Fosfato de calcio

La literatura de John Berger y su intento por mantener vivo el fuego.

FERNANDO SEGAL

A mediados de la década de los 60 John Berger se instala en una pequeña comunidad rural inglesa para seguir los pasos de un hombre. El hombre en cuestión es el médico del pueblo, John Sassall, una especie de figura local que se ha ganado el cariño de todos y a quien Berger decide seguir de cerca para verlo en acción: en medio del bosque, intentando salvar a un leñador que quedó atrapado debajo de un árbol con una pierna rota; en la casa de una anciana, que está a punto de morir y necesita que alguien calme su dolor; o en su consultorio, escuchando a una chica que se siente sola y no sabe qué hacer con su vida. Berger presencia las conversaciones de Sassall con sus pacientes, observa las cirugías que lleva a cabo en su sala montada en la ladera de una colina e incluso está con él en los pocos ratos del día que le quedan libres. Porque si hay algo que salta a la vista de este médico es su entrega total, su infinita curiosidad: ese motor que lo mantiene siempre en movimiento y lo convierte en un hombre afortunado. 
Un hombre afortunado es el relato de la vida de un hombre, pero también es el relato de una sociedad, del lugar que ocupan los enfermos y el modo en que se los trata. La enfermedad separa y fragmenta, hace que el enfermo pierda su conexión con el mundo exterior y termine sintiéndose un inútil: esta es la esencia de la soledad. Y es la esencia de lo que Berger intenta decirnos: que, para curar, primero es necesario oír. Sassall es el hombre al cual se le puede contar cualquier cosa en cualquier momento; es el testigo objetivo de las vidas de sus pacientes, el archivero de su historia. Su trabajo intenta reunir algo de lo que los enfermos saben pero no son capaces de expresar, algo que les permita encontrar un nombre para aquello que los aqueja. Esta es su única satisfacción, la justificación de su vida. Pero, aún así, al final del libro Berger se pregunta: “¿Cuál es el valor social de aliviar el dolor?, ¿cuál es el valor social de salvar una vida?, ¿cómo se compara el valor de curar una enfermedad grave con el del mejor poema de un poeta menor?”.

Años más tarde, luego de la publicación del libro, Berger se muda a un pueblito en el sur de Francia, cerca de la frontera con Suiza, donde vivirá por el resto de su vida. En alguna entrevista dirá que él nunca fue a la universidad, pero que los campesinos de esa zona fueron sus profesores universitarios. Lo cierto es que, de ese aprendizaje, Berger escribe la trilogía De sus fatigas, un conjunto de relatos que muestran el desplazamiento de los entornos rurales a las grandes ciudades. Como dice el epígrafe de esa obra total (“Otros se fatigaron, y vosotros os aprovecháis de sus fatigas”), Berger sigue el rastro de los supervivientes, de aquellas personas que se mantuvieron con vida mientras que otras desaparecieron. Y lo hace con la convicción de que todos los pueblos tienen una historia que contar: una historia del pasado, incluso del más lejano, “construida con palabras, habladas y recordadas; con opiniones, relatos de testigos presenciales, leyendas, comentarios y rumores”. Es decir que, como Sassall, lo hace oyendo: recogiendo las voces de los que no tienen voz. 

Se habla de los modos de ver, pero no tanto de los modos de oír. En una charla con Susan Sontag, transmitida por la BBC en 1983, Berger dice que si tiene que pensar en alguien contando una historia, lo primero que se le viene a la mente es un grupo de personas reunidas alrededor del fuego. Piensa en un viajero que ha vuelto a casa y tiene una historia que contar; una historia que se transforma en refugio para quien la cuenta, pero también para la historia misma, que logra redimirse del olvido, como sucede en Un séptimo hombre. Lo mismo podría decirse de su literatura: Berger escribe para ser leído en voz alta, como un relato que se pasa de generación en generación. Es decir: escribe para mantener vivo el fuego. Basta con pensar en cualquiera de los relatos de Aquí nos vemos, en donde Berger vuelve a encontrarse con familiares y amigos que han muerto, para entender que sus relatos son historias de vidas vividas. En un paseo con su madre por las calles de Lisboa, ella le dice: “La esperanza es una lupa inmensa, por eso no permite ver a lo lejos. Esperemos solo lo que tiene alguna posibilidad de alcanzarse. Reparemos alguna cosa. Un poco es mucho. Una cosa reparada puede cambiar otras mil”. Esa gran lupa que es la esperanza no solo es un modo de ver las cosas sino también de oírlas, de hacerlas, de volverlas posibles.

Berger escribe para ser leído en voz alta, escribe para mantener vivo el fuego

Cuando Berger sigue a Sassall en su trabajo de todos los días, lo que muestra es justamente eso: un hombre para quien las palabras son un modo de actuar. Alguien para quien la profesión lo abarca todo, casi a la manera fáustica, ya que atender a sus pacientes es una forma de aferrarse a la vida, de mantenerla en movimiento, pero también de enfrentarse a la inmediatez de la muerte. El costo parecen ser los episodios de profunda depresión en los que Sassall se ve desbordado por su propia sensación de insuficiencia. En una entrevista que le hacen años más tarde, Berger comenta un episodio que no aparece en el libro: luego de la inesperada muerte de su esposa, Sassall abandona temporalmente la pequeña comunidad inglesa en la que había pasado sus últimos años y viaja a China, donde aprende las costumbres de los médicos descalzos que por ese entonces eran los principales encargados de la atención médica en las zonas rurales. Dicho de otra manera: intenta mantener vivo el fuego. Pero, aún así, sigue sin ser suficiente.
“El primer temor cuando nos ponemos enfermos es que nuestra enfermedad sea única”, escribe Berger, “de manera que intentamos racionalizarlo y debatimos con nosotros mismos, aunque siempre queda el fantasma del miedo”. Lo que hace el médico, entonces, es compensar esa ruptura del paciente al convencerlo de que él y el resto de los hombres son semejantes; así, el enfermo deja de ser una excepción y puede ser reconocido. Esa es la esencia de Sassall, lo que define su modo de trabajar y de vivir. Sassall es un hombre que hace lo que quiere hacer, que sabe lo que busca; pero, al mismo tiempo, es como si ese reconocimiento mutuo con el paciente terminara abriendo una brecha, un espacio vacío que es imposible de llenar. Para responder ciertas preguntas, parece decirnos Berger, las palabras no alcanzan. Lo cual no hace otra cosa que agrandar el enigma de la vida de Sassall, porque en 1982 y luego de más de cuarenta años de trabajo, termina suicidándose. Cuando Berger escribe el libro, no sabe que ese será el final que le espera a su hombre afortunado, pero tal vez por eso, la pregunta que se hace en las últimas páginas adquiere todavía más peso: en una sociedad que no contempla la vida de las personas, ¿cuál es el valor de aliviar el dolor, de salvar a una persona? 
En Páginas de la herida, Berger dice que cuando lloramos la muerte de alguien, lo que lamentamos es la pérdida de sus esperanzas. Dice que la escritura no puede reparar ninguna pérdida, pero sí puede desafiar el espacio que separa a los hombres. Dice que romper el silencio de los hechos y hablar de la experiencia, por más amarga o dolorosa que sea, es descubrir la esperanza de que esas palabras sean oídas. Entonces, de alguna manera, la esperanza se convierte en una forma del amor, un modo de combatir la indiferencia del mundo. En esas páginas, Berger también escribe:

Lo que más me reconcilia con mi propia muerte es la imagen de un lugar: un lugar en el que tus huesos y los míos sean sepultados, tirados, desenterrados juntos. Allí estarán desperdigados en confuso orden. Una de tus costillas reposa contra mi cráneo. Un metacarpio de mi mano izquierda yace dentro de tu pelvis. (Como una flor, recostado en mis costillas rotas, tu pecho). Los cientos de huesos de nuestros pies, esparcidos como la grava. No deja de ser extraño que esta imagen de nuestra proximidad, que no representa sino mero fosfato de calcio, me confiera un sentimiento de paz. Pero así es. Contigo puedo imaginar un lugar en donde ser fosfato de calcio es suficiente.

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