Sobre lo atrasado

Un ensayo inédito sobre la imposibilidad de escribir, la tendencia a procrastinar y el difícil arte de sobrevivir con la literatura.

FRANCISCO BITAR

Vivo atrasado, con lo que hago y con lo que haré. Lo sé de antemano por la cantidad de trabajos que permanecen sin hacer a la hora de aceptar otros nuevos: a todo compromiso asumido, que de por sí representa una carga, se le sumará el peso asfixiante, quizá no de mi negligencia, pero seguro de mi futura demora. En este sentido, estoy condenado a sufrir.
Al principio, es apenas una molestia que sin embargo me resulta familiar: la de un inconveniente que crecerá con el tiempo. En efecto, la deuda va avanzando sobre mis asuntos (sobre otras deudas anteriores) hasta que, al borde de la crisis, me pregunto primero si seré capaz de hacerlo con el poco tiempo que me queda, para ponerme después a pensar en la mejor manera de abandonarlo (fantaseo con las formas de ese abandono, en su mayoría excusas, aunque también sueño con abandonos heroicos). Finalmente hago lo que tenía que hacer. Por supuesto, cuando esto ocurre siento el deshago y con él me prometo no volver a hacerlo: al final, esta es la única promesa que permanecerá incumplida, conmigo mismo.
El problema es que no sé negarme al trabajo que me ofrecen, por inverosímil o excesivo o fraudulento que se presente (me dedico a la literatura, lo que significa que tareas de este tipo abundan, si es que no son las únicas que hay). Esto, mi imposibilidad de decir que no, responde en general a uno de dos motivos. El primero, inmediato, consiste en una galantería en el fondo falsa: no puedo someter a quien me invita al desaire de mi negativa, no porque él o ella no lo merezcan, sino porque no tengo la suficiente personalidad como para negarme. El segundo motivo regresa desde el barro de la prehistoria personal: fui criado en un ambiente de inestabilidad, en el que decir que no a un trabajo era un lujo que uno no podía darse. Mi generación (atestada de estudiantes interruptus de abogacía) está marcada por este terror.

Fui criado en un ambiente de inestabilidad, en el que decir que no a un trabajo era un lujo que uno no podía darse

Y bien, todo el entusiasmo que pudo haber al principio se desmorona al mirar el trabajo por segunda vez, cuando me lo reclaman o por accidente lo recuerdo: el veneno de la obligación lo ha vuelto repugnante. El compromiso que se atrasa tiene lo peor de algunos vicios, y es que actúa por partida doble: no sólo me pesa porque lo adeudo sino que además, por tratarse de un peso, me demora. Es la profecía autocumplida, y como tal, se eleva a su segunda potencia: me demoro porque no quiero hacerlo, pero también me demora la demora misma, al punto que empezar con el trabajo se vuelve una tarea dos veces imposible.

Cuando por fin me decido a hacerlo, la demora propia de ponerse a pensar en el trabajo y las vacilaciones anteriores a empezarlo de una vez, todo ese largo tiempo inútil, se activa de pronto y se troca en el tiempo apretado del producir; este tiempo es equivalente al otro, el de las postergaciones y las vacilaciones, pero puesto a andar en cámara rápida, a toda velocidad. Ahora, algo del entusiasmo original reaparece, lo que sin embargo no alcanza, ni mucho menos, para colorear la totalidad de la tarea, comprimido como está ese entusiasmo a causa del apuro.
Así vivimos, trabajando bajo presión y sin disfrute, con los minutos contados y la atención dividida entre el trabajo que hay que terminar para hoy y otro que hay que entregar mañana. Sueño con un modo menos tortuoso de trabajar, por ejemplo, dedicándome a un solo trabajo que garantizara todos los gastos o satisficiera todos mis deseos. Pero si esa oportunidad se me presentara, seguro yo lo arruinaría aceptando, un poco por curiosidad, otro poco por compromiso, nuevos trabajos, convirtiendo todo otra vez en un desorden.

Desde luego, aquella fantasía del trabajo tranquilo aparece en lugar de otro sueño perdido, la gran postergación que se esconde por detrás de la cadena de todos los atrasos, la deuda más ardiente de todas pero a la vez la deuda que siempre se puede dejar para más adelante: la vida misma. Esto, la vida, nadie sabe bien qué es, por eso es fácil perderla de vista. Se parece a la fantasía que mencionaba antes, la de una ocupación tranquila. En todo caso, estamos seguros de que nada tiene que ver con las tareas atrasadas y agobiantes que minan nuestros días. ¿Cuándo, nos preguntamos, voy a ser capaz de vivir por fin la vida? Quizá cuando estas condiciones se concreten, las de un deseo apaciguado y una mínima estabilidad económica, con la jubilación.

Antes de eso, cada cual tiene su manera, personal y por eso instintiva, de ponerse al día, al menos un poquito, con la vida, lo que en general no trae problemas con las obligaciones. Algunos miran la montaña por la ventana, otras juntan barro del lecho del río, otros organizan picnics nocturnos en la costanera, con cubrecamas que ofician de mantel. Según esta enumeración la vida sería lo que ocurre afuera del trabajo, entre ocupación y ocupación, adonde no hay ningún apuro (por eso es que admiramos a los animales, reducidos como están a un estar absoluto y placentero). La cuestión es, en todo caso, no perder de vista del todo a la vida. Porque si la vida queda demasiado atrasada puede ser que se pierda pista para después no saber cómo volver a ella: esto me arrastraría a un sentimiento melancólico, el de confundir la vida directamente con el pasado, con lo que ha quedado atrás y no vuelve. (Pero, ¿a quién intento engañar? Si me atraso en mis compromisos no es porque asumí muchos o porque esté siempre al filo de una entrega. Si me atraso es porque me dedico a escribir, una decisión casi involuntaria, que tuerce en su favor casi todas las energías del día y proscribe lo demás hacia un indefinido paréntesis. Por supuesto, en la escritura también se está siempre atrasado: siempre queda algo por decir, y es por eso que sigo escribiendo. Pero la vocación de escribir tiene que ver con el intento diario de que la vida no se escape de las manos: escribir es la prueba de traer o, al menos, de acercar la vida otra vez a su centro. Ahora, si mi día se vuelca en su dirección, la de la escritura, no es por la obligación de hablar de ella, sino porque hay en ello un goce: el de llegar a decir algo de la vida. Ahí hay otra definición de la vida: gozar, lo que es tan necesario).

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