Una lengua extranjera
El vértigo y la incertidumbre de padres primerizos en este cuento de Katya Adaui, que forma parte del extraordinario volumen “Geografía de la oscuridad”.
KATYA ADAUI

Nueve años como nueve meses.
Hasta hacía no mucho tiempo, la vastedad desconocida, el mismo lapso que tomaría viajar a Marte. Una ida sin vuelta desde la invivible atmósfera.
Su mujer había tenido una pérdida. El doctor dijo que era casi normal en madres primerizas. Nadie sabía por qué.
Nació el niño. El padre lloró y todos pensaron que había nacido enfermo. Sin embargo: Es lo más hermoso que he visto nunca.
Le mostraron cómo asearlo. La piel grasosa se le escabullía. El redescubrimiento de la impermeabilidad en el cuerpo del hijo. Te esperé nueve años. Lo acunó en su pecho y respiraron al compás y se durmieron.
En sus sueños, entre todas las cosas que no sabría enseñarle, navegar sobre mares plagados de medusas. Recuperaría sus barcos a escala. Con su padre había aprendido modelismo naval. Tallando y lijando madera perfilaron juntos un mascarón de proa. Se había lucido pirata y altivo en una obra de teatro. El nombre de la madre inscribiéndose a estribor, varias capas de barniz, fiel bandera. Los dos llevaban mucho tiempo muertos. Ahora, con el hijo en brazos, el padre no imagina más la vida sin él.

El niño arrastra el canasto de frutas, ruedas lo corretean por la cocina. El pecho desnudo. Va descalzo. Duda, otra duda y se suelta. Camina diminutos pasos entre las manos listas, ese mismo día corre, corre cuesta abajo las rodillas enlodadas hacia un laberinto de arbustos donde perros se marean y se pierden y él, risa cóncava sin miedo, puños en alto.
La madre recibe una beca. Había postulado sin mencionar el embarazo. Mudanza de tiempo indefinido. Nos quedamos todos, vamos todos. La madre parte con el hijo. El padre viajará de visita. No te faltará nada, yo te apoyo. Todos los días, secretamente: me arrepiento de haberlos dejado ir. Y también: era lo mejor.

El padre recrea en los niños del parque, en el arenero, en los vagones de la locomotora, un gesto del suyo.
El hijo aún no habla. Suena. Necesidades acotadas en letras partidas. Comida y leche y sueño y devoción por la madre. Reaparece en forma de beso cada mañana. El pediatra: No se preocupe, está eligiendo su idioma. Una vez que hable, hablará para siempre. Qué tremendo, piensa ella. Alardea en su mente un lenguaje secreto.
En su país natal, el padre lo inscribe en el colegio. Reserva un cupo. Todavía no hay fecha de retorno. Lo imagina un estudiante aplicado, le proyecta un futuro, lo recogerá desde el portón, se hará visible, ahí estaré.
El niño es tremendo: señala, ordena, juega, recibe.
El padre a su mujer: No le hables más en español. Que aprenda el idioma que para eso ha ido. Podrá hablar español a su regreso, lo escuchará en todos lados.
Única promesa entre incertidumbres, respeta la exigencia. Sabrá que lo hago y estará menos triste. Le habla al hijo el idioma nuevo. Idioma que ella conoce bien. Su familia quiso que lo perfeccionara de chica. Le habían dicho: Es el que comienza todas las guerras. El niño olvida la lengua materna. En la voz encantadora, un tartamudeo. El doctor: En la adolescencia se le irá. Toda la vida, cuando esté junto a la madre, se le intensificará con resonancia. Él, sin comprender la fractura. Un continente íntimo ha sido separado de su nombre. Ni cuándo ni por qué desprendido. Adonde vaya, en su propia ciudad, en su misma calle, en las fronteras de su ser: estará de paso.
El padre viaja por primera vez a reencontrarse. Entre aviones revisa el trayecto total. Desde que nació, hemos estado más tiempo separados que juntos. Yo les pertenezco. Hemos tenido lugar. Tanto que contarse. Todo puede ser dicho. No sé cómo los dejé ir.
En el aeropuerto se arrodilla al primer abrazo. Su hijo le habla. Susurro a la altura del corazón.
Y no es verdad que se entienden.
Y no es verdad que no se entienden.
“Una lengua extranjera” es un cuento que integra el libro Geografía de la oscuridad, de Katya Adaui, publicado por Páginas de Espuma.