A doce años de la muerte de J. D. Salinger, reconstruimos la escritura de una de las tapas icónicas dedicadas al autor, cuando recién empezaba abrazar el silencio.
MARINA WARSCHAVER

El viernes 15 de septiembre de 1961, la revista Time publicaba un artículo de tapa sobre J. D. Salinger. La cubierta del número es de hecho icónica. La circunstancia estaba precedida por la publicación reciente de los dos relatos que componen el volumen Franny and Zooey y el autor había empezado a retraerse. El periodista al que se le encomendó el artículo fue Jack Skow, que a los 29 años había pasado cinco años como reseñista de libros en la revista y antes de eso, su experiencia había sido “perseguir policías” en busca de información para diarios de Providence y Boston. Rastrear datos sobre Salinger entonces le resultó un trabajo como los que le gustaba de adolescente, propio de un detective, para el que consiguió detalles como el puntaje de coeficiente intelectual de Salinger (era de 104), que había sido editor literario del anuario de su escuela, y pco más. No pudo acceder a ningún comentario del hombre mismo.

El texto de Skow empezaba así: “Está soleado en el borde del bosque, pero el rostro del hombre alto está demacrado y blanco. Cuando llegó a Cornish, N.H., hace nueve años, era amistoso y hablador; ahora, cuando viaja en jeep a la ciudad, solo habla las pocas palabras necesarias para comprar comida o periódicos. Los forasteros que tratan de comunicarse con él se reducen, de hecho, a pasar notas o cartas, para las cuales generalmente no hay respuesta. Solo un pequeño grupo de amigos ha estado alguna vez dentro de su casa en la cima de una colina.” El periodista también pudo describir el lugar donde Salinger vivía: una casa simple de Nueva Inglaterra rodeada de abedules, un granero, un modesto huerto y, a unos pocos metros, al otro lado de un arroyo de la casa, una pequeña celda de concreto con una claraboya. “La celda contiene una chimenea, una mesa larga con una máquina de escribir, libros y un archivador. Aquí suele sentarse el hombre pálido, a veces escribiendo deprisa, otras tirando leños al fuego durante horas y haciendo largas listas de palabras hasta dar con la adecuada. El escritor es Jerome David Salinger, y casi todos sus personajes ficticios parecen más reales, más verosímiles, que él.”

En 1961 habían pasado veintiún años desde que Salinger inició su carrera como escritor profesional y en ese tiempo sólo había entregado a sus lectores una sola novela, El guardián entre el centeno, una colección titulada Nueve cuentos y otras pocas historias sueltas publicadas en revistas. “Y el ritmo de Salinger se está desacelerando”, alarmaba el texto, “desde 1953, ha publicado sólo cuatro cuentos, aunque tres de ellos son tan largos como novelas cortas. Promete ‘algún material nuevo pronto o pronto’. A pesar de la escasez de su producción, aquel Salinger de 42 años, había conseguido hablar “con más magia, particularmente a los jóvenes, que cualquier otro escritor estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial”. La aparición esa semana de su nuevo libro, Franny and Zooey (que había publicado Little, Brown), que en realidad eran dos largas historias relacionadas y publicadas originalmente en The New Yorker, no era solo un evento literario sino, para innumerables fanáticos, una epifanía: era reencontrarse, de algún modo, con el universo de Holden Caulfield, ese héroe adolescente que se volvería trágico en 1980 con el asesinato de John Lennon. En fin. En 1961 no había tragedia alrededor de ese chico salvo la tragedia inherente de la adolescencia y por eso, semanas antes de la fecha de publicación oficial, los seguidores de Salinger habían hecho filas interminables y las librerías agotaron sus primeros ejemplares pocas horas después de abrir sus puertas.
Uno de los pasajes más conocidos de El guardián entre el centeno es aquel en el que Holden Caulfield dice que le sorprenden aquellos libros que, luego de leerlos, deseas que el autor que lo escribió sea tu amigo y puedas llamarlo cuando quieras. “Los fanáticos del autor Salinger –decían los editores de la revista TIME– están especialmente frustrados” porque a pesar de haber escrito esa frase mil veces citada, no hay forma de llamarlo “siempre que quieran” porque “es el más privado de los autores públicos”.

El trabajo de recopilar información sobre Salinger para el artículo de tapa de aquel viernes de septiembre de 1961, “sin comprometer indebidamente su privacidad, fue difícil e intrigante”, explicaban en una carta a sus lectores. El artista elegido para hacer la portada fue Robert Vickrey, quien a sus 35 años era “un viejo fanático de Salinger” y esperaba una sesión personal con el autor, como era habitual en las portadas de la revista, pero tuvo que contentarse con trabajar a partir de una de las pocas fotografías recientes de Salinger a la que accedieron. Como no podían utilizar fotografías, las páginas interiores también tuvieron que ser ilustradas y ese encargo recayó en Russell Hoban, otro fanático de Salinger al punto de que junto con su esposa habían nombrado a dos de sus hijas como los personajes de Salinger, Esmé y Phoebe. Al tener que imaginar en el papel a los personajes de Salinger, esos inolvidables Zooey, Franny, a la Sra. Glass y al legendario Holden (ya en 1961), Hoban temía violar “sus derechos privados a existir en la mente del lector” y trató de ser escrupuloso con el autor. “Creo que Salinger es un hombre sin párpados”, señaló Hoban a sus editores. “Todo su material le resulta tan doloroso; y por eso le cuesta mucho escribirlo, más que cualquier otra persona que se le ocurra”.
El retrato de Vickrey, que hoy por hoy forma parte del acervo de la National Portrait Gallery, tiene sus rarezas. El área del hoyuelo, por ejemplo. Es curioso que Vickrey represente a Salinger con lunares gemelos a ambos lados de la nariz. Estos podrían ser defectos de la sobreexposición que obligó a Salinger a recluirse, o podrían ser las marcas de un payaso, un autor cuyo peso cultural lo convirtió en una caricatura. Los ojos, en tanto, Vickrey los hizo vidriosos y no completamente alineados con su rostro, en una expresión de anhelo y aburrimiento. También hay un indicio de sonrisa: Los labios de Salinger han sido tratados con un efecto sfumato: su expresión se mueve entre astuta y en blanco. Quizás lo más revelador es que su sonrisa parcial contrasta con sus mejillas, que parecen estar más arrastradas por la gravedad que el resto de su rostro.
El fondo me resulta inquietante. En él, el lector encuentra a Salinger ligeramente fuera de su hábitat natural, lejos tanto de la clase alta de Manhattan como del aislamiento rodeado de abedules de Cornish. Según las explicaciones del artista, esto es más un paisaje onírico, y quizás lo sea, pero allí, en el fondo inquieta la presencia de un niño a punto de tambalearse por un precipicio. Un niño vestido con un cárdigan rojo contempla el abismo, con los brazos extendidos para mantener el equilibrio, o quizás para abrazar su papel de símbolo escalofriante. Tal vez ese niño en realidad está frente a Salinger, tratando de llamar la atención del autor.