Sobre lo mecanizado

Mecanizar es la acción de apropiarse del mundo, plantea Francisco Bitar en este ensayo inédito, porque estar en otra cosa, dice, es su estado natural.

FRANCISCO BITAR

Soy muy amigo de lo mecánico, o de lo mecanizado, porque me permite no pensar. En todo caso, me permite hacer intervenir un mínimo de pensamiento mientras hago lo que hago, al mismo tiempo que pongo el resto de mi atención (casi toda), en otra cosa. Porque estar en otra cosa es mi estado natural.
De lo mecánico a lo mecanizado, del adjetivo al participio, hay una movimiento que yo imprimo, del que soy responsable. Porque si lo mecánico lo era de por sí, lo mecanizado es una transformación que yo ejerzo. Mecanizar es la acción por la cual yo me apropio del mundo, anulándolo. Es un paso a la acción, aunque sea a una acción contenida, controlada.

Por esta vía, soy bueno para lavar los platos y levantar la mesa, esas son mis tareas asignadas. De hecho, son tareas que me gustan, porque en su sencillez permiten que me abstraiga. Son como la música que suena mientras trabajo, pero hecha, no de sonidos, sino de una sintaxis física, muy esquemática (pasarle la esponja al plato, enjuagarlo, ponerlo a secar; pasarle la esponja al plato, enjuagarlo…)
Pero no siempre estas tareas fueron así de amigables; en algún momento fueron nuevas  y yo debí hacer un esfuerzo por llevarlas hasta su automatización. Antes pertenecían al reino de las obligaciones y como tales yo tendía a olvidarlas. Pero a través de la operación del mecanizado, a la vez que armonizaba con la sociedad, yo las integraba a mis rutinas meditabundas. Yo hacía de una obligación un entretenimiento, o el telón de fondo de un entretenimiento.

Es lo que hago también hoy. Si aparece una tarea nueva, de las que proliferan con hijas en crecimiento, me preocupo por reducir cuanto antes su novedad (es decir su dificultad) al mero carácter funcional. Es lo que pasó en estos días, cuando tuve que hacerme cargo (elegí hacerlo) de preparar a diario la mochila de Sonia para la colonia de vacaciones. Con el mecanizado, logré hacer mío también un tiempo que nadie invade: al tratarse de una tarea familiar (es decir, de un bien común), yo podía hacer aquella tarea sin apuro ni interrupciones.

“Con el mecanizado, logré hacer mío también un tiempo que nadie invade.”

Para lograr un mecanizado, cualquier método es válido: memorizar las nuevas tareas hasta que pierden su significado, anotarlas en la mano, llevarlas a cabo de inmediato cosa de no olvidarlas y así desatar un entredicho. Si se la olvida, la tarea no hecha se instalará como una sombra, por leve que sea, en la pareja; surtirá, con su presencia constante, el efecto contrario al buscado desde un principio, y que consistía en hacer un lugar en la cabeza para ocuparlo con mis fantasías.
Entonces, para contribuir al orden familiar, asumo estas tareas que más temprano que tarde se me dan sin esfuerzo. Con Ángeles estamos coordinados en este sentido: más acostumbrada y más diestra para el mundo real, ella se encarga de la contingencia. Si la tarea, por su repentismo y por hacerse una sola vez se vuelve inaccesible para mí, entonces es Ángeles quien la realiza. Es lo que pasa, por ejemplo, con los regalos para nuestras hijas, lo que ocurre con mucha distancia en el tiempo y que, por su contenido afectivo, cuesta mecanizar. De tomarlo a mi cargo, yo probablemente les haría siempre el mismo regalo, mientras que Ángeles da en la tecla cada vez, variándolo de acuerdo al deseo o la necesidad.

Pero así como ella está atenta al plano de lo inmediato, a sus necesidades inmediatas, yo soy más proclive a jugar con las nenas, quizá porque jugar con ellas significa ya estar en otra cosa. Una nena —al menos es lo que ocurrió con Sonia en su momento, y ocurre ahora con Rosita, que está en la edad de los descubrimientos—al jugar, inventa. No se conforma con poner un cubo arriba del otro, porque una torre es una construcción demasiado adulta, es decir, demasiado obvia. La nena variará el orden para poner a prueba el equilibrio, hará interceder un palito de helado, se interrumpirá justo antes de agregar la última pieza para tumbar la construcción.
No hace falta entonces estar en otra cosa, porque, viendo a mis hijas trabajar, ya estoy allí. Quiero decir, estoy ya en la dimensión adonde me fugo cuando emprendo una tarea mecanizada: el juego de una niña es ya esa zona de exclusión. Allí, las reglas son las mismas: partir de una base más o menos sólida para luego testear, casi sin quererlo, su fiabilidad, agregar piezas que la tuerzan para un lado o para el otro, convertirla en otra cosa. A tal punto llega el parecido entre uno y otro modo de proceder, que a veces me abstraigo continuando en mi cabeza lo que ellas empezaron en la realidad, que es cuando terminan todas escritas o sobremaquilladas o, en el caso de Rosita, comiendo el alimento del gato. Con la escritura es lo mismo, salvo porque aquella zona de exclusión a la que me fugaba ahora está en primer plano, y porque, a diferencia de lo que ocurre con la inmaterialidad del pensamiento, esa invención exige un tabicado. Pero ese tabicado no precede a la invención: se decide en esa zona de intercambio, en la frontera con la vida, que hace de ella un goce de exploración entre el cómo y el qué, y que todavía hace que valga la pena escribir. A esto llamaría yo lo mecanizado de la forma (una práctica de distinciones en el seno de la vida, lo que trae consigo un problema de expresión) contra lo mecánico del género (lo que se presenta como trabajo rutinario y que ha dejado muy atrás la posibilidad de medirse con la vida).