A pocos días del comienzo de clases y a 60 años de una de las experiencias pedagógicas más revolucionarias de la historia, un perfil de Paulo Freire.

DIEGO ERLAN

Paulo Reglus Freire debería haberse llamado Regulus pero un error en el momento de su registro en la ciudad de Recife transformó a ese “pequeño rey” en “regla” y de esa manera cierto relámpago etimológico iluminó lo que marcaría su destino. Nació el 19 de septiembre de 1921. Fue el menor de cuatro hermanos de una familia nordestina cuyo padre, sargento del ejército, administraba autoridad y libertad con sabiduría. La madre, por su parte, ama de casa, aportaba el cariño que enseguida se vio reflejado en el afecto para enseñarles a leer a sus hijos. Como entendería años después, la alfabetización de Paulo surgió de las palabras que rodeaban al universo de su infancia. No fue una vida fácil. El crack del 29 repercutió también en esa familia, que tuvo que mudarse a Jaboatão dos Guarapes, a 18 kilómetros de Recife, para encontrar mejores perspectivas. La muerte del padre, cuando Paulo tenía trece años, liquidó el resto.

En una entrevista en Pasquim, de 1978, Freire explicó que deseaba intensamente estudiar pero no podía porque la situación económica de su familia no lo permitía. Uno de sus hermanos vio algo en él y lo empujó a hacerlo mientras los demás trabajaban. Ese gesto, quizás, terminó de definir su vocación. Hay una anécdota bastante significativa en la biografía de Paulo Freire y traduce en imagen aquel momento: tenía dieciocho años y se tomaba el tren para ir a cursar. En esos viajes solía dormirse y siempre soñaba con ser maestro. “Lo soñé tanto que cuando me convertí en maestro, lo que yo era en mi imaginario se correspondía muy fielmente con lo que era en la realidad, tanto que no distinguía una cosa de la otra. Algo interesante que recuerdo es que, cuando estaba solo en el vagón del tren que me llevaba desde Jaboatão hasta Recife para estudiar –y que demoraba cuarenta y cinco minutos en recorrer dieciocho kilómetros, porque paraba en todas las estaciones–, lo que viajaba allí sentado era mi cuerpo físico. En mi imaginación, yo daba una clase sobre la sintaxis del pronombre ‘se’. Daba cuarenta y cinco minutos de clase y si alguien me tocaba y despertaba, no sabía decir dónde estaba. Nunca trabajé en un comercio, tampoco en una fábrica. Mi amor por el magisterio era tan grande que yo vivía dando clases en mi imaginación. Y cuando comencé a dar clases, confundía las clases imaginarias con las reales.”

La educación como fascinación

En 1947, cuando Paulo Freire cursaba el último año de la carrera de Derecho, en la Universidad Federal de Pernambuco, el profesor Paulo Rangel Moreira lo invitó a trabajar en el sector de Asistencia Social del Servicio Social de la Industria (SESI). Si bien en un comienzo Paulo se opuso, su esposa Elza Maria Costa Oliveira, maestra de escuela primaria, descubrió que el SESI podía ser un medio eficaz para concretar las ideas que Freire estaba gestando, acopladas a su experiencia con niños de preescolar. ¿Cuáles eran esas ideas? La alfabetización y la educación de adultos podían articularse en un proyecto de liberación política y cultural más amplio que se dirigieran a la “lectura del mundo” y a la toma de conciencia crítica con respecto a la cotidianidad opresiva que vivían los sectores populares.

En el libro Cartas a quien pretende enseñar (Siglo XXI, 2008), Freire recordó que su paso por el SESI fue un tiempo de profundo aprendizaje. “Aprendí, por ejemplo, que mi coherencia no radicaría en atender, por un lado, a los padres y a las madres que nos exigían, […] ni, por el otro, callarlos con, por lo menos, el poder de nuestro discurso. No podríamos por un lado rechazarlos diciendo un no contundente a todo, diciendo que no era científico, ni aceptar todo para dar ejemplo de respeto democrático. No podíamos ser ‘tibios’. Precisábamos dar apoyo a sus iniciativas ya que los habíamos invitado y les habíamos dicho que tenían derecho a opinar, a criticar, a sugerir. Pero por otro lado no podíamos decirles a todo que sí. La salida era político-pedagógica. Era el debate, la conversación sincera con que buscaríamos aclarar nuestra posición frente a sus pleitos.”
A partir de experiencias como esta, Freire luchó para que la educación popular se convirtiera en una acción político-cultural para la emancipación de los oprimidos, estimulando la cooperación, la decisión autónoma, la participación política y la responsabilidad social y ética de los educandos.

Freire luchó para que la educación popular se convirtiera en una acción político-cultural

La forma que uno tiene de estar en el mundo no es sólo suya, ni tampoco sólo social, entiende Freire. Es un intercambio dialéctico entre lo que heredamos genéticamente, lo que traemos en el cuerpo, y lo que adquirimos de manera social. Freire siempre puso énfasis en lo social. Desde chico tenía ciertas curiosidades que lo llevaron “a no romper lo que no puede ser roto, a no dicotomizar lo que no puede ser dicotomizado, a no separar los inseparables”. En el fondo –plantea Freire– hay momentos en que uno y su habla son parte del proceso de conocer. “Uno habla del conocimiento y analiza e investiga las formas del conocimiento, uno es método y, al mismo tiempo, resultado”.

Una noche de 1962, Paulo Freire llegó a la ciudad de Angicos, en Rio Grande do Norte, el segundo estado más pobre de Brasil, localizado en la región Nordeste. Iba en un auto económico y equipado con lo mínimo. Instaló una carpa con pizarrón y se preparó para comenzar al día siguiente el proceso de alfabetización de trescientos trabajadores rurales, que se concretó en cuarenta y cinco días. Cabe señalar que esa experiencia fue posible porque Freire se valió del programa “Alianza para el Progreso”, financiado por el gobierno estadounidense, y consiguió transformar ese recurso tan cuestionado por la izquierda de la época en una posibilidad no sólo de alfabetización, sino de concientización del trabajador rural, de las condiciones de trabajo en el campo. La experiencia tuvo repercusión en el país entero, y gracias a eso Paulo recibió una invitación del presidente João Goulart para coordinar el Plan Nacional de Alfabetización, cuando el mandatario asistió a la ceremonia de cierre de la experiencia en Angicos.

Fue una tremenda satisfacción. Durante la experiencia de alfabetización en Brasilia obviamente había muchos nordestinos en los grupos: habían llegado hasta allí para construir una ciudad que no les pertenecería. En pleno arrebato de intuición, Freire preparaba un trabajo que ni siquiera había puesto a prueba, y entonces se preguntó cómo hacer para enfrentar uno de los problemas más serios que tenía y que todos los reaccionarios tuvieron que enfrentar en la práctica y en la teoría, es decir, “el pesimismo de las masas”. “Tenía ante mí el fatalismo de hombres, mujeres e incluso niños, y terminé encontrando la superación de ese fatalismo. Y me hacía esas preguntas mientras pensaba cómo elaborar esa cuestión del método; en eso, recordé que podía buscar un debate en los discursos populares, algo que, partiendo de lo más concreto, los ayudara a comprender el mundo natural tanto como el mundo social”. Freire entendió que el hombre y la mujer, como hacedores de la cultura mediante la transformación de lo mínimo natural, expresan esa cultura en la oralidad, que es también cultura. Entonces pensó mostrar a los sectores populares que, si juntos somos capaces de cavar un pozo en la tierra y encontrar agua, estamos dando respuesta a una necesidad, y responder a una necesidad con nuestro trabajo es crear algo que no existía en el mundo. “Nosotros –agitaba Freire– creamos con nuestras ganas, con nuestra inteligencia, con nuestro cuerpo”. Al traducir eso a la práctica y la acción se está dando una respuesta que satisface una necesidad básica: eso es cultura. Y si haciendo cultura somos capaces de modificar el mundo que no creamos –planteaba Freire–, ¿por qué no somos capaces de rehacer el mundo de la cultura, de la política y de la historia? “La pregunta tenía una enorme razón de ser, epistemológica, sociológica, política; es decir, yo estoy aquí en el mundo, pero no hice ese mundo que está ahí. Cavo un pozo aquí y encuentro agua, y entonces gano el mundo: supe satisfacer una necesidad y creé cultura para satisfacerla. ¿Por qué no voto diferente ahora? No porque haya votado a un sinvergüenza quedo destinado a no votar diferente, a no cuestionar la existencia misma del voto como expresión de libertad. Puedo interferir por medio de la política, que es una acción histórica, cultural; puedo interferir con mi modo de contar y de hacer la historia: no importa que me vean como un objeto completamente inmerso en ese mundo, un objeto de ese mundo, ni que sea un hambreado; yo también puedo ser sujeto de este momento social. Todo radica en cambiar mi comprensión de las cosas. Debido a que yo proponía una comprensión más crítica, algunos marxistas de los años setenta me tildaron de idealista.”
Podría haber sido idealismo de Freire pero en verdad formaba parte de las elucubraciones de su búsqueda, y le resultaba estimulante desde una perspectiva teórica, como plantea Antonia Darder

En 1964 existía una predisposición histórica, social y política hacia todo lo que valorara a la masa popular. Entonces Freire apareció de pronto con la propuesta de que la educación no sea la hacedora de todo, pero si se toma como punto de partida las condiciones existenciales concretas de los grupos populares, funciona. Sobre todo porque la educación es un acto, un conocimiento, y sin la enseñanza de algo no existen ni la enseñanza misma ni el aprendizaje. El proceso de conocimiento se da a partir del análisis crítico del contexto donde el educando y el educador se encuentran. En el caso de la alfabetización, eso comienza con la comprensión del lenguaje. Entonces, el programa de alfabetización debe provenir del pueblo que se va a alfabetizar, no de los educadores que van a alfabetizarlo. Debe partir del análisis del lenguaje común que habla ese grupo. Por esa razón Freire defendía la investigación del universo léxico mínimo del pueblo.

Es cierto que cometió un desliz cuando en su teoría separó la palabra generadora y el tema generador, porque, a decir verdad, son inseparables: no hay tema sin palabras. Primero estudió las palabras generadoras en el libro La educación como práctica de la libertad y el tema generador en Pedagogía del oprimido, y eso, entendió después fue un error. Y lo entendió gracias a un joven holandés posgraduado de la Universidad de La Haya, en 1971 que trabajó en una tesis de maestría sobre Freire, donde criticó la “ingenuidad” del pedagogo al separar la palabra generadora del tema generador. A partir de las afirmaciones que Freire hacía, especificó el lenguaje, el pensamiento; sin embargo, como no hay lenguaje sin pensamiento y no hay lenguaje ni pensamiento sin contexto, todas esas cosas están imbricadas, entrelazadas. Freire aceptó que tenía razón: “La única manera en que mi propuesta podía actuar era no siendo asumida por un receptor. No era una propuesta académica. Como siempre, la academia viene después de la realidad.” En ese intercambio entre maestro y alumno donde se invertían los roles, podemos advertir una idea de Freire sobre el pensamiento vivo y la experiencia vital. 

Una de las teóricas y activistas más importantes de los Estados Unidos bell hooks, fallecida hace pocas semanas, reconoció siempre la influencia que Freire ejerció en ella y en particular en ese libro extraordinario que es Enseñar a transgredir. Vejez no es sinónimo de abiduría para Freire ni juventud sinónimo de transgresión. Es una cuestión de actitud. Así lo planteó él, de un modo simple y contundente: “Mi problema en relación con la vejez y la juventud no reside en la cronología. Yo no acepto que Paulo Freire haya nacido en 1921 y hoy, con 74 años, sea viejo, de ningún modo. Paulo Freire nació en 1921, tiene 74 años (sí, 74 ahora), y sigue siendo joven. Un hombre que nació en 1970 y tiene 24 años y dice que quienes deben decir hacia dónde debemos ir son los viejos… ese sí que es un hombre viejo. Yo intento ver otros índices, por ejemplo, la apertura a lo nuevo, la valentía de examinar lo nuevo sin querer rehuirlo. Quien es joven toma la novedad con la mano, la examina, la pone a prueba. Quien es viejo sale corriendo. El joven acepta discutir, probar, cambiar. Ama la vida, el cambio. El viejo reverencia lo superado. Soy joven en la medida en que no le tengo miedo al no. Eso no quiere decir que yo ande diciendo que no todo el tiempo para ser joven. Yo digo que no sin miedo. Lo nuevo comprende las situaciones diferentes, pero no acepta fácilmente la connivencia.”
Y en esa entrevista concluyó con una frase que deberíamos subrayar una y otra vez:
“El viejo es quien teme al mañana y queda pegado al ayer. No piensa cómo alcanzar la paz, y en cambio piensa que la violencia es necesaria. El viejo piensa que su tiempo era el único bueno. Lo que vuelve joven al viejo es estar convencido de que el tiempo bueno es el tiempo presente, es ahora, mientras uno está vivo. No importa que ese tiempo esté lleno de problemas. Obviamente, si usted me pregunta si tengo nostalgia de los años cincuenta, le contestaré que sí. Pero si usted me pregunta si quiero volver a los años cincuenta, le respondo: “Por supuesto que no”. Quien ya ha cumplido 70 años (o todavía más, como en mi caso) tiene una ventaja de 50 y se cree capaz de entender el mundo mañana. Sin embargo, cuando lo nuevo y lo viejo se unen para comprender el mundo, vemos conjugadas una vocación de hacer las cosas y de transformar el mundo con una misma alegría. Así, el joven acepta la pedagogía del viejo.”

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