El orinal y la urna
Karl Kraus y Alfred Loos contra los fantasmas
Maximiliano Crespi

La historia de la relación del hombre con el lenguaje se asienta sobre un conocido movimiento de sístole y diástole. Desde Platón al presente, una fuerza que alimenta la ambigüedad es resistida por otra que condena lo impropio (la metáfora, el ornamento, la afectación) como signos que amenazan con activar una fuerza que es capaz de desbordar al propio logos. De un lado, el romanticismo y el barroco fascinados por la potencia de las resonancias y las distorsiones; del otro, las poéticas clásicas y neoclásicas alimentadas por un cierto terror al signo errático.

Como afirma Hans Sedlmayr, el tardo romanticismo es el momento histórico en que la metáfora finalmente es capturada, retirada de la escena pública de la retórica social y recluida en el espacio singular de la literatura —donde la ambigüedad, bajo el semblante de su liberación, se vuelve menos peligrosa. El proceso hacia la revolución del arte moderno se desencadenó cuando, como señala Roberto Calasso, perdido su poder vinculante el orden de la retórica, fue sustituido por “la diarquía de Ornato e Instrumento”, en la que los dos supuestos contrarios recrean, sobre principios diferentes, la armonía del mundo.
Ahora no hay duda de que el Ornato es útil y que el Instrumento no encuentra materialización si no a través de él. El error de pensar esas fuerzas como poderes excluyentes se sostuvo hasta fines del siglo XIX, cuando —como bien recuerda Calasso— la dicotomía había derivado en dos tipos de huéspedes: los que utilizaban la urna como orinal y los que utilizaban el orinal como urna.
En la Viena de comienzos del siglo pasado, una década antes de que de la mano de Duchamp el arte cambiara por completo, Adolf Loos y Karl Kraus plantearon posiciones atendibles. El primero en Ornamento y delito (1908) y el segundo en Heine y las consecuencias (1910). En su controvertido ensayo, Loos presenta una tesis que no deja margen de dudas: el ornato no tiene ninguna relación orgánica con nuestra civilización y por esa razón su carácter es degenerativo. Y presenta en consecuencia una hipótesis para los tiempos futuros: la idea de que una humanidad iluminada optará por objetos lisos, limpios y libres de resabios necróticos, al punto de olvidar por completo el ornamento que es el lastre del maquillaje mortuorio. Que la historia lo haya burlado hundiéndolo en la ignominia de la aglomeración kitsch no quita validez a su diagnóstico —así como la continuidad capitalista (que arrasa con su teleología) no desmienta en absoluto la validez descriptiva del materialismo histórico.

Lo que hoy se concibe por presente es un compendio de imágenes donde lo ilusorio y lo fantasmático —es decir, lo artificial— constituye la materia de nuestros deseos. Buscando desentrañar el sentido de esa paradoja, Kraus propuso un recorrido retrospectivo para hacer la historia de la forma como artificio. Encontró a Heine el origen que hace comprensible el destino. Sólo una poética afiebrada y nacida del tormento y la degradación era capaz de hacer hablar a la forma en tanto artificio. La forma —afirma Kraus— que se instituye como “envoltura del contenido (y no como el mismo contenido), la que es el vestido para el cuerpo (no la carne para el espíritu), fue descubierta un día por Heinrich Heine y desde entonces se estableció para siempre devorándolo todo”.
El ataque a Heine no es casual. El vate emblema y el enterrador del romanticismo alemán del siglo XIX no sólo había hecho del ornamento lírico la base de su poética; también se ocupó de llevarlo al lenguaje propio de géneros en aquel momento considerados menores, como el artículo periodístico, el folletín o los relatos de viaje. Heine había sido amado y temido por su comprometida labor como periodista, crítico, ensayista, autor satírico y polemista. En su figura, Kraus atacaba al talón de Aquiles del romanticismo: su incapacidad para producir valores estables, porque “todo tropezón del del genio significaba una caída en el pozo ciego del kitsch”. Es eso lo que, como afirma Calasso, acaso haya incidido al punto de marginar el hecho de que el ensayo de Kraus buscaba a la vez una apreciación de la poética de Heine desde una crítica de esa “forma de vida” que hoy toca su fondo de cinismo. Ornato e Instrumento marcan aun hoy dos tendencias cristalizadas. Kraus las reduce a su mínima expresión: “para una, el lenguaje artístico es un útil; para la otra, la vida es un ornamento”. Las exclusiones que operan tienen consecuencias (tanto sobre la imagen del arte como sobre la de la vida) y producen ciertamente “una trabada eufonía”. El arte que importa es el que desordena la vida. Como diría Kraus: “los poetas de la humanidad procuran restablecer una y otra vez el caos; los de la sociedad cantan y se lamentan, loan y maldicen, pero siempre dentro del orden del mundo”.