La amenaza de la mezcla

H. P. Lovecraft y el horror al otro

Mariano Granizo
Lovecraft
(escultura de Gage Prentiss, en Providence, Rhode Island).

En las primeras décadas del siglo XX todo era posible, y convivían mil y una visiones del mundo. Dos de ellas destacarían por lo extremas: el marxismo y el ocultismo. El comunismo llegaría a ser llamado, en su análisis posterior, la “religión del siglo”; el ocultismo fenecería junto al cuerpo de Sharon Tate, dando por finalizado el “verano del amor” de los hippies. Pero, en esas primeras décadas, mientras los revolucionarios luchaban por implantar el socialismo en el mundo, reconocidos ocultistas, como Aleister Crowley, dilapidaban todo su dinero buscando conocimiento mágico en los lugares más recónditos del mundo. Inmerso en ese caldo desquiciado de época, H.P. Lovecraft escribe, quizás, los mejores relatos de terror del siglo.

Con la edición de La llamada de Cthulhu, por parte de Alpha Decay, tenemos una muestra de lo que fue aquella época. El espíritu pulp está presente en los mejores relatos de Lovecraft, y este es uno de ellos. Mientras más se aleja Lovecraft del intento barroco, y con el retroceso del gótico como algo inevitable en el panorama del género, más gana en su perfección narrativa, porque es en la forma del relato pulp, puntualmente el del “fanta-terror” que publicaba la revista Weird Tales, donde encuentra limitaciones que debe salvar para producir un relato de calidad. Logra sus relatos más perfectos cuando consigue ese equilibrio entre el barroquismo que lo caracterizaba (buscando describir aquello que pudiera transmitir algo imposible en la idea) con la construcción progresiva de una historia. (Muchos de esos textos más barrocos de Lovecraft funcionan simplemente como agregados descriptivos o conceptuales a lo ya narrado en sus relatos más logrados.) El papel del lector en el pulp es fundamental: no hay narrador que se culmine en una escritura que no precisa de otro; la narración lo es todo, y se construye para un otro que lee, sin el que el narrador no es nadie; se construye un producto que vale por su posibilidad de lectura  (y de venta, como producto cultural que es). La serie que puede armarse con La llamada de Cthulhu, La sombra sobre Innsmouth, Dagón, El color que cayó del cielo y, ente otros, Nyarlathotep (relato corto que acompaña esta edición de Alpha Decay) es una muestra de lo mejor de Lovecraft y lo más ceñido a la narración pulp que podemos encontrar: los conocidos como “Mitos de Cthulhu”.
La efectividad del terror que maneja Lovecraft sigue siendo tal porque, en sus relatos más importantes (de los que podemos marcar como núcleo temático La llamada de Cthulhu) el elemento que infunde tal terror sigue manteniéndose en el terreno de lo incomprobable: el protagonista terrorífico de Lovecraft no es otro que lo desconocido, Dios, en su unidad, en su existencia desmembrada en cientos, en su no existencia y, por sobre todas las cosas, en la imposibilidad de poder decir qué es cierto de todo eso. El terror relacionado con lo divino/demoníaco pervive con la existencia misma del hombre, eso que, en la misma negación, existe. Estará en la tierra, en las regiones abisales de los océanos o más allá de las estrellas, pero en la concepción de Lovecraft, ese horror que proviene de más allá siempre está presente, se crea en él o no, por presencia directa o por acción de sus creyentes.

La llamada de Cthulhu narra lo que ocurre tras un movimiento sísmico que libera, por un tiempo, a Cthulhu, una entidad primigenia que, eones atrás, llegó a la tierra desde los confines del espacio. Así crea Lovecraft lo que luego será concebido como “horror cósmico”, que llega hasta nuestros días con el Alien de Dan O’Bannon, en algunas películas de John Carpenter (In the Mouth of Madness y The thing) o en Event Horizon (siempre será el cine quien mejor sepa aprovechar la imaginería lovecraftiana) o en escritores como Robert Bloch, Clive Barker, Stephen King, Thomas Ligotti y otros con innumerables variaciones de lo ancestral que llega a la tierra desde otro mundo (sea a millones de años luz o en otra dimensión). Pero lo aterrador en el relato de Lovecraft no es el propio Cthulhu, ni el Nyarlathotep del relato corto que lo acompaña en esta edición, sino el culto a su alrededor, que es antiguo, y que pervive para preparar al mundo para su regreso. Esta misma asociación, asesina y desquiciada, desaforada en su crueldad, se ve en el accionar del nacionalsocialismo y en los delirios de la familia de Charles Manson, en el Escuadrón 731 de los japoneses y en el genocidio armenio a manos del Imperio otomano, en el accionar del Ku Klux Klan y en la cacería de los selknam por los colonos; en cada acto de horror parece mantenerse el culto a eso otro que debe regresar. Lovecraft era consciente del horror que genera lo desconocido, y que aquello que se desea que regrese es, para otros, la tragedia absoluta. En ese equilibrio de sus lectores se maneja su construcción del horror: siempre hay algo a que temer y algo que identificar con lo temido. El culto es una asociación humana, fundada en una idea pero que puede prescindir de ella porque su existencia no determina el accionar de esa asociación humana. Tanto Cthulhu como Nyarlathotep movilizan a sus huestes mestizas, negras o árabes, y es esto lo que al racista Lovecraft le parece aterrador, porque van contra el mundo civilizado al que su dios no puede proteger de la crueldad de los primigenios. En una investigación con tintes periodístico/académicos se descubre ese entramado inconexo, se comienzan a unir retazos de las pruebas que demuestran que el horror acecha. Para Lovecraft, ese proceso de descubrimiento de lo que permanece oculto en su dispersión es aterrador y condenatorio. Dicho proceso puede ser científico o artístico, a sus efectos es indistinto. El terror de Lovecraft es a que se una lo disperso, a la mixtura, al levantamiento de aquello que le resulta execrable, mucho más que el temor a lo desconocido que, al fin de cuentas, está, por su naturaleza, por sobre todos nosotros.