Los idiotas del amor

Martín Zariello y un retrato de la época

Mariano Granizo

Un conjunto de relatos puede conseguir componer un retrato de época, de clase o, simplemente, de maneras y formas de comportarse en algún aspecto puntual, y es esto a lo que consigue dar forma Martín Zariello con La luna y la muralla china (La bola editora, 2021). Aquello que atraviesa los diez relatos de Zariello, en mayor o menor medida, ese aspecto puntual de la vida no es otra cosa que el amor: su presencia, su ejercicio y su posibilidad.

Para poder dar cuenta del amor y su ejercicio, Zariello decide llevar a cabo una narración que se entrecorta constantemente. En la línea de Francisco Bitar con sus relatos más enraizados en la narración de lo mínimo (y que se desarrolla entre parejas de todo tipo, cada una con sus obvias particularidades que las quitan de la posibilidad de servir como ejemplo diferencias que nunca son tantas y que son más una fantasía de los propios protagonistas que una marca real en su hacer), Zariello complota inteligentemente contra la continuidad entre los relatos que dan cuenta de una totalidad fragmentada; para Zariello, si bien existe esa marca que lo puede colocar en el mismo anaquel que al santafesino Bitar, la fragmentación en el relato, ese discurso entrecortado, se construye para poder centrarse en lo más mínimo de lo mínimo (en cuanto a la representación, en lo representable y en lo que se puede decir): el amor. Una forma en la que se percibe el fraseo de la poesía, pero poniéndose a salvo de ella en favor de la narración de lo mínimo, de una estructura que funciona y suena como buena música de una época precisa (con ecos de los 90´, de su poesía, de la presunción en el aire de un desastre próximo).
Eso, que siempre es mínimo, es el amor. Porque la posibilidad de representar el amor está solo en la captura del gesto o de la situación mínima de la que son partícipes dos o más, sin grandilocuencias, sin la historia extraordinaria de amor, tan solo con su emergencia en un gesto. De un tiempo a esta parte, quizás desde el comienzo de este siglo post debacle diciembre 2001, y en un acto de retroceso de la ideología como gesto de autoprotección, parece ser que solo se puede hablar de lo cotidiano y lo mínimo, de aquello que ratifique la prepotencia del individuo y su estupor y la negación ante el mundo que lo rodea. Por eso en Zariello se entrecorta la narración, como una marca de época, como una imposibilidad de continuidad que evidencia los nexos de cada fragmento: el poema no declarado que se asume fragmento narrativo para desarrollar un concepto (Viajar, Vivir, Amar, Coger), escenas sueltas sin solución de continuidad (que está, pero no narrada, se repone en la lectura porque es una obviedad que se puede dejar de lado), los saltos temporales porque ninguna vida está repleta de hechos trascendentes (“Los días pasan”), mensajes y mails sin respuesta, una suerte de diario que se deja entrever sin declararse como tal, pensamientos sueltos que se aglutinan y hacen la forma, “puro arte” escribe Zariello, puro amor, podría decirse también. Todos estos son saltos para evitar lo mínimo y lo máximo que existe entre eso mínimo narrado. Sin estas continuidades que justifican y dan sentido queda solo el amor como expresión única del individuo fuera de cualquier planteo ideológico, sin sus marcas de sentido.

El amor, en su carácter absolutamente racional, aunque no se lo pueda entender, aunque sea difícil hablar y escribir sobre él. Y es solo de manera entrecortada que se hace posible: hablando como idiotas. Los personajes hablan como idiotas, de manera entrecortada, negándose una continuidad de sentido en su discurso, porque están intoxicados por esa droga espeluznante que es el amor. Aborrecibles seres son los personajes de Zariello, pero es lógico, ya que están enamorados, o desenamorados, o haciendo algo parecido al amor. Idiotas que toman decisiones sin sentido.
En el amor está la manifestación absoluta de la idiotez; cualquier acto se justificaba a sí mismo por estar fuera de análisis. A este discurso nada lo liga con el mundo que lo rodea, porque, de hacerlo, sería imposible de nombrar como tal, sería una transacción más. Un generalizado narrador en primera persona permite que aquello extraño y externo permanezca así, sin tocar a los idiotas en su ejercicio del amor, del desamor o del sexo: para el narrador no existe nada más que lo que se narra. Los relatos fueron escritos y publicados entre 2007 y 2013 en eso que se conocía, en otra vida, como blog. Relatos entrecortados ya en su forma primigenia por su soporte. Zariello decidió no retocarlos, “no pulirlos” dice, conservando así cierto impulso que los originó, ligados fuertemente a quien ha cortado el puente con lo que lo rodea y solo es expresión de una individualidad confundida. Porque, de haberlo pulido, la ideología se habría filtrado allí con su contexto, sus referencias claras, sus sinceramientos y ocultamientos. Con una Mar del Plata de fondo, que es un fondo que solo al nombrarse es tal porque aparece constantemente tras un vidrio esmerilado que obliga a confiar en la referencia dada por los personajes, envueltos en situaciones estúpidas y ejerciendo un humor estúpido, Zariello pone de manifiesto su ideología, negándosela a los personajes: viven en estado de amor, donde todo está suspendido, al margen del mundo, y por eso se vive como un absoluto que significa vivir o morir. Si hay algo que se puede decir de los relatos de Zariello es que no son idiotas, son la muestra de ese estado en que nada puede explicarse mediante una forma que conserva, en la narración entrecortada, relación con el otro, esas relaciones que carecen de explicación y de marco y que solo se ideologizan luego, cuando todo lo relacionado al amor se ha acabado.