Elige tu propia aventura
En Flechazo, el nuevo libro de Luis Gusmán, campea un tono ligero e intimista
Salvador Gargiulo

Una palabra signada por el deslumbramiento —no hay flechazo que se sustraiga a este efecto—, una jovencita sumida en la lectura pero atenta —su actitud así lo sugiere— a lo que el destino pudiera depararle; un cortinado rústico que resguarda la intimidad de su cuarto; una ventana de madera roída, y todo el cuadro —muchacha, ventana, cortina— virado al blanco y negro, aliado fiel de causas pretéritas, conforman la tapa de esta obra.
Flechazos, sí, pero traídos en retazos de historias y perforados aquí y allá por la primera persona del narrador. Historias que Gusmán reconstruye como un mecano, por piezas que nunca encajan del todo y le permiten ligarlas a su antojo, haciendo de cada historia una suerte de acertijo.
No siempre Cupido es el dueño de las flechas. La fatalidad, nuestra sombra, hace a veces de arquero. A veces la flecha no impacta de igual modo en ambos candidatos. O peor: es el arco el que nos tiene reservado un solo impacto. ¿Cupido? ¿El Destino? Estas cincuenta historias de encuentros y desencuentros no tejen moralejas ni esgrimen hipótesis. Son más bien instantáneas, párrafos subrayados en libros no prestables, que a fuerza de frecuentados —como aquellos bronces sobados durante siglos por devotos y promesantes— amenazan con fundar su propia historia a despecho de la historia.

Como no podía ser de otro modo, los protagonistas forman —y a veces hasta lo consiguen— dúos. Nadie diría que estos dúos son bien avenidos —del encuentro entre Proust y Joyce uno esperaría mayores dichas— aun cuando la pasión —flechazo emponzoñado— es la que empuña el arco. Ninguno de estos encuentros es aliado del tiempo: ningún flechazo lo es. De ahí el carácter efímero, fugaz y arrollador de estos sketches, tal como los titularía cualquier editor anglosajón.
Es recurrente en Luis establecer una diferencia inherente a su oficio y que propone —grosso modo— un divorcio casi insalvable entre escritura y trama. Yendo al caso, el género narrativo exigiría, en algún grado, renunciar a la escritura en beneficio del plot, de la anécdota, mientras que otras formas literarias auspiciarían mayores libertades a la hora de tratar con las palabras.
Podemos asumir entonces que en esta aventura el narrador logra respirar más a gusto —la afirmación corre por mi cuenta— al sentirse liberado de ciertas pautas formales que impone la trama. Hipótesis que se hace sentir, en primer término, en la esgrima de un recurso omnipresente en este libro: la conjetura, la posibilidad contrafáctica de manipular desenlaces, disolver tramas, establecer analogías, en un juego donde Gusmán, entre ecos y resonancias, elige su propia aventura.
El arco que tensa la flecha está hecho de pinceladas gruesas en lo que corresponde a cada historia, y con plumín de calígrafo en lo que atañe a las intervenciones del propio narrador.
El espinel de referencias tiene un aire familiar para quienes conocen la obra de Gusmán: Joyce-Proust, Pasolini-Visconti, Capote-Brando, Tsvetaieva-Rilke, entre otros duetos, a los que se añaden otros encuentros más secretos y dispares —como el de Kafka y una niña que acaba de extraviar su muñeca— y algunos de cosecha personal, como el viaje que nos lleva, de la mano del autor, a la capilla ardiente donde es velada Eva Perón.
Y hay más, porque también la ficción aporta su cuota de realidad: Hermann y su doble, de la novela Desesperación, de Nabokov; Firmin e Ivonne, de Bajo el volcán; Marc Mc Pherson y Laura, la muerta enamorada, de la novela de Vera Caspary, o Juan Preciado y doña Eduviges, de Pedro Páramo, se suman a esta miscelánea de flechados y flechadores.

En ese sentido Gusmán se sirve de jardines ajenos para abonar su propio sustrato literario, en un procedimiento donde la glosa y el comentario intervienen cada texto para desviar la atención del lector al ámbito donde el encuentro, el desencuentro y la despedida adquieren una dimensión inusitada. Y si algo de esto sabe a guion cinematográfico es porque el registro eminentemente visual y casi taquigráfico que recorre la obra así tiende a acreditarlo.
El libro se lee como probablemente haya sido escrito: cualquiera de estas historias podría ser la primera o la última. No hay lección, tampoco esclarecimiento: cada flechazo es una obra mil veces leída y anotada, parte de aquella valija[1] donde Gusmán oculta el misterio de las letras, como un encuentro cuya emoción jamás acaba de extinguirse.
Y si desviamos la trayectoria de la flecha hacia el propio lector, coincido con Jorge Jinkis en que uno de los relatos más sugestivos es el de Popeye y el abogado Bembow, de la novela Santuario de Faulkner. El laconismo de la narración, el diálogo contenido y la carretera escondida que enmarca la escena parecen anunciar algo que en definitiva jamás acontece. La economía verbal hace siempre a la velocidad de la flecha.
Memorable resulta también el encuentro de Monelle con el alter ego de Marcel Schwob. Una suma de paradojas, de sentencias que bien podrían pertenecer a un padre del desierto, nos vuelve cautivos y entonces somos nosotros los flechados. Como vemos, la trayectoria de la flecha también puede ser zigzagueante.
Cuesta pensar que un flechazo ataña a la audición, pero es de creer que así le ocurrió a Henry James al escuchar la voz de Gustave Flaubert.
No siempre el flechazo nos impulsa hacia la otra persona: a veces, como un presagio o una advertencia, el flechado logra advertir la trampa, la letalidad del hechizo. Quizás sea eso lo que lleva a Marlow a invertir el catalejo cuando descubre a Kurz, a fin de alejar de sí precisamente aquello que parecía reclamarlo.
Campea en el libro un tono ligero e intimista, procedente de una voz que al filo del alba se torna susurro, como una lección de Scheherazade. Algo recuerda aquellos cuentos narrados al abrigo de la lumbre, como gustan decir los españoles. Esos cuentos que un narrador diestro aprovecha para deleitarse y que merecerían, arrumbada sobre la chimenea, una galería de retratos ovales de cada protagonista para dar por cumplida su misión. Un libro para leer un poco al acaso, sin orden ni prisa y atentos a la flecha que acecha a cada vuelta de página. Un libro de fugacidades, paciente e intenso como una confidencia, que lleva consigo un elenco de libros y autores que, reunidos, dibujan —con las licencias del caso— la imagen de Luis Gusmán.
Alguna página de este libro advierte que cuando Henry James va a visitar a Flaubert a París “sabe que se va a encontrar con alguien a quien la literatura ha atravesado totalmente”.
Lo mismo podría decirse de este libro.
Lo mismo podría decirse de Luis Gusmán.
[1] Remito al lector a La valija de Frankenstein (Edhasa, Buenos Aires, 2018).