Todos los perros
El autor nacido en Villa Perro relee un extraordinario cuento de Silvina Ocampo.
Luis Gusmán

Los perros vivos o pintados tienen una historia. Thomas Mann cuenta la suya en El amo y el perro; John Fante describe ese perro enorme que parece un rinoceronte en su cuento de un humor genial ya que, en “Mi perro idiota”, el can no solo sueña, sino que también tiene pesadillas. Jack London nos ha hecho estremecer hasta las lágrimas o reír con la “educación sentimental” de ese perro lobo, salvaje, hacia el mundo de la civilización. Esa cualidad de London de volverlos humanos, acaso demasiado humanos.

Para localizar la tumba sin nombre donde fue enterrado Moreira, los que iban a visitarlo al cementerio se guiaban por el perro que yacía echado fielmente junto a la cruz, como el compañero de su vida y de su muerte. Un desliz de esa compañía se lee en “No oyes ladrar los perros”, el cuento de Juan Rulfo.
Pero quizá el más conmovedor por esa fidelidad mutua con la que se acompañan es la “pareja humana” del cuento de Agota Kristof “Un tren del Norte”, incluido en Da igual (Alpha Decay). En una estación de tren abandonada está la escultura de un perro y un hombre. A él, le ofrecen llevarlo en coche, pero está dedicado a pintar la escultura. Sabe que es un juego entre él y el perro. Pero sucede que el animal solo se le ha adelantado en el tiempo de la muerte. El perro se alza sobre las patas, el hombre está arrodillado abrazando al animal e inclinando la cabeza. Cuando le preguntan qué está haciendo, responde tan sólo que espera el tren del Norte. Hace mucho que, como en el desierto de los tártaros, nadie pasa por ahí. La escultura remeda una Piedad profana, un bestiario moderno: “Yo sé que no existo, que soy de piedra, que estoy recostado sobre el lomo de mi perro”.
La literatura tiene más de una historia de los perros. Los refranes también: “Sancho, si los perros ladran es señal que cabalgamos”. La frase no figura en el libro, pero si en la boca del Quijote, que es evidente que siguió hablando más allá de la ficción.
En el cuento “Nueve perros” de Silvina Ocampo (originalmente publicado en Los días de la noche y ahora reeditado por Beatriz Viterbo exquisitamente ilustrado por Daniel García) la protagonista mira un cuadro. Es el primero de los nueve y sin duda lo podemos llamar “el pintado”: “A ese perro pintado me unía el silencio”, dice la narradora. Que ella le hable al perro no significa que el perro le hable a ella. Por otro lado, la mirada parece asociada el silencio.
El segundo se llama Ayax. Era el guardián, la sirena de alarma, el médico rural. Hasta la curaba de los espíritus malignos. La novedad es que el cuento cuenta la biografía del perro, el momento anterior, el posterior, el día que apareció Ayax en su vida. Qué paradoja ese nombre, según Homero, era el único héroe que le debía todo su poder a los humanos. Una vez, como todos los niños de aquella infancia, tuvo que ir aterrada a buscarlo a la perrera para salvarlo de que lo gasearan. Ayax se enamoró locamente de una perra llamada Sombra. Si, iba detrás de ella loco de pasión, es difícil apresar una sombra. En el campo, en el lugar donde murió, hay una piedra que lleva su nombre. La muerte del perro no es narrada, exhibe el epitafio. Al revés de la novela de Onetti, es una tumba con nombre que avisa al viajero. Cada vez que la protagonista pasa por allí tiene ganas de ponerle flores.
Sombra es la tercera. Su biografía es breve. Está en la vida de Ayax: lo volvía loco. La narradora aclara, no es el tercero, es la tercera.

En la biografía del cuarto perro, Sacastrú, la humanización del can se realiza cuando Bioy Casares usa su nombre como seudónimo: Martín Sacastrú. La biografía del hombre y del perro se vuelven así inseparables.
El quinto se llama Luron de la Morlay. Un perro que, como muchos otros, se hace el muerto. El chiste es difícil de aceptar, les lleva el diario a sus amos y “no distingue entre La Nación y La Prensa”; podemos decir que Luron se humaniza y conoce a sus lectores. Como es el quinto son inevitables las cinco operaciones. Baila para esquivar el bisturí de sus veterinarios, pero en el último paso fracasa. Después de su muerte, ella sueña que habla con él y le promete que no tendrá otros perros. En el momento en el que hace la promesa, lo cree —hasta podría jurarlo— aunque después no la cumpla.

El sexto, Dragón, no es un perro con suerte. Se le va extinguiendo el fuego que nunca tuvo. Su vida se va acortando al mismo tiempo que el relato. Va perdiendo la gracia. Quizás porque son recuerdos de la infancia gloriosa e iluminada. Un día desapareció, ni siquiera se supo si murió.
Zepelín es el séptimo. No es idiota como el de Fante, pero es un poco tonto. Casi una fabula con moraleja: un día corriendo una liebre, la deja atrás y la pierde como presa. La narradora dice que alguna vez contó la anécdota en uno de sus libros.
El octavo lleva el nombre del perro de Cornelio Agripa: Señor. Se lee la confesión de que andaba perdido en busca de su alma: “Un tanto culpable”. Quizás, sin saberlo, evoca la frase inolvidable de Joseph Conrad en la novela El agente secreto: “Se cruzó un gato culpable”.
Constantino, el noveno, se parece a Ayax. El ciclo se renueva y volvemos al bestiario del comienzo. Con su historia es posible seguir el relato más allá de la biografía del matrimonio Silvina Ocampo-Adolfo Bioy Casares, en un tiempo en el que el catálogo literario estaba hecho de perros y no de mascotas. Constantino reúne las cualidades de Ayax y más: tiene también los atributos propios de su dueña —demasiado humanos y demasiado literarios—, tanto que la obediencia a su severo instructor Hundhaus (casa de perro) y no a su dueña, alude a una trastornada figura de la traición.
Estando en Paris, el librero le señala a la protagonista que el animal que ve en la foto es su perro. Uno descubre entonces que los perros tienen dobles: el perro parisino es una réplica de Constantino que a su vez replica a Ayax. Es posible que la figura del doble convoque siempre a lo ominoso, ella teme que en Buenos Aires le haya sucedido algo al noveno. En sus sueños —lo sueña kafkianamente— “Constantino el cantante”, canta música clásica, Su ama le pide que entone la quinta sonata de Scriabin. Se aproxima y lo escucha. Un visitante incrédulo no escucha nada, solo tiene que acercarse un poco más, finalmente, se entrega y responde que lo oye muy bajito.
Solo su ama lo escucha, él solo escucha a su ama. El quiasmo es casi perfecto.