Una conversación infinita
Un diálogo con el ensayista Carlos Skliar
Maximiliano Crespi

Carlos Skliar es uno de esos ensayistas silenciosos e imprescindibles a los que se llega por recomendaciones de amigos y a los que de ahí en más se vuelve siempre para proseguir una conversación infinita. Su conversación es tan afable y tan lúcida como su reflexión ensayística; pero su generosidad vuelve imprescindibles todas sus intervenciones. En este diálogo, habla de los temas que lo apasionan y que forman parte de la red de pensamiento tramada en libros como La inútil lectura y Escribir, tan solos (Mármara).

—En La inútil lectura decís que la conversación y la lectura son unidades mínimas sobre la que se constituye una comunidad de afecto. ¿Dirías que una y otra fundan algo así como una política de la amistad? ¿Te gusta tanto conversar sobre libros como leerlos o escribirlos?
—No quisiera darle a la lectura y a su posible conversación un privilegio particular o alguna virtud desmesurada en relación a otros gestos y otras conversaciones. Pero en mi vida sí que es cierto aquello que escribió el poeta Jean-Paul: “los libros son voluminosas cartas a los amigos”. La imagen que conservo y de la que me siento parte es la de una fogata alrededor de la cual es posible conversar no ya sobre el “yo” o el “tú” (o incluso el árido “nosotros”) sino sobre el afuera, sobre esa vida que no tenemos, sobre ese mundo que no nos toca, sobre esas existencias, lugares y tiempos que desbordan el presente hasta desgarrarlo. La fogata encendida es esa política de la amistad que tanto echamos de menos y quisiéramos recuperar una y otra vez en tanto atmósfera: lo contrario de quemar los libros es arder con la lectura, aunque la humareda insista en envolvernos en tinieblas. Ahora bien: ¿si me gusta tanto conversar sobre libros como leerlos o escribirlos? Sin dudas percibo un parentesco cercano entre leer libros y conversar sobre ellos, y lo prefiero a la escritura. Aunque es bien cierto que nunca leo tanto como cuando escribo: en la duración de la escritura (de un párrafo o de una obra) respira toda la lectura.
—Entiendo que esa amistad que se actualiza en la lectura puede atravesar épocas. ¿A qué escritores distantes incluirías en esa comunidad de afecto? ¿Con cuál te habría gustado conversar?
—Tengo una manifiesta debilidad por la poesía escrita por algunas mujeres, intentando no dejarme atrapar por las trampas de la identidad única y la generalización de lo femenino. En un fragmento de No tienen prisa las palabras (Candaya, Barcelona, 2015) escribí sobre mi ilusión de reunirlas, que se encontraran alrededor de ese fuego tibio, breve y nada pretencioso, que pudiesen conversar entre ellas: Szymborska, Kolmar, Tsvietáieva, Pizarnik, Ajmátova, Maillard, Merini, Carson, Blandiana, entre tantas otras. Pero: ¿cuál conversación?: la de la intimidad, sin dudas; la de la respiración, también; la de la palabra como un cuerpo tembloroso alejado de todo artificio, además. En fin: una conversación donde escuchar por qué la poesía vale la pena, por qué vale y por qué la pena.

—Nicolás Rosa solía decir que leer y escribir eran las dos operaciones fundamentales de la cultura. Cómplices, gemelas, complementarias, esas funciones aparecen en tu trabajo ensayístico diría que, como obsesiones temáticas, pero también como placeres y como formas de resistencia silenciosa y acción política. ¿Recordás desde cuándo y podrías explicarnos por qué?
—Creo que al principio está la narración, el contar historias, el escuchar relatos venidos de otra parte. Por lo tanto también reivindico la oralidad como modo de resistencia. Oralidad, lectura y escritura configuran otro escenario posible de comunidad, curiosidad, convivencia, cuidado, escucha y conversación, una comunidad completamente distinta a la actual (agriada, violenta, mercantil, agrietada) pues daría paso a la multiplicidad, al refugio, al silencio, a la soledad, al grito, a la amistad, a la amorosidad, a la complicidad, a la fragilidad. En la volatilidad de esta época narrar, leer, escribir pueden darnos otra relación con el tiempo, con el lugar y con la alteridad. Con el tiempo: quitarnos de la prisa exacerbada y de la aceleración, con el lugar: que los espacios no sean solo sitios de consumo o de intemperie; con la alteridad: que otras vidas y otros mundos horaden nuestras vidas y nuestros mundos. Entonces: ¿desde cuándo y por qué para mí se han vuelto obsesiones, pasiones y modos de resistir? Sería falso y torpe de mi parte decir “desde siempre”; las biografías no son lineales y muchas veces los desvíos, las interrupciones, los acasos y azares, los desvaríos, los casi-quizá-sin embargo, muestran con más nitidez que los grandes gestos las derivas de una historia. Soy un escritor y lector tardío. Sin duda la imagen de mis padres leyendo, de mis amigos y amigas leyendo y escribiendo, de mis maestros y maestras narrando, componen un paisaje difuso en el que tal vez también me encuentre. Creo que en el ensayo descubro un tipo de libertad perdida en el descorrer de lo cotidiano, una suerte de pausa (solitaria y multitudinaria a la vez) donde se abre aquella célebre y conocida pregunta de Hannah Arendt: “¿dónde estamos cuando pensamos?”. Creo que este dónde, pese a su connotación de lugar, es un tiempo, una experiencia del tiempo distinta al tiempo cronológico, una suspensión, una distancia (no de altura ni de jerarquía, por cierto) una cierta intensidad sin duración precisa, un desvestirse o despojarse. Soy consciente que todavía no respondo a la pregunta, quizá porque aún no me siento en grado de hacerlo. Lo intento: ensayar reúne en mí mi pasión por la escritura y la lectura junto con mi pasión por la enseñanza. Es probar con otras y otros la potencia y la impotencia del decir y del hacer, es pulverizar la idea repetida de lo único, de lo mismo, de lo habitual, un intento quizá pueril por borrar las fronteras entre el adentro y el afuera, la interioridad y la exterioridad.

—La inútil lectura es un libro que sin duda tiene la particular virtud de teorizar su propia práctica o de poner en práctica la efectividad de sus ideas. Pero sobre todo se instituye como una suerte de manifiesto ético y político con relación al valor implícito en lo inútil, en lo inactual y en lo singular. En algún punto ¿esa manera de valorar práctica de la lectura no es en cierto modo la de una propuesta contracultural (entendiendo que los discursos de la cultura tienen como horizonte la utilidad, la moda, la generalización, la gregariedad y la masificación)?
—Coincido plenamente, más allá de no saber si lo he logrado o no y si esos son los efectos que la lectura de este libro provoca en sus lectores. Tiene una apariencia de rebeldía, sí, porque subraya la inutilidad en una época de utilitarismo e invita a trastocar el orden de lo que se considera virtuoso en estos tiempos. Yo creo que forma parte de una intención mayor: la de pensar y sentir el mundo no ya como lo existente, lo existente como la “realidad” y la realidad como exigencia de adaptación, conocimiento y dominio, sino más bien la de traer al presente un mundo quizá perdido o enterrado o descuidado u olvidado o desechado. La invitación a la lectura no puede ni debe ser de orden moralizador, evangelizador o revestirse de discursos de salvación o, incluso, de promesas vacías en un futuro de incertidumbre. Esa invitación (a leer y a conversar sobre la lectura) se parece mucho a aquello que Peter Handke sugiere como un convite a “levantar la vista”, “mirar hacia otra parte”; y agrego yo: “no mirarse tanto uno mismo”, “no ver lo propio como centro del universo”. Las formas de invitación son culturales, por cierto, y en esta actualidad frenética parecen más bien compulsiones de expresividad o de individualismo hedónico. Forma parte de lo político reelaborar esos modos de invitación a la lectura y su conversación como hechos públicos, comunes, éticos.

—En un pasaje del libro contás que los libros que te ayudan a escribir son generalmente “ensayos que revuelven el espíritu de la época”. ¿Qué hay en esa revuelta que te hace volver a ellos?
—Se trata de lugares y tiempos del pensamiento donde la escritura es cuidadosa (se cuida, se protege, se refina, se multiplica y complejiza) y donde se pulveriza cualquier pretensión o frontera de género y disciplina. Prefiero la lectura de aquellos textos no infectados de poder que, en vez de mostrar sus garras (su soberbia, su pretensión de totalidad), ofrezcan generosamente el claroscuro de su época, la fragilidad de sus sentencias, el desorden, la infinita reelaboración de las ideas, la aridez del desierto del mundo, su opacidad, el no desear agradar y sí perturbar con su lectura.
—En las últimas páginas de La inútil lectura te demorás interpretando los parágrafos de Derrida sobre la escritura y la retirada: “Escribir es retirarse”, es emancipar y o desamparar el lenguaje, “dejarlo caminar solo y despojado”. Ahí, en ese libro autobiográfico, subrayás un uso paradójicamente positivo de la desolación (que vuelve al poeta hacia la impersonalidad). Y en el último libro, donde tu primera persona se retira para dar paso a la tercera, la pregunta núcleo es la relativa a la experiencia de la soledad en la escritura. ¿Es así o me lo estoy imaginando? ¿Un libro sigue al otro y se transforma en el otro? ¿Será que el relato de las lecturas de aquellos autores que te marcaron continúa por otra vía, como alguna vez intuyó Enrique Pezzoni, el relato autobiográfico comenzado tiempo atrás?
—Escribir, tan solos es anterior a La inútil lectura, al menos en su fecha de edición, pero quién sabe si en mi escritura. En todo caso hay una continuidad que también proviene de otros libros más educativos como Érase una vez la lectura, Lectura y educación o Ensayos en lectura libros todos ellos publicados en distintas editoriales universitarias. Ahora bien: Escribir, tan solos es un libro de un simple lector que se atreve a la escritura; está compuesto de textos breves que operan en dos niveles: uno, el de la reacción directa o reflejo inmediato frente a ciertas obras o escritores que me impulsaban a una escritura que podría llamar como “perceptiva” y no “conceptual”; dos, la de la composición de semejanzas y diferencias entre lecturas que ordenasen capítulos de acuerdo las figuras de la soledad presentes en cierta literatura y filosofía contemporáneas. Fue un ejercicio precioso y de desconsuelo también, apasionante y desolador a la vez, pues durante tres años no hice mucho más que buscar con desesperación e intriga esa palabra (“soledad”) en bibliotecas personales y de algunas amistades. No es un tratado sobre la soledad ni mucho menos sobre lo solitario: es apenas una pregunta abierta sobre su esencialidad y posibles derroteros, la soledad como principio, como precipicio, como silencio, refugio y abrigo, pero también como enfermedad, borrachera y desasosiego. La inútil lectura, en cambio, procede de una suerte de experiencia personal de la lectura y su objetivo es claramente la de compartir una escena lectora sin ningún ánimo de transformarla en ley o principio, o generalización. En La inútil lectura hay, si se quiere, un gesto político más sereno, más reflexivo, no tan álgido ni perceptual.

—Las dos figuras recurrentes de Escribir, tan solos son la soledad y el laberinto. ¿Qué relación ves entre ellas? ¿Guardan alguna relación con las figuras de la redención y la condena?
—La soledad, el laberinto, sí, pero también la fragilidad, la amistad, el silencio, la lectura, el aprender la impotencia, la contingencia, el amor desmesurado y por lo general imposible, entre otras, son todas figuras de una multiplicidad imperfecta y difusa, de un modo de narrar (o de preferir narrar) la experiencia y la existencia de lo humano más allá de ciertas oposiciones o condiciones que no revelan ni los inicios ni los finales conocidos o reconocibles. Puede ser que la soledad y el laberinto habiliten a pensar en la redención y la condena, sí, aunque creo que dan paso a la voz de esa intimidad siempre resquebrajada, siempre débil que habita entre una y otra. Y esa voz quizá quiera expresar su singularidad o excepcionalidad, tener tiempo para decir, para contar, ser escuchada. Es como si hubiera la posibilidad de un compás de espera entre la redención y el castigo, algo que no es ninguna de ellas, una suerte de petición del estar en el ser, de durar en el límite, de recomenzar despojándose de cualquier atadura.
—En este libro la soledad es a la vez un ritual de recogimiento y de despojamiento. Casi diría una ascesis, reconocible en autores de los siglos pasados. Pero, entrando en la tercera década del siglo XXI, ¿puede la soledad experimentarse todavía de ese modo sin caer en cierto voluntarismo? ¿No es parte de un mundo al que no se puede volver más que en la desesperación nostálgica?
—Coincido plenamente y por ello intento darle lugar o volver a pensarlo: porque la soledad está confundida con lo solitario y su necesario remedio, porque la figura de la soledad es enigmática y hoy los enigmas quieren resolverse en la inmediatez, porque nunca se sabe qué siente, qué piensa, qué cree alguien que no está conectado, ni expresa furiosamente su punto de vista, ni desea participar en la contienda de la información/opinión. Es un símbolo anacrónico, tal vez destituido pero no perimido, un gesto único y último (quizá junto al silencio) de una especie que está perdiendo o ha perdido ya su potencia de fragilidad. Claro está que la soledad también entraña sufrimiento y encarna lo opuesto a la falsa idea de redes sociales como única comunidad posible que nos queda. En este sentido: ¿por qué no pensar que la comunidad es, a su vez, una comunidad también de soledades, como lo es la amistad y como lo es el amor?

—Horacio González dijo alguna vez que el ensayo no era ni un género ni una forma, sino más bien una disposición ética que consistía en “no escribir sobre ningún problema si ese escribir no se constituye también en problema”. ¿Te parece que desde allí se puede pensar el solitario trabajo político del ensayo?
—En el ensayo hay, por lo menos, dos niveles superpuestos de compleja resolución: uno, el de la difícil transparencia del problema, de porqué un problema es un problema y de cómo sostener la tensión de la cuestión sin desanudarla por completo; dos, el de la opacidad misma de la escritura y su esperada o anhelada nitidez. Ningún ensayo, a priori, garantiza que esta dificultad pueda resolverse, pero es justamente todo ello lo que justifica su dimensión ética y política: que un problema sea un problema (se sobreentiende que no del orden personal, no del orden de lo privado, sino de de lo común) y que la escritura sea escritura (es decir: que conserve su dificultad, que no confunda la cuestión o las cuestiones trazadas con la enrevesada estructura de la lengua). Sin duda González acierta en su definición: el problema del ensayo se vuelve problema sobre todo en la escritura.