Un confesor deplorable

¿Por qué escribimos? Esa es la pregunta que intenta responder Francisco Bitar en este ensayo inédito.

FRANCISCO BITAR

Con la sabiduría que es habitual en ella, Ángeles tranquiliza a Sonia. Nuestra hija mayor está angustiada por algo que sucede con cierta frecuencia en la colonia (una amiga toma más de lo que da, que es nada) pero también por la manera en que acabo de reaccionar frente al repetido relato de los hechos: injuriando, aunque en privado, durante el almuerzo, a la amiguita y a sus padres, responsables en última instancia de la temprana miseria.
Una vez que Sonia se recupera y vuelve a su buen humor de siempre (hecho de una atención doble, dividida entre la tablet y el resto del mundo), Ángeles me tranquiliza también a mí. Según su opinión, estoy en lo cierto, al menos en parte: esta “amiguita” ha sido criada como una adulta, lo que impide que se divierta entre los niños; por eso es que en lugar de jugar está al borde de reírse de sus compañeros. Pero también me advierte: no conviene reaccionar con fervor a los problemas que nuestras hijas traen de afuera, porque corremos el riesgo de que no vuelvan a contarnos de sus preocupaciones. Y si encima devolvemos a esa angustia con una falta, ellas podrían cerrarse, y sería lógico que lo hicieran.
Así se lo ha enseñado a Ángeles el dilatado trabajo con pacientes (y su inteligencia, claro, aunque a esto no lo menciona) pero también lo aprendió de la manera como su propia madre, en situaciones parecidas, la escuchaba: calmada y con paciencia, con una ironía hacia el mundo y una invitación a cambiar de tema cuando ya había sido suficiente, o un poco antes. En suma, había en aquella protección maternal una puerta que se cerraba con la oscuridad por detrás, o era la misma puerta que se abría hacia la luz.
Desde luego, esta referencia personal me hizo pensar en mi propia trayectoria como confesor, sin duda deplorable: nunca, hasta bien entrada mi juventud, dije nada de lo que me pasaba. ¿Adónde habían ido a parar entonces años enteros de padecimiento y qué tan otra hubiera sido mi vida de entrenarme en el arte de hablar de mis problemas? Y lo más importante: si no se lo conté a nadie, ¿adónde habían ido a parar esa información y su sentimiento? Porque de no haberlo canalizado de uno u otro modo creo que hoy estaría muerto.
Para empezar desde el principio, contarle a mis padres de mis problemas hubiera sido imposible. Mi madre no hablaba y mi padre lo hacía en exceso, pero de él mismo; esto los hacía a ambos muy duros de oído (una aturdida por su silencio, el otro, por su parloteo). Aparte, ambos parecían tener la idea de que un niño no tiene problemas o de que, por ser chico, los problemas eran también pequeños. Creo que, como yo, ambos habían sufrido durante la infancia, pero en lugar de torcer esa historia cruel en la educación de los hijos, lo hacían pasar por una ley de la vida: de grande uno tendría los mismos problemas que de chico, pero una fortaleza mayor para enfrentarlos. Esta parte, la de una fortaleza creciente, se revelaba al fin equivocada (ellos eran la prueba viviente de ese fracaso) pero esto también era parte de la ley de la vida.

Con todo, creo que no eran mis padres el mejor lugar adonde exponer mis angustias infantiles, porque la mayoría de estas angustias tenía que ver con ellos. En todo caso, ya había saltado yo a los primeros escenarios de la adolescencia y veía crecer ante mis ojos la posibilidad de recurrir a los amigos. Pero la adolescencia coincide con un despertar sexual quizá prematuro (por esto se la define: por el desfasaje entre las intenciones y las posibilidades) y el tema erótico arrasaba con cualquier otra inquietud. A esta altura, además, para detectar aflicciones de otro tipo que no fueran sexuales, había que traer ejercitado desde la infancia el registro de las propias tendencias depresivas, cosa que yo, como ya dije, no había hecho.

Esta nueva imposibilidad se prolongaría por un tiempo largo, hasta la juventud, desde que los temas de conversación entre los amigos están fuertemente restringidos, si es que no se reducen todos ellos al tema de las mujeres. Lo demás (problemas familiares, de vocación, de dinero, etc.) se consideran proscritos, lo que significa que, a excepción del amor, los amigos de la adolescencia y la juventud representan una prolongación de la zona de exclusión parlamentaria que es la familia.
Cuando esta historia de angustias no dichas toca un límite y nos destroza, comienza el psicoanálisis. Pero el trabajo que demandó la terapia con mis propias angustias antiguas fue arduo y largo. En mi caso, comenzó justamente ahí, cuando entendí que nunca había atendido a mi vida anímica, o que lo había hecho en una pequeña porción. A esas grandes regiones intuidas pero desconocidas al fin, debí separarlas una de la otra para mostrármelas a mí mismo y ahora sí reconocerlas poco a poco, en ocasión de la sesión semanal. En suma: una puesta al día que terminó hace muy poco y que aún así demuestra cada tanto sus fallas, cuando alguna nueva ola oscura se levanta desde mi infancia y me demuestra que el pasado es inagotable. (Todavía me pregunto si no habrá sido un error discontinuar los encuentros con mi analista, cuando la costumbre tan arraigada en mí de barrer mis perplejidades abajo de la alfombra espera la menor ocasión para ponerse al mando).

Pero este resumen histórico de mi silencio anímico no responde a la pregunta: ¿cómo encausé mis problemas o, dicho de otro modo, cómo hice para seguir vivo? Porque no fue hasta hace poco que, como decía, mis angustias terminaron de desenredarse y entraron por separado en el radar de mi consideración.
Desde luego, este canal de derivación fue, a partir de mi adolescencia, la escritura, precedida por otras ocupaciones igual de apasionantes, como el deporte primero y la música después. Por qué digo que las angustias infantiles se derivaban hacia allí, cuando nada había en aquellas ocupaciones que hablara directamente de mis problemas, es algo para pensar. Creo que unos están presentes en las otras por sus proporciones: no había nada en mi vida que igualara el tamaño de mis miedos infantiles salvo la pasión de cada edad. Pero sobre todo, aquellas ocupaciones eran el lugar adonde mejor me olvidaba de mis problemas, al punto que las ocupaciones parecían avocarse a ello, aunque indirectamente.
Como digo, la escritura fue, hasta ahora, la última de esas invenciones apasionadas, y agrego que, por su posición y por su manera de funcionar, lleva la marca de cierto refinamiento. Porque si bien el motor oculto de mis pasiones, como ya dije, eran mis perplejidades, en la literatura ese empuje se ocultaba mejor. Y es que al escribir yo empecé por la literatura, que es el arte de ocultar con delicadeza al autor para hacerlo presente luego en las fantasías de quien lee: la literatura era y sigue siendo para mí el arte de diferir a quien escribe, incluso para quien escribe.

Para lograr todo esto, la literatura venía equipada con una forma (con varias, en realidad) de alquimizar mis problemas sin nunca saber de qué modo incidían en mi escritura: el correlato objetivo, la escritura automática, el fluir de la conciencia, la teoría del iceberg, el objetivismo hasta llegar incluso a las escrituras no creativas, me permitían poner en práctica la única conducta emocional que había aprendido en casa: la de ocultar una angustia, pero, esta vez, cifrándola en el lenguaje mismo, en lo dicho. La literatura era para mí, que nunca sé qué fibra personal toco con lo que escribo, el modo de poner a trabajar aquella lógica pero elevándola a una segunda potencia: la literatura era la cosa que no dije en su momento, ahora elevada al cuadrado. En la literatura está dos veces lo que no se sabe.

La literatura es una manera de no ser uno mismo al mismo tiempo que se lo es de una manera más viva, más profunda, más incierta.

El poder de la literatura es entonces inmenso y paradójico: provee al escritor de una manera de tocar su centro sin saber que lo hace. La literatura, la gran literatura entendida como complejo intelectual y afectivo, es una manera de no ser uno mismo al mismo tiempo que se lo es de una manera más viva, más profunda, más incierta. Allí, en lo que no se sabe de uno al escribir, es decir, en la no coincidencia del escriba con la escritura, se construye el espacio de encuentro con el lector. Si uno es uno mismo sin contradicciones —como ocurre con las escrituras confesionales, proclives a lo imaginario de sí— no hay misterio que prolongue el libro en dirección al mundo: si hay identidad, no hay mito de autor, que es, como ya sabemos, lo más importante de una obra literaria (aunque también es posible que, en épocas de sobre exposición, la literatura así entendida sea vista como una coquetería del pasado o, directamente, como un estorbo). Párrafo aparte para Ángeles, que ve en aquel estallido contra la amiguita de Sonia y en mi pesar posterior, algo que sería preferible conversar. Es lo que hacemos, felizmente, en esta nueva era de mis consternaciones. Gracias a ella, la casa de mi familia no tiene nada que ver con la casa de mis padres. Acá hasta Rosita, de un año y nueve meses, habla con frases perfectamente articuladas hechas de balbuceos. A esto nos dedicamos ahora: a hablar y escuchar, a escuchar y escribir.

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