Fuerza natural
El autor de Epitafios lee la nueva novela de la poeta y realizadora audiovisual Violeta Percia
Luis Gusmán

Ha historias que irrumpen con una fuerza natural. En Como nubes (Borde Perdido) esa fuerza marca un rrecorrido: el que el lector debe transitar junto a Alas y Albees, y que es un camino entre el amor y el desamor: “El tiempo del desamor no significaba más que un relámpago. Si por el instante de su duración o quizás porque ilumina solo un instante”. Pero para que haya desamor quizás hubo o no necesariamente, uno anterior, el del amor.

La nouvelle de Violeta Percia es casi una rayuela. Solo que, como su título lo indica, arriba las nubes y abajo la tierra: en medio, un desierto que es una salida posible contra el desierto del sentido. El desierto, por supuesto, es un tópico recurrente en la literatura argentina. Aparece en Echeverría, con Sarmiento se puebla con huellas de citas de otras literaturas y con Arlt entra teatralmente en la ciudad, como una escenografía, hasta convertirse, en Los siete locos, en el lugar de una utopía. En su Atlas, Borges cuenta una anécdota: que estando en el Sahara se inclina, toma un puñado de arena, camina unos metros y lo arroja en otro lado. Después dice con ironía: “He cambiado la forma del desierto”.
La nouvelle de Violeta Percia también busca cambiar la forma del desierto. Y acierta en hacerlo despojándose del saber del desamor que no apela una escritura despojada sino a largos párrafos (por momentos proustianos y por otrsos saerianos): la respiración del estilo ofrece lo que no llega a dar una coma o un punto aparte. La autora conoce el oficio: el estilo es también “el tiempo entre las palabras”.
Entre las nubes y el desierto estos dos, contado por ella, porque él nunca habla, se asfixian. Por eso la libertad está en ese espacio que se abre entre la tierra y el cielo. Y si se llama Ala, siempre puede volar. Lo que los rodea a ambos se antropomorfiza, se vuelve inscripción: “En esa inusitada composición de condiciones, encontraba de pronto como un momento epigráfico en la piedra, el registro de una densidad magnifica de lo humano”. Pero este libro está presente la tensión de “el demonio de la analogía”, como afirmó Mallarme. “Pero Albees y hablaban un lenguaje solo de hombres, necesitaban reaprender la lengua de las plantas, los pájaros, o de la Montaña, presentir una copla sana de las mujeres sobre las agonías que no produje ni mimetismo ni la analogía”.

El desierto y la ciudad: “Insistía la soledad en la ciudad”. Pero soledad y desamor parecen inseparables: “¿Cómo medir el tiempo de un amor ausente que hubiese sido un modo de acompañarse en este paso larguísimo por la tierra que se extendía ahora en la soledad?”.
Hay un delicado equilibrio entre lo numinoso y lo humano. Para ese poder divino religioso no dispone de un realismo mágico: “Había puesto ídolos en lugar de lo numinoso, pugnando con los que veía afuera de sus propios anhelos proyectándose en una escena viciada, reconociéndose en imágenes de lo post humano, Albees volvía al desamor de su infancia y ahora que imaginaba que el mundo lo quería, su voluntad de poder ocupaba un lugar demasiado grande”. Y luego nuevamente el desamor que viene de la infancia, “el ojo ciego en el huracán del desamparo”. Pero la trasciende. Este libro es un relámpago que electriza ese espacio temporal entre lo sereno y la tempestad: “El tiempo del desamor no significaba más que une relámpago. Era una historia tardía de un pasado sin dueño, en una dirección que no era suya, El amor no se evanece, ni es jactancioso, es benigno por eso no engendra venenos y todo lo embellece”. Lo que no es amor se alza como un viento que sopla como dominación, como manipulación de un humano sobre otro humano. Un castillo de naipes volándose con el viento del desierto, por eso para Ala: “No era poco el regalo, de esa vida nueva echando raíces capaces de soportar cualquier tormenta de arena”. Pero este relámpago entre amor y desamor no se reduce en el libro a “escenas de la vida conyugal”. Es más primigenio, es incluso anterior al Dios monoteísta y remite al plural: los dioses.

Si, como escribe Borges en su poema “Génesis”, “No sé cuando fui Caín/ y cuando fui Abel”, sólo un “amor comunitario” venido desde la noche de los tiempos será capaz de arreglárselas con está ambivalencia humana, demasiado humana. Como Lot ya no vale la pena mirar atrás, ni siquiera hay el riesgo de convertirse en estatua de sal. En el camino de la protagonista, cerca suyo, siempre habrá una fuente, un manantial, un oasis en el desierto. Nubes, desierto, arena, agua que baja del pico, puquial, el aliento del viento y alivio. Dejemos hablar al viento, dice Pound, es el paraíso; a veces domina, otras el aliento del viento es un alivio. Quiero decir, si entiendo aliento como anima para “vaciar los venenos del alma”.
Quizás todo el libro de Violeta Percia esté atravesado la pregunta del poema de Oscar Wilde: La balada de la cárcel de Reading: “¿Por qué será que los hombres matan lo que aman? ¿Por qué será?”. En las últimas páginas, Alas anota sus poemas en una hoja de papel que era la última que le queda. Me pregunto con ella: ¿Cuántos granos de arena cabrían en una página? Las palabras no se sostienen igual escritas en la arena o en el papel. Pero eso no les quita su condición pasajera. Como nubes, las palabras asoman para volver a ocultarse. Pero queda la lengua en la que son escritas: “Lengüecita de abeja”. Miel y trabajo poético. Así, el libro, echa raíces capaces de soportar más de una tormenta de arena.