 1982 tuvo que exiliarse a París. Entre los muchos elementos relevantes de esa biografía me quedo con ese origen en Lvov. Me acuerdo de una vez la recomendación del buscador de libros perdidos, el periodista y dramaturgo Eduardo Pogoriles, que recomendaba el libro Lemberg. Die vergessene Mitte Europas de otro periodista y escritor pero alemán, Lutz Kleveman. La historia que cuenta Lemberg, el olvidado centro de Europa es la historia de Europa contada a través de una ciudad maravillosa donde vecinos que convivieron durante siglos se transformaron en víctimas y verdugos. Eso es Lemberg también conocida como Lviv o Lvov.

Kleveman cuenta que en los mapas medievales, Lviv figuraba con un nombre en latín, Leopolis, por un viejo príncipe con alma de león, pero desde 1914 vivió dos guerras mundiales, nacionalismos excluyentes, el Holocausto y varias deportaciones masivas de población. Históricamente, Lviv fue una encrucijada de caminos y culturas donde convivían religiones y nacionalidades: polacos católicos y judíos, ucranianos de fe ortodoxa griega, alemanes protestantes, armenios cristianos. Le dieron fama escritores como Joseph Roth, Leopold von Sacher Masoch, Ivan Franko, Stanislav Lem y Bruno Schulz. En el trágico siglo xx europeo, Lviv perdió a casi todos sus habitantes y con ellos perdió su memoria. Kleveman recorre la ciudad, ve edificios, archivos y testigos. Así redescubre el pasado olvidado de Lviv, su cultura, sueños y dramas. Casi como el padre de Zagajewski.

En el mismo estante en el que se encuentra los poemas de Antenas, se descubre a Yuri Andrujovich, otro escritor ucraniano nacido en 1960, en el libro El último territorio tiene un retrato de Lviv a la que llama “La ciudad barco”. El rey Danilo Halytsch, cuando la fundó hace siglos, no había imaginado la singularidad de esta ciudad: que su fortificación cruza la línea divisoria de las cuencas marinas del Mar Báltico y del Mar Negro. “La parte más elevada de esta invisible frontera acuática se encuentra a algunos cientos de metros de la dwirtsa, que es como se denominan comúnmente en Lviv a la Estación Central de tren. En este lugar, todas las aguas que vienen del norte fluyen hacia el Mar Báltico y todas las del sur van a parar al Mar Negro. El punto donde se cruzan ambos ejes y que divide una anónima extensión en oriente-occidente y norte-sur se convirtió en una inevitable encrucijada de rutas comerciales, así como en objeto de las más diversas invasiones: espirituales, políticas, militares, culturales y lingüísticas”. El nombre alemán de la ciudad, Lemberg, entiende Andrujovich, no significa exactamente lo mismo en latín Leópolis. En esto se puede advertir el rasgo limítrofe de la ciudad, la pertenencia simultánea a distintas culturas sin pertenecer a ninguna, por eso fue llamada también “la ciudad de las fronteras diluidas” y Andrujovich corrige para decirle: “la ciudad de las fronteras artificiales”. Lo geográfico, entonces, como metáfora para entender, al menos en parte las discusiones geopolíticas que agita nuestros días.