El último chico lindo de la literatura norteamericana

Una semblanza del inolvidable David Foster Wallace

Paula Puebla
Retrato de David Foster Wallace (2006)
©Effigie/LeemageFOTO: AFP

“Tú eres tu propia enfermedad. Te das cuenta cuando miras en el agujero negro y este lleva tu cara. Cuando la Enfermedad simplemente te devora por completo, o más bien cuando te limitas a devorarte a ti mismo. Cuando te matas. Todo ese conflicto acerca de las personas que se suicidan cuando están gravemente deprimidas, cuando decimos, ‘¡Dios mío, tenemos que hacer algo para que dejen de matarse!’, todo eso está equivocado. Porque, ¿sabes?, todas esas personas ya se habían suicidado en lo que verdad importa…Cuando se suicidan, tan solo están siendo disciplinadas”. El fragmento corresponde a una carta que David Foster Wallace le envió a su amigo y autor Mark Costello, con quien compartió habitación en Amherst College, Boston, durante sus años como estudiante de Filosofía y junto a quien escribió el notable Ilustres raperos. El rap explicado a los blancos (Malpaso).

La tarde del 12 de septiembre del año 2008 David fue disciplinado. Le dijo a su esposa, Karen Green, que no se preocupara por él, que fuera a ocuparse de la muestra de arte que debía montar. Cuando la artista plástica salió de la casa de Claremont, y lo dejó en compañía de sus perros Warren y Bella, Foster Wallace le escribió una carta de puño y letra, fue hasta el patio de atrás y se ahorcó. Tenía 46 años y cargaba sobre su espalda tres décadas de sufrimiento por una depresión crónica y ataques severos de ansiedad. Estuvo internado en el hospital psiquiátrico McLean —donde también habían pasado una temporada Robert Lowell, Sylvia Plath y Anne Sexton—, recibió Nardil (fenelzina) durante años y sesiones de terapia electroconvulsivas, vulgarmente conocidas como electroshocks: “Hacen que me cague de miedo. Mi cerebro es todo lo que tengo. Sin embargo, diría que llega un punto en que acabas suplicando que te los apliquen”, confesó el autor de los cuentos de La niña del pelo raro a David Lipsky en una de las más memorables entrevistas que dio, parte de Conversaciones con David Foster Wallace, compiladas por Stephen J.Burn y editadas por Pálido Fuego.
Hijo de Sally, profesora de lengua inglesa, y James, profesor de filosofía, David no interpuso el apellido materno entre su nombre de pila y Wallace hasta el momento de publicación de La escoba del sistema, en 1987, por sugerencia de quien fuera su primera y única agente, Bonnie Nadell, con el objetivo de diferenciarse de otro escritor norteamericano, llamado David Rains Wallace. El autor itacense de La broma infinita, considerada el punto álgido en su escritura y una de las novelas más influyentes del siglo XX, también tuvo su paso por la Universidad de Harvard, un periodo de su vida que consideraba “increíblemente deprimente”. Dijo haberse pasado las noches de juerga, emborrachándose en bares, experimentando con drogas: “Sencillamente te sentías como si cada axioma de tu vida resultara falso. Y no había nada, y no eras nada, todo era una ilusión falsa. Si bien eras mejor que los demás porque te habías dado cuenta de que era una ilusión falsa, aun así te sentías peor puesto que no podías arreglarlo”. Tuvo que abandonar sus estudios allí porque el descontento y aquella crisis espiritual lo agobiaba profundamente. “Me preocupaba bastante que fuera a matarme”, dijo él. “No podía manejar sus pensamientos”, dijo su compañero Costello.

Mientras se recuperaba, David tuvo empleos alejados del mundo académico y la literatura. Reconectado con la televisión, su gran amor de la infancia, cuando “se emocionaba mirando Batman o Jim West”, y las actividades de un trabajador promedio, Foster Wallace manejó un ómnibus escolar, fue guardia de seguridad en la empresa de software Lotus y repartió toallas en un gimnasio en Auburnalde, empleo que dejó de un momento a otro luego de encontrarse ahí con Michael Ryan, quien había recibido el premio Whiting Writers el mismo año que él. David se había definido desde muy joven como “frágil” y en ese encuentro la vergüenza lo había perforado. Sin embargo, esa sensación de lo más primitiva se conjugaba con una mente excepcionalmente compleja, embebida en una lengua fuera de todo límite: “Mi mayor activo como escritor es que soy casi idéntico a cualquier otro. Esas partes de mi que solían pensar que yo era distinto o más inteligente o lo que fuera estuvieron a punto de causarme la muerte”. David era un genio que hubiera querido no serlo, padeciente de una emocionalidad espesa y una profundidad intelectual exaltada. Una tormenta perfecta.
En su infancia y juventud, David Foster Wallace se tomó en serio como atleta. Como si el capítulo luminoso de su vida hubiera sido pergeñado lejos de la escritura, jugó al fútbol en cuanto lugar pudo y practicó tenis casi a nivel profesional. Estuvo obsesionado con la cantante Alanis Morissette, la actriz Melanie Griffith y la emblemática Margaret Thatcher. Leyó Ciudad veintisiete y le envió una carta de fanático a su autor, Jonathan Franzen, de quien se convertiría en un íntimo amigo y con quien conviviría en Siracusa. Ambos coincidían en que la narrativa servía para “combatir la soledad” y parecían compartir las angustias de dos escritores sobre quienes recaía cierto caudal de presión. “Quiero escribir libros que la gente lea dentro de cien años”, dijo alguna vez el autor de El rey pálido, novela póstuma publicada en 2011. El conteo todavía es joven, pero el talento cifrado en esa prosa honesta, ajena al tiempo, de largo aliento, pareciera empardar aquel deseo con el destino de su literatura.

David Foster Wallace

Como muchos otros, David optó por la escritura de artículos por una cuestión económica. Colin Harrison, su editor periodístico, casi como en un terapista ocupacional, lo envió a lugares “genuinamente americanos: la Feria Estatal de Illinois, un crucero por el Caribe” para conseguir sus famosos textos y tratar de seducirlo con nuevas experiencias. “No estoy seguro de que yo ‘mezcle periodismo y literatura’. Tiendo a pensar más en términos de ficción frente a no ficción”, le dijo en entrevista Foster Wallace a Didier Jacob en 2005. Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer es el libro de ensayo que reúne sus textos aparecidos no solo en Harper’s Magazine sino también en Esquire, Premiere, Harvard Book Review, íntimamente ligados a temas de la cultura popular norteamericana. Hablemos de langostas es otro de sus libros de no ficción más conocidos.
Cuando asistía a Amherst, ya vestía como un “dirt bomb” —zapatillas de basket, polera, buzo con capucha amplio—, pero no sumó su icónica bandana hasta que se instaló en Tucson, en la Universidad de Arizona, para hacer un Master en Bellas Artes. Los casi cuarenta grados de sensación térmica lo hacían transpirar sobre el papel y su novia de entonces le sugirió el uso del pañuelo: “Me inquieta un poco que la gente lo vea como algún tipo de marca comercial o algo así; se trata más del reconocimiento de una debilidad, que simplemente consiste en la preocupación de que la cabeza me vaya a estallar”.